Su nombre era Elvira de Hidalgo y había nacido en Teruel. Fue una
soprano de altura que cantó en la Scala y en el Metropolitan y la maestra de la
diva. Ella modeló su aspecto, educó su voz y la convirtió en la más grande
Gema Pajares
ltiva, impertinente, híspida, de mirada taladradora, tan frágil
como una copa de cristal de Bohemia. Sola, al cabo. Callas, con el peso y la
huella indeleble de una infancia para olvidar marcada a fuego, deseando amar,
se labró su fama a golpe de exabruptos, históricos algunos, que se han
convertido en leyenda. «Sí, soy una mujer temperamental, pero dígame si no cómo
podría aguantar encima de un escenario», respondía la artista cuando ya lo era
y su fama le precedía. María brava, por única, por su genio airado, difícil de
embridar. Y Violeta, Semiramide, Norma, Lady Macbeth, Dalila. La historia de
esta mujer nacida Ana Maria Cecilia Sofía Kalogeropoúlou en Nueva York en 1923
es una parte, una parte importante de la historia de la ópera donde su carrera
fue tan corta como intensa. Su discografía, abundante pero no imposible de
abarcar volverá a estar al alcance de la mano gracias a la remasterización que
Warner ha realizado de sus cintas originales. «The complete Maria Callas
Edition» presentará toda su obra con una calida única. Según un comunicado de
la discográfica, «por primera vez en la historia, un equipo formado por los
mejores ingenieros de sonido en Abbey Road Studios –donde la diva grabó parte
de su obra– ha seleccionado los mejores masters originales para otorgarles la
máxima calidad y profundidad sonora». El resultado final será una caja con 39
obras, en total 69 CD, que recogen las grabaciones entre 1949 y 1969. Esta
edición incluye tambiéncomo añadido extra un lujoso libro con correspondencia
de «La Divina», fotos inéditas y una amplia biografía. La obra se publicará en
tres fases diferentes: los 19 primeros álbumes saldrán a la venta el 23 de
septiembre, los 10 siguientes el 21 de octubre y los 10 últimos el 11 de
noviembre.Pero, ¿como arrancó la carrera de Callas? ¿Quién educó la voz de «La
Divina»? A los trece años regresó con su familia a Atenas y fue poco después
cuando ingresó en el Conservatorio de la capital. La Segunda Guerra Mundial
empezaba, nada mejor que refugiarse en el canto. Maria adolescente tenía
madera, aunque nada hacía presagiar lo que estaba por venir.
- Cinco años de
intenso estudio
Suerte que se fijó en ella una mujer robusta, de genio y de figura,
experimentada en mi batallas operísticas, cantante, una de las grandes, y
quizá, por qué no decirlo, de las más injustamente olvidadas y la aceptó en su
clase.
La profesora que se convertiría en un pigmalión para la jovencita se llamaba Elvira de Hidalgo (1891-1980), había nacido en Teruel y tenía tras de sí una brillantísima y abrumadora carrera fabricada a golpe de escenario. Ella había recorrido medio mundo, los templos de la ópera más importantes: de la Scala al Metropolitan pasando por París, Londres o Madrid. Fue en el verano de 1939, con 16 años, cuando quien llegaría a ser la amante de Onassis tuvo su primera audición con una mujer que acabaría por convertirse en una confidente y casi ocupar el lugar que su madre no tuvo en su vida. La relación se prolongó durante cinco años, de 1939 a 1943. Ella fue quien modeló y moldeó la imagen, pues cuando María llegó a la primera clase, pesaba más de ochenta kilos y padecía una miopía tan profunda que apenas podía ver el movimiento de la batuta del director, de ahí que memorizara todas las partituras. «Cuando la vi llegar me impresionó. Apenas sabía italiano, pero decía muy bien. Y esos ojos que tenía, que me hablaban. Y esa boca tan enorme, tan grande. Me quedé prendada desde el primer momento. Sabía que en ella había algo grande», aseguraba De Hidalgo en una entrevista a finales de los sesenta en la que demostraba su admiración mientras no dejaba de dar caladas a un pitillo. De ella destacaría sus manos, y, sobre todo, una manicura cuidada en extremo muy distinta de aquellas uñas que la cantante se mordía insistentemente por puro nerviosismo. La enseñó a decir, a frasear, le corrigió la postura, le animó en el dramatismo de sus personajes, le hizo ver cómo imprimirles fuerza, le enseñó, en defintiva, a saber interpretarlos y le transmitió su idea de la ópera como un arte total en el que voz e interpretación van tomados de la mano. Elvira la enseñó a vestirse, le indicó lo que mejor le sentaba y le inculcó maneras, pues ella era una mujer culta procedente de una buena familia. Sus clases se prolongaban durante horas, una maratones interminables que abarcaban de diez de la mañana a ocho de la tarde, apenas interrumpidas por una comida frugal y ligera. Un día y otro y otro más en casa de Elvira. «Era una alumna perfecta, un modelo para el resto de la clase, obediente, inteligente y trabajadora. No había que repetirle las cosas. Y al día siguiente, lo que le habías enseñado el anterior, ya lo traía aprendido. Cuando le preguntaba si tenía alguna duda, ella siempre respondía: ''Capito''. Era la primera en llegar y la última en marcharse», recordaba. La maestra era dura, una aragonesa que hacía gala a veces de su terquedad e imponía su disciplina, pero María, en esos cinco intensos años de trabajo lo aprendió casi todo, aunque Hidalgo no fuera su única maestra, pero sí quien la convirtió en la soprano «assoluta» que fue. De ella Callas dijo con cariño y reconocimiento: «Debo toda mi preparación y mi formación artística, escénica y musical a esta ilustre artista española». Cuando María le preguntaba si ella sería capaz de llegar a donde lo habían hecho otros alumnos, a dar las notas más altas, y la profesora le respondía que trabajando duro lo conseguiría, «Y así llegó ''Tosca'' y después ''La Gioconda', ''Suor Angelica'', ''Aida''. Tenía un sentido musical especial. Era un prodigio. Lo bordaba», explicaba de su pupila. Y la entonces aprendiz de diva se grabó a fuego la lección y superó a la maestra. Cuando triunfó jamás se olvidó de la española, aunque ya no recibiera sus lecciones (que llegó incluso a impartir a distancia a través del teléfono). Y hasta el último día la tuvo en su pensamiento. Con ella se sinceró sobre su turbulenta historia con Onassis, a ella le confió sus temores, sus inseguridades que Elvira había casi conseguido desterrar. Cuando falleció, entre los pequeños tesoros de la «diva assolutta», apenas una fotografía antigua, como un retazo de vida, un jirón junto a quien fue la más grande: una fotografía de Elvira Hidalgo. Ella la templó los nervios antes de salir a escena. Junto a ella se fumaba sus cigarrilllos y mientras Callas se mostraba nerviosa, preocupada, Elvira la tranquilizaba: «Relájate y deja que me fume este pitillo». Y exhalaba el humo de los disfrutando del momento, quizá con el pensamiento en las tardes de gloria que Rosina le había proporcionado. En realidad se llama ba Elvira Juana Rodríguez Raglán.
La profesora que se convertiría en un pigmalión para la jovencita se llamaba Elvira de Hidalgo (1891-1980), había nacido en Teruel y tenía tras de sí una brillantísima y abrumadora carrera fabricada a golpe de escenario. Ella había recorrido medio mundo, los templos de la ópera más importantes: de la Scala al Metropolitan pasando por París, Londres o Madrid. Fue en el verano de 1939, con 16 años, cuando quien llegaría a ser la amante de Onassis tuvo su primera audición con una mujer que acabaría por convertirse en una confidente y casi ocupar el lugar que su madre no tuvo en su vida. La relación se prolongó durante cinco años, de 1939 a 1943. Ella fue quien modeló y moldeó la imagen, pues cuando María llegó a la primera clase, pesaba más de ochenta kilos y padecía una miopía tan profunda que apenas podía ver el movimiento de la batuta del director, de ahí que memorizara todas las partituras. «Cuando la vi llegar me impresionó. Apenas sabía italiano, pero decía muy bien. Y esos ojos que tenía, que me hablaban. Y esa boca tan enorme, tan grande. Me quedé prendada desde el primer momento. Sabía que en ella había algo grande», aseguraba De Hidalgo en una entrevista a finales de los sesenta en la que demostraba su admiración mientras no dejaba de dar caladas a un pitillo. De ella destacaría sus manos, y, sobre todo, una manicura cuidada en extremo muy distinta de aquellas uñas que la cantante se mordía insistentemente por puro nerviosismo. La enseñó a decir, a frasear, le corrigió la postura, le animó en el dramatismo de sus personajes, le hizo ver cómo imprimirles fuerza, le enseñó, en defintiva, a saber interpretarlos y le transmitió su idea de la ópera como un arte total en el que voz e interpretación van tomados de la mano. Elvira la enseñó a vestirse, le indicó lo que mejor le sentaba y le inculcó maneras, pues ella era una mujer culta procedente de una buena familia. Sus clases se prolongaban durante horas, una maratones interminables que abarcaban de diez de la mañana a ocho de la tarde, apenas interrumpidas por una comida frugal y ligera. Un día y otro y otro más en casa de Elvira. «Era una alumna perfecta, un modelo para el resto de la clase, obediente, inteligente y trabajadora. No había que repetirle las cosas. Y al día siguiente, lo que le habías enseñado el anterior, ya lo traía aprendido. Cuando le preguntaba si tenía alguna duda, ella siempre respondía: ''Capito''. Era la primera en llegar y la última en marcharse», recordaba. La maestra era dura, una aragonesa que hacía gala a veces de su terquedad e imponía su disciplina, pero María, en esos cinco intensos años de trabajo lo aprendió casi todo, aunque Hidalgo no fuera su única maestra, pero sí quien la convirtió en la soprano «assoluta» que fue. De ella Callas dijo con cariño y reconocimiento: «Debo toda mi preparación y mi formación artística, escénica y musical a esta ilustre artista española». Cuando María le preguntaba si ella sería capaz de llegar a donde lo habían hecho otros alumnos, a dar las notas más altas, y la profesora le respondía que trabajando duro lo conseguiría, «Y así llegó ''Tosca'' y después ''La Gioconda', ''Suor Angelica'', ''Aida''. Tenía un sentido musical especial. Era un prodigio. Lo bordaba», explicaba de su pupila. Y la entonces aprendiz de diva se grabó a fuego la lección y superó a la maestra. Cuando triunfó jamás se olvidó de la española, aunque ya no recibiera sus lecciones (que llegó incluso a impartir a distancia a través del teléfono). Y hasta el último día la tuvo en su pensamiento. Con ella se sinceró sobre su turbulenta historia con Onassis, a ella le confió sus temores, sus inseguridades que Elvira había casi conseguido desterrar. Cuando falleció, entre los pequeños tesoros de la «diva assolutta», apenas una fotografía antigua, como un retazo de vida, un jirón junto a quien fue la más grande: una fotografía de Elvira Hidalgo. Ella la templó los nervios antes de salir a escena. Junto a ella se fumaba sus cigarrilllos y mientras Callas se mostraba nerviosa, preocupada, Elvira la tranquilizaba: «Relájate y deja que me fume este pitillo». Y exhalaba el humo de los disfrutando del momento, quizá con el pensamiento en las tardes de gloria que Rosina le había proporcionado. En realidad se llama ba Elvira Juana Rodríguez Raglán.
Tres hombres
El corazón
turbulento de una «casta diva»
Deseando amar. La Callas vivió casi desde niña necesitando sentirse
querida y añorando la figura de un padre. Quizá por eso, se refugió y amó a
Gianbattista Meneghini, un hombre poderoso, adinerado, con quien se sintió
protegida y m segura. Sin embargo, la pasión la conoció junto a Aristóteles
Onassis: su relación fue destructiva e imposible y acabó en desgracia. Cuando
él quiso volver con la diva, en un intento desesperado, ya era tarde, demasiado
tarde. Callas, entonces, se acercó a Pasolini, le dio la mano y caminó a su
lado. Con el cineasta tampoco pudo hallar la felicidad.
https://www.larazon.es/cultura/la-pigmalion-espanola-de-callas-KI7138194
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