José Ovejero
La sepultura del
escritor judío, en el cementerio de Turín, recuerda su paso por el campo de
concentración de Auschwitz
AL LLEGAR AL
Cementerio Monumental de Turín pregunto a una empleada por la tumba de Primo
Levi. De la localización de las tumbas de familiares se ocupan en la oficina de
información, responde. La segunda empleada a la que consulto sí sabe a quién
busco y me da instrucciones detalladas. La lápida es muy sencilla, dice, no le
será fácil encontrarla.
El cementerio no
lleva en vano el adjetivo “Monumental”: estatuas de próceres mirando el futuro
que ya no tienen, marmóreos mausoleos de barroquismo ecléctico o de simplicidad
art déco. Sin embargo, en la sección judía donde se encuentra la tumba de Levi
todo es sobrio, humilde. La búsqueda no habría sido tan complicada si me
hubiesen advertido de que la lápida se encuentra a la sombra de dos arces
japoneses de hojas color óxido. Es pequeña (lo que me hace pensar en el cuerpo
del también pequeño Levi), rodeada de grava blanca y de hiedra recortada.
El escritor Primo
Levi, retratado en su casa de Turín, al norte de Italia. RENE BURRI MAGNUM
PHOTOS
La lápida no informa
de que allí yace un partisano antifascista, ni un químico, ni un inmenso
escritor, aunque fue todas esas cosas. Y sólo el número 174.517 recuerda su
paso por Auschwitz. Por lo demás, nombre, fechas de nacimiento y defunción
(1919-1987) y el acrónimo con alfabeto hebreo de la frase: “Que su alma esté
atada al haz de la vida (eterna)”.
Primo Levi no era un
hombre religioso; si para Adorno la poesía después de Auschwitz era bárbara,
para Levi resultaba imposible creer en un Dios que permitiese tal horror. No
sé, entonces, si fue él quien quiso la inscripción que parafrasea un texto del
libro de Samuel. Tampoco si pidió que la losa llevase grabado el número con el
que le marcaron en el campo de concentración y no averiguaremos ya, si fue esa
marca imborrable, la que lo llevaría al probable suicidio. Incluso la muerte de
un escritor que ha usado su vida como materia esencial de sus obras nos deja un
sinfín de silencios.
Nadie le ha llevado
flores recientemente, aunque se cumplan 100 años de su nacimiento. Nadie ha
depositado guijarros sobre su lápida para atestiguar que lo han visitado.
Durante la hora que pasamos allí, ni una persona se acerca. Solo tres hormigas
recorren el mármol, rehaciendo una y otra vez el camino. Mi compañera y yo
recordamos en silencio el impacto que nos causó la lectura de La tregua o de Si
esto es un hombre. Conmovidos por el recuerdo de ese sufrimiento que aún hay
quien desearía silenciar: días atrás, en Perugia, descubrimos una placa en la
que se recordaba a la comunidad judía de la ciudad, desaparecida por
“vicisitudes de la historia”, una sonora expresión para camuflar la persecución,
el asesinato y la deportación a los campos de exterminio. Esa “vicisitud” que
llevaría a Levi y millones de judíos a padecimientos inimaginables.
Mi compañera
deposita un guijarro sobre la lápida. De pronto, caigo en la cuenta de que no
me he cubierto la cabeza, como exige la tradición judía. A Primo Levi no le
habría ofendido.
https://elpais.com/elpais/2019/06/03/eps/1559569461_517058.html
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