Alberto Giacometti y Caroline en un bar de París. TATE GALLERY
El artista suizo vagaba por los bares y prostíbulos de Montparnasse cuando
se encaprichó de una prostituta a la que triplicaba en edad. Caroline fue su
modelo y amante hasta el final. Un libro recrea su relación y el cuadro que la
hizo famosa
P. UNAMUNO
En algún tugurio de Montpar- nasse, seguramente Chez Adrien, un Alberto
Giacometti de casi 60 años conoció
en noviembre del 58 a una chica de 20 llamada Caroline. Por supuesto, en
su partida de nacimiento constaba otro nombre, Yvonne-Marguerite Poiraudeau,
pero parecía poco apropiado para el oficio con el que se ganaba la vida en
París.
A Giacometti, como es sabido, le encantaban las prostitutas, pero de
Caroline le cautivaron además su mirada verde, los pechos de piedra, un aire
desconcertante donde convivían "la fuerza y el desamparo absolutos",
según lo describe el escritor
Franck Maubert en La última modelo(Acantilado), el pequeño
volumen que recoge el encuentro que mantuvo con la que sería amante y musa de
Giacometti hasta que el cáncer acabó con él en 1966.
La mujer que halla Maubert décadas después en la Riviera es una dama
menuda, con el pelo tirante y porte de antigua bailarina que rememora los años
en que se hizo habitual del taller y la cama del artista, mientras (lo estuvo
hasta el final) seguía casado con Annette. Por aquella época, dice Caroline sin
asomo de vanidad, Giacometti era pretendido nada menos que por Marlene
Dietrich. Él se dejaba querer y, sin embargo, nunca la invitó a posar, la auténtica prueba del algodón -según
su ex amante- de que la diva no le interesaba de verdad.
Ella sí es invitada a un taller que descubre invadido por el blanco del
yeso y un bosque de estatuas que la intimidan con su mirada. Esa primera vez no
están en casa ni Annette ni Diego, el inseparable hermano de Giacometti, que
ordena el estudio y decide cuándo una obra está terminada porque para Alberto
nunca lo están. Caroline es testigo de su afán de perfección, su pelea con el
dibujo ("lo primero de todo") y aquella manía de enmarcar y volver a
enmarcar hasta concentrarse en la cabeza del retratado, que retrocede al fondo
del cuadro como jibarizada en relación al cuerpo.
El artista se desespera porque no logra la curva exacta del ojo, prueba con
ella mil veces, refunfuña, aúlla de rabia o de ansiedad. "Hay demasiadas posibilidades, no lo consigo",
gimotea, pero siempre vuelve a la carga a pesar de que su aire de perro
apaleado y la eterna expresión de cansancio en los ojos revelan quizá que el
cáncer ha empezado a trabajarle por dentro.
En la segunda sesión, Alberto la hace desnudarse de cintura para arriba;
hay luz en el piso de arriba, señal de que Annette está al acecho. Sin embargo,
no existe erotismo en la mirada de Giacometti, que está enzarzado en su
perpetuo combate -escribe Maubert- por "aprehender lo
inaprehensible". "Veo pequeño", dice el artista para explicar su
necesidad de reducir la cabeza una y otra vez.
Para Caroline, que posa obediente, aquellas veladas son "la Felicidad
con mayúscula". "Estábamos los dos encerrados en el taller, debajo de
la lámpara, afuera era de noche y aquello era la felicidad, Alberto me hacía resplandecer".
Pero él está disgustado por el trabajo baldío de su musa y quiere
compensarle. Se ofrece a comprarle lo que quiera y ella -una apasionada de los
coches- le pide un Ferrari, rojo naturalmente. Giacometti no llega a tanto,
pero le compra un MG descapotable (rojo), con el que recorren París y sus
alrededores. Ella se embriaga de velocidad y Alberto dibuja a vuela pluma desde
el asiento del acompañante.
Caroline desaparece a continuación; Giacometti la busca por todos los
tugurios donde se han emborrachado juntos. La necesita y además el cuadro no
está terminado, aunque ¿qué significa acabado para Giacometti? A esas alturas,
la modelo está pintada como una de esas estatuas egipcias que el artista
venera, pero falta dar con el fulgor de las pupilas; la cabeza, ese "núcleo de violencia",
es aún más pequeña de lo normal.
Cuando ella regresa, no hay reproches. Brindan con Moët& Chandon,
Caroline le cuenta que se acaba de casar y Alberto no ve problema en continuar
como hasta entonces: Caroline con su marido, él con Annette. Como las cosas
nunca son tan fáciles como parecen, una noche Caroline y Annette se insultan y casi llegan a las manos.
Los posados continúan, no obstante, y a un ritmo superior, dos o tres
sesiones por semana. "Tengo que conseguir esa cabeza", se obsesiona
el pintor y escultor. Caroline lo recuerda con ocho pinceles finos en la mano y
uno más grueso para reproducir de una vez por todas la sombra de las ojeras.
En Londres, adonde viajan con motivo de la exposición de Giacometti en la
Tate Gallery, pueden ser por fin
"una auténtica pareja", evoca Caroline, seguramente entonces
más Yvonne que nunca. Alberto no la lleva en París a las comidas con Sartre o
Jean Genet, pero aquí conoce a Francis Bacon (cuyas conversaciones con Maubert
ha publicado igualmente Acantilado), que va acompañado también por su modelo y
amante Isabel Rawsthorne.
En febrero de 1963, dos años después de terminar el cuadro de Caroline -o
de que su hermano Diego se lo arrebatara de las manos-, una operación deja a
Giacometti con una quinta parte de estómago. Se repone y sigue trabajando:
"¿Qué es crear? Hacer y rehacer", sentencia. Su amigo Samuel Beckett
lo expresará así: "Ser artista es
fracasar como nadie se atreve a fracasar".
En diciembre de 1965 vuelve a sentirse muy mal, ahora por problemas
respiratorios graves con complicaciones de circulación que dan con sus huesos
en el hospital. En el taller ha dejado una escultura del busto de Elie Lothar,
un amigo fotógrafo de las noches interminables de Montparnasse, y un nuevo
retrato de Caroline, su último cuadro.
En la cabecera de Giacometti se encuentra Caroline con Annette, Diego y su
otro hermano, Bruno. El artista se teme lo peor: "Estáis todos, eso quiere decir que me voy a morir". En el
pasillo, amante y esposa gritan, se tiran de los pelos, se calman. Alberto pide
que entre Caroline, sola. Sus dedos gélidos la aferran. "Cuando Caroline
cierra la boca del muerto, piensa en una de sus esculturas", señala
Maubert.
En la casa espartana donde vive la antigua amante de Giacometti, el
escritor y crítico de arte francés observa las pocas posesiones que conserva de
aquel tiempo: unas pocas fotografías -Alberto siempre vestido con corbata pero
aparentando haber dormido con el traje puesto, ella radiante a sus lozanos 20
años- y un gurruño de papel donde aparece, de nuevo, la cabecita de Caroline,
esta vez dibujada a bolígrafo.
Pero ella echa de menos al hombre, más que al artista que "tenía todo
el Louvre en la cabeza", y reivindica inútilmente la adoración que se
tuvieron. Un día fueron a ver a la madre de Alberto: "No tenía sentido que
me la presentara (...). Anduvimos por la vía hasta el amanecer y aquella fue mi noche de amor más hermosa",
confiesa la última musa de Giacometti.
http://www.elmundo.es/cultura/2016/04/19/5715312922601d96518b463e.html
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