Annie Leibovitz estuvo en México la semana pasada para
presentar su serie en desarrollo Mujeres: nuevos
retratos, auspiciada
por la financiera suiza UBS, y el jueves al amanecer tuvo una actividad, fuera
de agenda mediática, que llevó su lente, habituada a escenarios de lujos y
cuerpos eminentemente vivos, a un río de aguas negras donde aparecen con
regularidad mujeres muertas.
“Lo importante
es poner bajo los focos lo que pasa en ese lugar”, dijo unas horas después a
este periódico tras una conferencia. El lugar es un municipio al sur de la
Ciudad de México llamado Chimalhuacán en el que está vigente la Alerta de
Género, un mecanismo de urgencia ante las crisis de feminicidios,
esa categoría que recoge el asesinato de mujeres por el simple hecho de ser
mujeres.
A las seis aún
no había amanecido y Leibovitz (Waterbury, Connecticut, 1949) estaba por
llegar. Los vecinos arrancaban su jornada. Las hermanas Nancy y Norma
Montesinos, costureras, caminaban juntas. “Nunca salimos solas”. Felisa
Sandoval, recogedora de envases, iba con su bolsa de basura llena y un palo en
la mano. Dijo que jamás había visto un cuerpo en el río: “Yo ando con Dios”.
–¿Y sabe por qué
ponen las cruces rosas?
–Porque a veces
hay accidentes y las personas se mueren.
Al borde del
canal de residuos, las activistas ponen cruces rosas en recuerdo de las
muertas. Es un símbolo que nació en Ciudad Juárez,
epicentro original del feminicidio, fenómeno que se ha reproducido con
intensidad en el territorio, limítrofe con la Ciudad de México, en el que está
Chimalhuacán, el Estado de México: 1.722 asesinadas entre 2011 y 2015, según la
cifra oficial.
Leibovitz llegó a las
siete y veinte con la mujer a la que retrataría, Andrea Medina Rosas, una
abogada de 40 años que participó en el célebre caso de Campo Algodonero, por el que la Corte
Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó al Estado mexicano de los
asesinatos de género en Ciudad Juárez.
Iba de negro,
por completo. Camisa, pantalón, zapatillas de trekking, la
melena cana recogida y envergadura de “tanque” o de “poste de telégrafos” según
la definió la escritora Elena Poniatowska, a la que retrató dos días
antes. La sesión duró una hora. Al borde de la cloaca, junto a las cruces. El
olor hediondo, un carro del que tira un caballo flaco y lento. Leibovitz para,
lo deja pasar.
Una adolescente
mira la escena desde su casa. Habla de las mujeres que aparecen en el río. “No
es tan seguido, tiene dos meses que no veo una”.
Hace unos meses,
las autoridades retiraron las cruces rosas con una excavadora, argumentando que
debían limpiar el borde del cauce. Las activistas las volvieron a poner. “En
México se intenta impedir que se cree una memoria concreta de lo que pasa. Por
eso quisimos hacer ahí la sesión”, dijo Medina por la tarde por teléfono.
También por teléfono, una activista de 23 años que estuvo allí por la mañana,
Mafer Arellanes, del colectivo Voces de Lilith, diría: “Creo que la visita de
Leibovitz puede ayudar a que se tome en cuenta este lugar, el Estado de México,
donde suelen acallar las manifestaciones y las formas de resistencia”.
La sesión era
cerrada a la prensa. Este diario la observó a poca distancia. Al terminar, la
fotógrafa más famosa del mundo se subió a una furgoneta y se fue.
Accedió a
responder brevemente a mediodía tras un acto en la Ciudad de México. Explicó
que le interesa que su serie sobre mujeres no incluya solo celebridades –“Ya he
hecho un montón”, y las seguirá haciendo: la semana que viene en Europa,
"con Bruce" (Springsteen)– sino que se oriente a asuntos sociales,
eligiendo figuras que simbolicen las luchas en esas batallas, como Medina.
Leibovitz dijo
que la sesión fue “muy dura”. Con ellas estuvieron Irinea Buendía y Silvia
Vargas, madres de dos mujeres asesinadas en Chimalhuacán. En el caso de su hija
Mariana, Buendía logró el hito de que por primera vez llegase a la Corte Suprema el
asesinato de una mujer bajo concepto de feminicidio y que seis años después de
su muerte entrase en prisión su marido, un policía que adujo que ella se había
suicidado y a posteriori fue ascendido a comandante.
“La verdad es
que me eché a llorar con ellas”, dijo la fotógrafa. En el suelo del lugar
escabroso donde lloró había una pintada: “Podrán quitar nuestras cruces pero no
nuestra rabia. Seguimos de pie”. Ahora, con Annie Leibovitz.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/07/08/actualidad/1468014900_690740.html
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