Los artrópodos eran para Maria
Merian mucho más que un recurso utilizado para dotar de vida a las pinturas de
flores. Y no los quería muertos
A principios del siglo xviii se publicaba un libro
que causaba furor en toda Europa:Metamorphosis Insectorum Surinamensium. Las
imágenes allí recogidas mostraban las transformaciones de los insectos de
Surinam en unas maravillosas láminas llenas de vida, ricas en matices,
fascinantes en cada trazo, en cada color vibrante. De hecho y a pesar de su
exactitud y de la capacidad de observación infinita de la autora, nada tenían
que ver con la taxonomía obsesiva del que sería uno de los tratados
naturalistas más importantes de la Ilustración, elSystema Naturae, de
Carl Linnaeus, aparecido en 1735: un catálogo botánico diseñado para incluir
todas las especies del planeta, incluso aquellas aún no conocidas entre los
europeos. Las láminas de la naturalista de origen alemán Maria Sibylla Merian
eran pequeñas obras de arte, reflexiones simbólicas incluso —siguiendo la
costumbre de la época—; dibujos bellísimos que subrayaban, no obstante, la
precisión en las reflexiones de entomólogo —insectos a tamaño real entre las plantas
que habitan—. Una cosa llamaba en especial la atención de este trabajo: eran
obra de una mujer. ¿Una mujer que pintaba insectos y, más aún, que los criaba y
los observaba?
Tal vez por este motivo, y a pesar del éxito que alcanzó en su tiempo Merian
como naturalista, el XIX y sus exclusiones victorianas la
convirtieron en otra inocua bodegonista, como tantas de las mujeres que
entonces se dedicaron a la pintura de frutas y flores, “arte para señoritas”,
notas del natural tomadas a veces en el paseo durante los ratos de ocio. Pese a
todo, los insectos —o las ranas— eran para Merian mucho más que el típico
recurso utilizado para dotar de vida a las pinturas de flores. Y no los quería
muertos además, especímenes variados y extraños que iban llegando al excitante
mercado de Ámsterdam en el XVII, ciudad en la cual la artista se establecía
tras haber abandonado al marido. Frustrada ante la imposibilidad de observar
los animales disecados, decidía criar sus propios insectos con el fin de poder
dar cuenta de las metamorfosis, al observarlos con el cuidado de una científica
—lo que era en realidad—. ¿Qué más daba que su educación no la hubiera
permitido triunfar en la gran pintura al óleo, como les ocurre a menudo a las
mujeres? Su arte era el medio, nunca el fin, si bien llamara la atención por la
belleza y por las connotaciones metafóricas de cada hoja y cada ser vivo.
Quizás fue ese instinto de observación el que la
empujó a hacer realidad su sueño último siendo ya una mujer mayor. Con 52 años
cumplidos, y después de haber reunido el suficiente dinero con la venta de sus
trabajos, se embarcaba en una aventura radical incluso para un hombre en esa
época: partía junto a su hija hacia Surinam, la colonia holandesa que exigía de
los viajeros una travesía larga —casi dos meses—. Acosada por las difíciles
condiciones de vida —entre otras, las temibles enfermedades tropicales, que
acabarían por minar su salud y adelantar su regreso a Ámsterdam—, fue capaz de
llevar a cabo uno de sus más ambiciosos proyectos desde la observación directa,
el mencionado Metamorphosis Insectorum Surinamensium, donde
dejaba constancia de su destreza como artista y su habilidad como científica.
Sus trabajos, bellos, rigurosos y coloreados a mano —siempre salpicados,
además, de reflexiones sobre lo despiadado en la región del colonialismo de los
Países Bajos—, pasaron a formar parte de las colecciones reales inglesas,
adquiridos por Jorge III. Se pueden admirar en Londres hasta el otoño, prueba
inequívoca de la pericia de otra mujer a menudo obviada que, contradiciendo
todo pronóstico de género, dedicó su vida a criar insectos.
Maria Merian’s Butterflies. The Queen’s Gallery. Palacio
de Buckingham. Londres. Hasta el 9 de octubre.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/19/babelia/1461064656_981850.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario