MANUEL VICENT
Más allá de la crueldad, la
corrida de toros como diversión es ante todo un espectáculo rancio y
anacrónico, que ya no está a la altura de los tiempos, según el concepto
utilizado por Ortega para expresar unas ideas, creencias y hábitos, que no se
corresponden con el espíritu moderno. La fiesta taurina es el residuo de un
costumbrismo chungo, que ha pervivido hasta hoy arrastrando desde el fondo del
siglo XIX toda la caspa española consolidada.
En este sentido, la Feria
de San Isidro solo es compatible con los escaparates galdosianos del viejo
Madrid donde aún se exponen bragueros y suspensorios de estameña, lavativas y
aparatos ortopédicos que ya nadie usa. Pese a que ahora para parecer modernos
en los carteles de la feria se exhiben toreros con el torso desnudo lleno de
tatuajes como esos metrosexuales, que anuncian perfumes o calzoncillos en las
vallas, lo cierto es que este sangriento jolgorio llamado fiesta nacional tiene
un sabor a caldo revenido cuya estética es consustancial al tiempo de las
cataplasmas, del permanganato, de los calzones largos de felpa, del orinal bajo
la cama o de aquel colchón de borra que los aficionados menesterosos llevaban a
la casa de empeños para ver Lagartijo. Esta costumbre de acuchillar toros en
público con mayor o menor destreza está en plena decadencia, pero aún recibe el
aliento de la derecha castiza que la ha declarado bien de interés cultural como
una prueba más de la putrefacción política en que vivimos. El hecho de que unos
ministros del Partido Popular canten con fervor Soy el novio de la muerte al
paso de la procesión de un Cristo muerto llevado por brazos legionarios no es
muy distinto a que, después de una sarta de puyazos, estocadas y descabellos,
se aplauda con entusiasmo desde una barrera de Las Ventas a un toro
ensangrentado, que se llevan al desolladero las mulillas.
https://elpais.com/elpais/2018/05/11/opinion/1526060344_881824.html
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