martes, 26 de abril de 2016

GUERNICA: MEMORIA Y CENIZAS

Por primera vez una película se atreve a hacer drama con el bombardeo de la ciudad vasca. Koldo Serra, su director, explica su sentido.
LUIS MARTÍNEZ

«A lo largo de la noche han estado derrumbándose casas hasta que las calles se han convertido en un continuo e impenetrable montón de escombros de color rojo», escribe George L. Steer en, probablemente, la crónica más famosa, precisa y hasta necesaria (con perdón) de la historia del periodismo. El artículo ocupó la primera página tanto del Times de Londres como de su homólogo en Nueva York. Fue el 27 de abril 1937, un día después del hecho que, como la bomba de Hiroshima o los atentados del 11-S y a juicio del historiador Nicholas Rankin, «marcó el comienzo de un nuevo orden de cosas». Los bombardeos de la aviación alemana sobre Guernica, «la ciudad más antigua de los vascos y centro de sus tradiciones culturales» (según la definición del propio Steer), conmocionaron al mundo hasta dejarlo libre de la pesada y pomposa carga del sentido. Ya nada volvería ser igual. Todo pasaba a estar permitido. Sólo contaba el peso irreflexivo de la carne, de la carne muerta. Y así hasta la mayor de las brutalidades.

Fotografía: SERGIO ENRÍQUEZ-NISTAL

Ahora, cuando está a punto de cumplirse el 79 aniversario del bombardeo, Koldo Serra, bilbaíno de nacimiento y gernikarra por vocación, presenta mañana en el Festival de Málaga la película Gernika. Se trata, contra todo pronóstico, de la primera vez que uno de los capítulos más grotescos de la Historia Universal de la Infamia llega al cine. Pese a todo, pese a la insistencia con la que el cine español es acusado de detenerse en la Guerra Civil. «Cuando me propusieron la película, lo primero que hice fue pensar: 'Otra vez'. Luego me di cuenta de que, muy al contrario, jamás, salvo de forma accidental, el cine se había ocupado del asunto», comenta, se toma un segundo y añade: «No sé muy bien a qué se puede deber este silencio. Quizá el hecho de que aún es contemplado como un tabú, tal vez por oscuras razones políticas... En cualquier caso, me tocaba muy cerca. Tengo muchos amigos cuyos abuelos estuvieron allí y yo, como tantos como yo, he crecido con una historia de Guernica siempre al lado».
Sea como sea, la cinta que ahora ve la luz no es tanto una narración episódica de los hechos como una recreación libre de la dificultad de contarlos. Importa el mito que el cuadro de Picasso convirtió en tótem, la historia y la relación de ambos con algo tan pedestre como la verdad. Al fin y al cabo, la historia de Guernica es crucial tanto por lo que significó en su sentido más cruelmente mostrenco (por primera vez, el asesinato en masa de población civil entró a formar parte de la estrategia militar) como por la propia construcción de su relato. En el mismo periódico en el que Steer narraba lo acontecido, y prestaba así sus ojos a los lectores, se podía leer un desmentido de los agresores en el que responsabilizaban al Ejército Republicano de la masacre. Unos hablaron de miles de muertos; otros, de apenas unos pocos. La realidad es que, entre las cuatro y las siete de la tarde, murieron 157 personas. «Por ello, la película recrea a su modo y desde la ficción el punto de vista de un periodista que, al fin y a la postre, se convierte en el único testigo, la única voz», dice Serra.

En efecto, casi desde el primer fotograma Gernika (así sin u y con k) luce extraña como película bélica y aún más rara como cinta protocolariamente española. De hecho la historia de amor entre el periodista interpretado por James D'Arcy y la censora a la que da vida María Valverde tiene más de melodrama clásico con modales de cuento moral que de cualquier otro género, bélico o guerracivilista. El protagonista es un tipo demasiado desengañado para creer en nada que no sea la simple supervivencia. Ella, obligada diariamente a recortar las crónicas de los reporteros por imperativo del orden constituido, vive un desencanto igual de triste. Aunque lo parezcan, ni él es Steer ni ella, Constancia de la Mora, la aristócrata con el cometido de evitar que gente como Hemingway o Dos Passos escribiera una sola línea fuera de los márgenes. «La película quiere en todo momento ser un espejo en el que, de alguna manera, se refleja nuestra época. Lo que se dirime es el sentido mismo de la verdad en el escenario de la barbarie», concluye rotundo el director.

Desde la superficie aséptica de la cinta, nada de lo que ahí se ve recuerda al polvo color sepia de la eterna Guerra Civil vista desde el cine. «Los referentes siempre fueron cintas como El desafío de las águilas o La cruz de hierro. Quería que se viera el color verde y que el paisaje recuperara las colinas de las Ardenas», puntualiza Serra. Y así es. Gernika, además, mantiene en todo momento una planificación clásica, quizá académica, empeñada en colocar la cámara a la altura de los ojos en cuadros por los que discurre la acción de forma ordenada, coherente y legible.


Fotografía: DAVID HERRANZ

Cuenta Serra que cada una de las escenas se alimenta, sin pretender reconstruir nada más que el recuerdo vivo de la desolación, de historias contadas por los testigos, por las víctimas. Una mujer detenida con la llave en la mano de una casa que ya no existe; un refugio acosado por el fuego en el que es admitida una mujer franquista sin más réplica que la rabia en silencio... «Uno de los días más emotivos del rodaje fue cuando nos visitaron los supervivientes. Eran ancianos con la memoria clara de su infancia. Pese al tiempo, el desastre sigue intacto», comenta el director mientras hojea en el iPad fotografías, documentos, recortes de la época... «Fue un bombardeo en tres etapas. Primero se destruyeron las casas; luego, los cazas dispararon contra los que huían, y, por último, se dejaron caer las bombas incendiarias», concluye.
«Toda la ciudad, de 7.000 habitantes más 3.000 refugiados, ha quedado lenta y sistemáticamente reducida a escombros», se lee en la crónica más célebre de la historia. La misma que el protagonista de Gernika lee en la última secuencia.
Guerra de tinta y papel
Por P. UNAMUNO.Las guerras modernas no sólo se libran en el campo de batalla, sino también en escenarios como los medios de comunicación. El bando nacional quiso convencer a la opinión pública de que Guernica no había sido bombardeada sino incendiada por los republicanos en su huida, argumento que no era nuevo pues ya lo habían utilizado para explicar lo ocurrido en Irún y Eibar. El doble juego de la diplomacia europea de entonces incluía negar la ayuda de la aviación alemana e italiana, como se encargaba de propalar la prensa afecta al Movimiento.
La verdad se abrió paso gracias a testimonios como el del periodista del Times londinense George L. Steer, testigo del bombardeo, quien detalló lo ocurrido ya en la crónica que envió al día siguiente de los hechos y que reprodujo también The New York Times. El texto comenzaba con la constatación de que el ataque se había producido en día de mercado, por lo que afectó sobre todo a la población civil, y detallaba que la flota que lo llevó a cabo estaba compuesta por aviones alemanes. El tono nítidamente antifascista de sus artículos acabaría, por cierto, costándole el puesto a Steer.
El diario madrileño 'El Sol' reprodujo la nota difundida por ellehendakari Aguirre que denunciaba un ataque dirigido a "herir en lo más sensible" los sentimientos de los vascos. La prensa afín a Franco llegó a publicar que hubo bombardeo, pero efectuado por la aviación republicana. Los medios alemanes secundaron, claro, versiones como ésta en tanto que los franceses mantuvieron en general una equidistancia que resume este titular de Le Figaro: "La histórica ciudad de Guernica acaba de ser destruida por un bombardeo aéreo".

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