JAN MARTÍNEZ AHRENS
Emiliano Zapata, con rifle
y sable.
La leyenda dice que
Emiliano Zapata nunca murió. La historia lo demuestra cada día. Casi cien años
después de su asesinato, la figura del revolucionario, general en jefe del
Ejército Libertador del Sur, sigue inflamando la imaginación de los mexicanos.
Proletario, rebelde y en muchas ocasiones visionario, Zapata (1879-1919)
encarna como nadie los ideales de una época convulsa. Sus años de lucha y
gloria son los de un país en guerra consigo mismo. Un tiempo despiadado sobre
el que México edificó su estructura actual y del que ni siquiera Zapata pudo
escapar. Lejos de las edulcoradas visiones que ha proporcionado la iconografía
oficial, una detallada investigación del historiador Francisco Pineda muestra
cómo Zapata, ya un mito en vida, fue perseguido con saña por el régimen de
Venustiano Carranza (1859- 1920) y también cómo para derrotarle el Gobierno
constitucionalista no dudó en desatar una guerra de exterminio. Armas químicas,
torturas indiscriminadas y hasta la esclavización de los prisioneros fueron
empleados para doblegar a un hombre que jamás se arrodilló.
“La Revolución Mexicana fue
paradójica y compleja. Y hay un intento de ciertos sectores de reivindicar la
obra de Carranza y convertir la Constitución, de la que se cumple cien años el
5 de febrero, en un símbolo de continuidad y estabilidad, cuando no es así:
México es una nación en permanente conflicto, traumática y fascinante. Esa es
la lección de Zapata”, explica el profesor-investigador del Colegio de México,
Carlos Marichal.
La guerra de exterminio, de
la que se conocían pocos datos, ilustra uno de los momentos más oscuros de la
Revolución Mexicana. El 26 de septiembre de 1915, ya derrocado el general
Victoriano Huerta pero con el país en llamas, Carranza ordenó a uno de sus
hombres de confianza, el general Pablo González, aplastar la Revolución del
Sur, el movimiento de liberación campesino liderado por Zapata.
Antiguo agricultor y
caballerango militar, el revolucionario había entrado en la arena de la
historia tras dirigir las protestas agrarias en Morelos y sumarse en 1910 al
levantamiento de Francisco I. Madero que inició la Revolución. Pero lograda la
victoria y exiliado el dictador Porfirio Díaz, Zapata trazó su propio rumbo y
rechazó desmovilizar sus tropas. Para él la guerra tenía otro fin. Conseguir la
colectivización de las grandes haciendas y liberar a miles de campesinos de
siglos de opresión latifundista. Y no sólo eso.
Pancho Villa y Emiliano Zapata en el Palacio
Presidencia el 1914.
Con una visión mucho más
avanzada que Pancho Villa y otros señores de la guerra, el sureño abogó por el
derecho de huelga, el reconocimiento de los pueblos indígenas y la emancipación
de la mujer. Pero su fuerza no sólo radicaba en un programa político capaz de
hacer saltar por los aires las convenciones burguesas. Aquel campesino devenido
en revolucionario tenía a un lado a un ejército dispuesto a morir a sus órdenes
y al otro, a miles de campesinos a los que había devuelto el pan y el orgullo.
No pasó mucho tiempo hasta que fue visto como el gran enemigo a batir por el
poder carrancista. La ofensiva fue implacable. “Para ello el Gobierno contó con
la ayuda de Estados Unidos. Carranza en diciembre de 1914 apenas disponía de
1.700 fusiles; en menos de un año Washington le proporcionó más de 53.000”,
señala Pineda.
Con este respaldo, Carranza
y su general se pusieron manos a la obra y ya en febrero de 1916 empezaron a
fabricar, con maquinaria importada de Estados Unidos, las espoletas para el gas
asfixiante con el que pensaban aniquilar a los zapatistas. “Posiblemente se
prepararon con fosgeno, un veneno incoloro y con olor a maíz verde, cuyos
síntomas no son inmediatos”, explica Pineda. Junto al arsenal químico, los
carrancistas diseñaron un plan de guerra siguiendo los pasos de las sangrientas
campañas cubanas del general español Valeriano Weyler. Asimismo, aseguraron el
Distrito Federal con una línea de trincheras de más de 100 kilómetros y
recopilaron información de inteligencia, mediante el empleo generalizado de la
tortura, para conocer al milímetro la ubicación y movimientos del enemigo.
El 12 de marzo de 1916 dio
comienzo la invasión. La máquina del terror se desplegó. Se incendiaron pueblos
y destruyeron siembras. Cientos de campesinos fueron ejecutados sumariamente, y
miles fueron concentrados y deportados. “El objetivo era obligar a que los
zapatistas se ocuparan más de sobrevivir que de combatir. Esto facilitaba las
tareas de exterminio”, dice Pineda.
El primer golpe tuvo éxito.
La estrategia de tierra quemada hizo retroceder a los zapatistas y devastó a la
población civil. Inmensas columnas de mujeres, niños y ancianos deambulaban por
los páramos en busca de comida. Cuando no les mataba el hambre, lo hacían las
balas. El terror les perseguía.
El alto mando carrancista
afiló la guadaña. Ordenó deportaciones masivas al Yucatán y esclavizó a
poblaciones enteras en campos de trabajo. Todo aquel que intentase huir era
pasado por las armas sin más preámbulos. También aquellos que se acercasen a
menos de 60 metros a una vía férrea o que anduviesen por caminos y veredas sin
salvoconductos o que simplemente se sospechase que sirviesen al zapatismo. No
había perdón para el enemigo.
Tras un repliegue inicial,
los zapatistas lograron reagrupar fuerzas y en julio desencadenaron su
contraofensiva. El espíritu de una revolución y el genio militar de Zapata les
abrieron paso. Los rebeldes se multiplicaron ante unas tropas perplejas y en exceso
confiadas. El pulso se libró en todos los frentes. Cayeron Tepoztlán y Santa
Catarina. El general Pablo González contestó recrudeciendo la represión. El
castigo a la población civil se disparó. Las garantías constitucionales fueron
suspendidas en todo el territorio revolucionario. Morelos, Puebla, Guerrero, el
Estado de México, Tlaxcala y parte de Hidalgo sintieron el yugo de Carranza.
Pero nada de ello bastó.
A principios de 1917,
Zapata había logrado expulsar de su territorio al invasor. Dio inicio entonces
un periodo corto e intenso de la insurrección zapatista. En marzo, el líder
proclamó “el gobierno del pueblo por el pueblo”. Rabiosamente antioligárquico,
reabrió escuelas, dio luz a nuevas formas administrativas y reorganizó el
Ejército Libertador del Sur. Aunque reducido a sus confines meridionales, su
ideario era pura nitroglicerina: “Cuando el campesino pueda gritar ‘soy un
hombre libre, no tengo amos, no dependo más que de mi trabajo’, entonces
diremos los revolucionarios que nuestra misión ha concluido, entonces se podrá
afirmar que todos los mexicanos tienen patria”, dejó escrito.
Como tantas cosas en
aquellos días confusos, su proclama fue un hito y un espejismo. Los
carrancistas, decididos a aplastar la revuelta campesina, pronto volvieron la
carga. A finales de 1918 lanzaron la segunda invasión. Y esta vez pusieron la
mira en el mismo Zapata.
El cadáver de Emiliano
Zapata, exhibido tras su asesinato el 10 de abril de 1919.
El coronel carrancista
Jesús Guajardo fue enviado para matarle. Primero hizo saber a los zapatistas
que estaba dispuesto a desertar y luego, como prueba de confianza antes de
encontrarse con el líder revolucionario, fusiló a 50 soldados federales.
Ambos acordaron reunirse el
10 de abril de 1919 en la Hacienda de Chinameca, en Morelos. Cuando Zapata
cruzó el umbral, la traición cayó sobre él. Aunque logró desenfundar su
pistola, no pudo apretar el gatillo. Siete balas acabaron antes con él. Su
cadáver fue llevado ese mismo día ante el general Pablo González y exhibido en
público. El traidor Guajardo fue ascendido. Con el tiempo cayó en el olvido.
Zapata, enterrado y llorado como pocos en México, sigue vivo desde entonces.
TODO SOBRE EL REVOLUCIONARIO
La figura de Emiliano
Zapata nunca descansa. Carismático y revolucionario, su imagen forma parte de
la iconografía del México eterno. Y también del debate. Antecesor de las
insurrecciones que a lo largo del siglo XX sacudieron al país, Zapata es objeto
de atención por parte de los historiadores. En su estudio ha intervenido de
forma decidida el Colegio de México (Colmex), una de las instituciones
universitarias de élite en Latinoamérica. En noviembre pasado, el Colmex
organizó una exposición sobre Zapata y unas intensas jornadas de revisión en
las que se trató desde la vigencia de su legado hasta la poco conocida ofensiva
carrancista. Este esfuerzo se ha combinado con la creación de un sitio
interactivo, denominado Rostros del Zapatismo, donde se puede tener acceso
directo a la digitalización de su archivo así como a los testimonios sonoros de
los testigos de la revolución.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/12/20/actualidad/1482199810_385787.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario