La ejecución provisional de la sentencia del pazo/torres de Meirás, y la entrega de las llaves de la mansión el 10 de diciembre pasado, puso de manifiesto algo que en absoluto desconcierta a los conocedores de la biografía del dictador Francisco Franco y de la naturaleza de su régimen. El inventario realizado por la Xunta de Galicia y Patrimonio Nacional reveló que los anteriores inquilinos acumularon durante años toda clase de objetos pertenecientes al patrimonio público, junto a cuadros, libros y mobiliario cuya propiedad está aún por determinar. Confusión entre público y privado y confianza en la impunidad poco sorprendentes entre las élites franquistas.
Tanto la conversión (provisional) de Meirás en propiedad pública
como la futura resignificación del Valle de los Caídos parecen augurar el
cercano fin de la excepcionalidad hispánica en lo relativo al ajuste de cuentas
con el pasado dictatorial. Es aún un proceso sujeto a fuertes vaivenes en
función del color político de los Gobiernos en distintos niveles; pero cabe
verlo como un claro avance, frente a propuestas estrambóticas o que inciden en
que nada cambió. Incluso en eso España no es tan distinta, si se recuerdan las
especificidades de la transición a la democracia —ni ruptura ni derrota
militar—, así como el desajuste temporal —1975 versus 1945, tres décadas— en
comparación con otros países de Europa occidental. Los ritmos de la puesta en
práctica de políticas de la memoria por parte de varios Estados fueron a menudo
lentos y contradictorios.
La problemática gestión de los lugares de memoria vinculados de
modo íntimo a la biografía del dictador no es un fenómeno exclusivamente
español. En la mayoría de las democracias que sucedieron a los regímenes
fascistas después de 1945 se registraron abundantes incertidumbres. Las
estatuas de los dictadores fueron retiradas; calles, plazas y topónimos fueron
rebautizados. De los edificios públicos se retiraron los símbolos de esas
épocas. Sin embargo, las casas natales de los autócratas, así como sus tumbas y
mausoleos, sus residencias particulares o sus palacios de verano fueron
frecuentes excepciones. Eran lugares donde el fantasma del dictador proyectaba
su sombra sobre el presente, y que constituían una asignatura pendiente de las
políticas de memoria democrática.
Esos lugares de dictador fueron espacios memoriales cuya gestión se
ha transformado en una trabajosa digestión, una permanente indigestión, o un
crisol de contradicciones, para las democracias. ¿Por qué son lugares tan
problemáticos de manejar en la gran mayoría de las sociedades posdictatoriales?
Primero, porque son sumamente variados los objetos, lugares o edificios que
pueden devenir en espacio memorial personalizado de un dictador, y por tanto en
polo de atracción de sus nostálgicos. Segundo, porque a menudo esos entornos
están en manos privadas, lo que dificulta la intervención directa de los
Estados democráticos. Tercero, porque en ellos la figura del que desde la
distancia es un tirano o déspota se transforma en una persona al alcance de
todos. Sin embargo, no por ello la sombra de su carisma desaparece de esos
lugares. A menudo son casas, tumbas o entornos corrientes, donde un personaje
que fue especial, nació, vivió, fue a la escuela, falleció o reposa para
siempre. Donde lo excepcional se hace humano, y lo casi sagrado se torna
próximo y tangible.
La gestión de los lugares de dictador es un capítulo complejo
dentro de la diversidad de las políticas de memoria democrática. En varios
países alternan la damnatio memoriae con la musealización, los espacios
devenidos en atracción de nostálgicos (Predappio, en Italia) con la explotación
turística, cuando no la abierta disneylandización, como en Rumania, Yugoslavia
o incluso Rusia. En Alemania, Austria e Italia, las soluciones propuestas han
incidido en una europeización, como “memoria negativa” común, de un pasado
convulso. En otros países, como Portugal, España, Georgia, Rusia o Albania los
debates se concentran en la esfera local y estatal/nacional, y han buscado la
resignificación de esos espacios memoriales dentro de las narrativas dominantes
de su propia cultura histórica.
¿Resignificar o condenar al olvido? ¿Reutilizar con fines civiles,
como la casa natal de Hitler? El riesgo de la damnatio memoriae es que entornos
abandonados se conviertan en meca de nostálgicos, como el castillo Horthy en
Tenderes (Hungría). Sin embargo, en tiempos de fácil accesibilidad a la
información, las valencias otorgadas a objetos y lugares son muy volátiles.
Nostálgicos y turistas amantes del morbo pueden escoger entre múltiples
espacios para honrar a un dictador. ¿Y si, tras Cuelgamuros y Meirás, los
neofranquistas se reúnen ante la casa natal de Franco? Las autoridades, a menudo,
han jugado al gato y al ratón.
Las propuestas sobre el uso de los lugares de dictador giran
alrededor de tres cuestiones. Primera, dónde: ¿conviene musealizar y
resignificar espacios sobrecargados de contenido simbólico? ¿O es preferible
garantizar los fines de esos centros de interpretación en ubicaciones de acceso
sencillo, desprovistos de sombras del pasado? Segunda, qué se debe narrar en el
centro interpretativo: ¿la biografía contextualizada del dictador? ¿Su
vinculación concreta con el lugar en cuestión? ¿O el carácter de su dictadura,
incluidas sus víctimas? Tercera, cómo resignificar. ¿Un tradicional museo
físico, con secciones de documentación e investigación? ¿Un museo
deslocalizado, con un mayor protagonismo de contenidos virtuales e interactivos?
¿O un “museo difuso”, insertado en una red de espacios memoriales que
contextualice el lugar en un panorama más amplio, reduciendo su carácter
excepcional?
El pazo o torres de Meirás, lugar de dictador por excelencia, se
debe entender dentro de esos debates, que en Portugal afectan al “Museo
Salazar” anunciado en su pueblo natal (Santa Comba Dão), al “Museo del
Fascismo” en Predappio, donde nació Mussolini, o a la casa natal de Hitler, en
Braunau am Inn. Se debate desde hace lustros qué hacer con esos entornos, sin
llegar a consensos suficientes. Mientras tanto, los nostálgicos se han
concentrado brazo en alto varios días al año en Predappio. Meirás —el Valle de
los Caídos es un caso aún más complejo— presenta algunos paralelismos con otros
lugares, como el castillo de la Rocca delle Caminate, residencia estival de
Mussolini también “donada” por sus coterráneos y hoy sede de un laboratorio de
investigación. Es sin duda un lugar de memoria vinculado a la escritora Emilia
Pardo Bazán, pero también fue centro de visitas reales y conspiraciones contra
la República, sede estival e imagen del poder de una larga dictadura, y símbolo
tanto del olvido como de la reivindicación de una memoria democrática. La
narrativa de un futuro centro interpretativo debería integrar en una justa
medida todas las facetas, utilizando como hilo las distintas valencias de
Meirás, bajo el común denominador del encuentro en valores democráticos. Desde
los tiempos de Pardo Bazán hasta los de Franco y posteriores.
Ni la memoria democrática debe eludir el franquismo bajo el manto
de doña Emilia, ni se debe olvidar su figura y contribución.
Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de
Santiago de Compostela. En abril publicará Guaridas del lobo. Memorias de la
Europa autoritaria (Crítica).
https://www.almendron.com/tribuna/lugares-de-memoria-lugares-de-los-dictadores/
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