Pedro Sánchez el pasado viernes
en Bruselas. FRANCOIS LENOIR REUTERS
Van bien peinados, visten ropa de
marca, besan todavía las manos a las señoras, han aprendido de niños a manejar
el cubierto del pescado, puede que usen un perfume caro, pero sus ideas
políticas huelen a choto machista, a sudor taurino, a franquismo revenido. No
se reconocen de extrema derecha y menos como ultras o fachas, aunque más a la
derecha de Vox ya solo está el tabique o el precipicio. En cualquier espacio de
la política en que este partido aporte una mínima presencia todo va a saber a
Vox, porque es como el ajo, un condimento tan dominante que basta con un solo
diente para que su sabor se apodere de todo el guiso. Ha llegado a las
instituciones como un recuelo franquista encaramado a hombros del Partido
Popular gracias a Ciudadanos, un partido que vino con un talante liberal a
airear los viejos odres de la derecha anquilosada y ha acabado siendo un
exacerbado mamporrero de esta obscena coyunda. Por otro lado está Podemos, una
grey política que trata de entrar en el Gobierno sin haberse quitado de encima
la sensación de estar todavía bebiendo cerveza a morro en los bares de
Lavapiés. Su jefe de filas es una criatura mediática fabricada por las cámaras,
gracias a su locuacidad imbatible. Aunque un día Pablo Iglesias se presentara
con su cogote esculpido a navaja, prueba de su integración en el sistema, es
difícil imaginarlo callado ante un micrófono a la salida del Consejo de
Ministros sin intentar segarle la hierba bajo los pies al Partido Socialista,
dado su carácter. Batido de uno y otro flanco, Pedro Sánchez permanece agarrado
al azar de sí mismo. La derecha le empuja a abrazarse a los independentistas
para poder achicharrarlo y es como si los curas te obligaran a pecar para poder
mandarte al infierno. Este verano los pájaros caerán ya fritos del tejado y no
será por el calor sino por tanto odio político consolidado.
https://elpais.com/elpais/2019/06/21/opinion/1561116821_940424.html
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