"Así como le lloré al
Café Comercial y a la Cervecería Santa Bárbara en el cruce de Goya con Alcalá,
así le guardaré serena nostalgia a la esquina de Ayala con Castellana"
JORGE F. HERNÁNDEZ
Me gusta soñar que en un
ayer en blanco y negro se citaron en Embassy, Rick que venía de Casablanca
aunque se llame Humphrey Bogart (luego de venderme su café con letrero de neón)
e Ilsa Lund o Ingrid Bergman, ya libre de Victor Lazlo o Paul Henreid, su marido
mártir de la causa. A veces, todos somos personajes sin colores de las
películas entrañables, como esa donde huimos de los nazis y venimos a Madrid
para conseguir unos salvoconductos que nos permitan huir en el primer tren a
Lisboa y de allí, montar una nao de ocho hélices que nos lleve entre algodones
a Manhattan.
El disparate no es tan
descabellado si consideramos que el salón de té llamado Embassy, al filo de
cerrar sus puertas en el Paseo de la Castellana por no poder pagar ya más el
elevado alquiler, fue no solo refugio de no pocos héroes que venían huyendo de
los horrores del nazismo, sino lugar de encuentro de espías y mensajes
cifrados. Fundado en 1931 por la irlandesa Margarita Kearny Taylor, el Embassy
elevó a rango de las bellas artes la tarta de limón, y al ejercicio de la alta
coctelería al rango de liturgia terapéutica. En el Embassy se degustaban los
sándwiches en discretos triángulos y los poliedros de los postres como
exposición de una geografía de la restauración al servicio del buen vivir; de
telón de fondo, las muchas historias y la leyenda intocable de los muchos
judíos huyendo de Europa que recibieron precisamente sobre las mesitas del
Embassy los salvoconductos para la libertad y los visados del sueño para una
nueva vida por el simple hecho de hallarse un discreto salón de té en medio de
tantas embajadas que habitan esa zona de Madrid.
Aunque el Embassy cuenta
con una cafetería sucursal en Aravaca, una tienda en la lejana Alcobendas y
otro expendio en Chamberí, no puedo negar la tristeza que infunde su
desaparición del Paseo de la Castellana. Así como le lloré al Café Comercial y
a la Cervecería Santa Bárbara en el cruce de Goya con Alcalá, así le guardaré
serena nostalgia a la esquina de Ayala con Castellana, con el ligero consuelo
de que todos los personajes entrañables, los espías que aparecen en los sueños
sin colores y los muertos de todos los pretéritos que conformaron mi infancia
deambulan de una rara manera en una neblina lila sin tiempo ni distancias,
habitantes de una película donde los sabores más íntimos del alma nunca manchan
la filipina impoluta de los camareros intemporales que poco a poco se van
quedando sin empleo.
Jorge F. Hernández
blogs.elpais.com/café-de-madrid/
http://ccaa.elpais.com/ccaa/2017/03/10/madrid/1489172121_290119.html
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