Es inevitable no pensar en este año
de grandes aniversarios (¿son 400 años don Miguel y William?) en alguien
también transversal como aquellos locos que dinamitaron límites y cercas y se
subieron a los arados de la palabra, para abrir surcos cada vez más profundos,
siempre indelebles.
Chagall (Vitebsk, Bielorrusia, 1887 – Saint –Paul de Vence,
1985) fue la pintura y la música y los diseños de teatro incansables en su
Rusia natal, en el stetl, en París y en Estados Unidos, siempre trashumante,
echando anclas ligeras de humo y de esperanza. Por esas tierras de Dios, el Mismo
que le inspiró aquello de “La Biblia es un drama mundano y el mundo una
parábola religiosa”.
La exposición “Chagall: divino y
humano”, se inauguró en Madrid el 3 de febrero de este año y estará abierta,
para visitarla de forma gratuita, hasta el 10 de abril. Con la presencia de
autoridades de la Comunidad de Madrid, café y pastas y la comisaria de esta
muestra y conservadora jefe del Kunstmuseum Pablo Picasso Münster de Alemania,
Ann-Katrin Hann (precioso su inglés, pero nublado por una traducción simultánea
que no permitía bien lucirlo).
Hann guió a la prensa por un
recorrido que recuerda una sinagoga : el atrio de bienvenida, el vestíbulo y la
sala de oración, con las 66 obras pertenecientes a la sección “Divino y humano”,
seguida del Sancta Sanctorum, con las 20 producciones con las que el maestro,
judío universal y de todas partes, reinterpreta la Biblia desde un sentimiento
íntimo y peculiar, para terminar en el cementerio, donde se suceden sus 15
trabajos sobre “Las almas muertas” de Nikolái Gogol.
Las piezas mostradas esta vez (hace
4 años el Museo Thyssen y Caja Madrid organizaron una propuesta fantástica en
sus respectivas sedes), visitan todas las técnicas utilizadas por Chagall en su
obra gráfica, como las grabaciones al agua fuerte, las litografías y las
xilografías. La exhibición artística de este maestro plural y polimorfo
(también perverso, pensaría Freud? , por su demoledora capacidad para
integrarlo todo, para vivir varias vidas y compartirlas como un jugo precioso),
emergen de cuatro décadas de producción y de talento.
Cristianismo y tradición judía se
funden en el pintor ruso que adoraba Francia, donde murió, dando nacimiento a
un sincretismo difícil de verbalizar, hay que contemplarlo y sentirlo. Su
defensa intrínseca de la interconfesionalidad, desde la tradición del judaísmo
jasídico hasta las referencias cristianas, le hizo escribir en la dedicatoria
de una tabla de cerámica creada por él en una iglesia francesa: “En el nombre
de la libertad de todas las religiones”. Esta voluntad de aunar condiciones
raciales e ideológicas, se necesita hoy más que nunca en el difícil atolladero
político internacional que nos toca soportar, ante la mirada impávida de
políticos, dirigentes, popes de todas las iglesias, ricos y economistas de
todos los pelajes.
La cantidad y calidad de Chagall,
tan cercano a nuestras raíces y a la propia Raíces, por donde nos hace guiños
un número sí y otro también (no podía faltar este año de nuevo) es ingente. Entre toda su imaginería, el color como anhelo
y como ofrenda, París, siempre, y el circo, como representación social, porque
según el creador, ” Siempre he considerado a los payasos, los acróbatas y los
actores, como la esencia de la humanidad trágica. Creo que se pueden comparar
con los personajes de algunas pinturas religiosas”.
Solo hubo reparto de catálogos para
los “happy few” de la prensa, esos consagrados que, a menudo, escriben de
oficio porque tienen la retina saturada. Pero ¿a quién le hace falta? Allí
estaba Chagall en toda su plenitud en aquellas paredes y en las explicaciones
de su comisaria, generosa, cuando en un aparte, me contestó a la pregunta que
le hice sobre la causa de la muerte de Bela, su primera mujer: “Fue una
infección, en aquella época no había un uso amplio y adecuado de los
antibióticos- me explicó”.
Y ahí se quedó Chagall ese día, con
su exposición, aunque seguro que, cuando nos fuimos todos, trepó desde el
asiento desde el que en alguna parte lo ve todo, fantaseando y soñando y salió
corriendo a visitar Madrid, porque lo suyo fue y sigue siendo llevar “todo el
amor de un pintor ruso a su patria” allí donde esté y trascender lo nacional y
la idiosincrasia limitada a un tiempo y un espacio, esa filosofía proteica que
le permitió confesar que “Mis temas los he llevado conmigo desde Rusia, París
los ha dilucidado”. Y eso, precisamente, su universalidad sin claudicaciones,
es una parte titánica de su grandioso legado.
Más información en www.fundacioncanal.es
Alicia Perris
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