Recorrido por el campo de
batalla de Teutoburgo de la mano de Valerio Manfredi, autor de una novela sobre
la derrota de las tropas de Augusto por los germanos.
Valerio Manfredi se
arrodilla y deposita sentidamente una rosa sobre la hierba (una rosa, por
cierto, que le han prestado en una cafetería cercana). Aquí y en los
alrededores, de hecho a todo lo largo de una ruta infernal de unos 50
kilómetros a través de los espesos bosques de Germania, cayeron millares de
legionarios romanos, compatriotas del novelista (Castelfranco Emilia, 1942),
hace dos milenios, masacrados a lanzazos y espadazos por las tribus enfurecidas
de los queruscos, brúcteros y angivaros, entre otros. La peor derrota de Roma
junto a Cannas, Carras y Adrianópolis. Manfredi suspira y agita la leonina
cabeza orlada de cabello blanco mientras con porte de centurión musita un fragmento
de Velleius Paterculus sobre el combate, en latín.
Estamos en uno de los
escenarios estelares de la batalla de Teutoburgo, una de las mayores y de más
trascendencia de la Antigüedad, pues acabó con el sueño de romanizar Germania y
convertirla en provincia del imperio (lo que hubiera ahorrado muchos problemas
futuros, aunque quizá también nos habría privado de Beethoven, Kant y
Beckenbauer). Junto al lugar de la genuflexión del escritor se ha reconstruido
parte del terraplén que en su día, en aquel tempestuoso y sangriento final de
verano del 9 después de Cristo, levantaron con insólito sentido de la
estrategia los guerreros germanos para, tras varios días de acosarlas,
estrechar el ya difícil paso de las legiones, embotellarlas entre montaña y pantanos
y diezmarlas con hierro. Esto es el “Varusschlacht”, el lugar del desastre de
Varo, la gran trampa al pie de la colina de Kalkriese, al noroeste de Alemania,
por encima de Bonn y Colonia, el único espacio identificado arqueológicamente
hasta ahora de la famosa batalla de Teutoburgo. En ella, desarrollada a lo
largo de varias jornadas de enfrentamientos salvajes, culminados un (otro)
infausto 11 de septiembre, se desangraron hasta la aniquilación completa tres
legiones enteras, el orgullo de Roma, las numeradas XVII, XIIX (el 18 lo
escribían así) y XIX, junto con sus correspondientes tropas auxiliares, hasta
un total de unos 17.000 combatientes, más la impedimenta y seguidores civiles,
un concepto que incluía desde comerciantes y familiares de los militares a
prostitutas que marchaban animosamente detrás del ejército.
Manfredi ha dedicado su
última y muy emocionante novela, Teutoburgo (Grijalbo, 2017), a narrar las
causas y el desarrollo de esa batalla, remontándose a la juventud del artífice
de la victoria germana, el caudillo y príncipe querusco Arminio, al que el
relato le imagina una estancia como rehén en Roma, donde aprende el
funcionamiento y las tácticas de las legiones, lo que le permitirá luego
–después de formar parte del mando de ellas, lo que sucedió en la realidad-
destruirlas (el clímax de la novela).
Si la llegada de las tropas
romanas al matadero de Teutoburgo, mandadas por un inepto y arrogante general,
Publio Quintilio Varo –amigo del emperador Augusto-, fue un Via Crucis, la
nuestra a esta zona de Baja Sajonia no ha sido menos complicada (salvando las
distancias). El trayecto desde Colonia, a altas horas de la noche, con un
automóvil alquilado que no conseguíamos arrancar y cuyo sistema de navegación
solo informaba en alemán, resultó complejo. Además, la reserva en el hotel de
Gütersloh, donde debíamos pernoctar había sido hecha por error para el mes
siguiente. Así que tuvimos que refugiarnos durante unas horas en un tronado bar
regentado por armenios y frecuentado por seguidores del Olympiakos griego,
antes de conseguir in extremis una única habitación en otro hotel, que
compartimos con alivio (“dalle stalle alle stelle”, se exclamó el novelista) y
gran sentido de la camaradería, lo que permitió la excepcional visión del
célebre autor de Alexandros en calzoncillos.
Hacerle de auriga a
Manfredi, que decidió no conducir en todo el trayecto y dedicarse a recitar los
clásicos, resulta muy ameno. El escritor va desgranando tanta información sobre
la antigüedad que uno ya no sabe si está a la altura de Osnabrück o en un
desvío al reino de los marcomanos, adonde Arminio envió la cabeza de Varo, que
se suicidó durante la batalla (el rey de los marcomanos, Marbod, se la mandó a
su vez a Augusto, por quedar bien: así acaso el emperador pudo decirle a la
cara aquello de “¡Varo, devuélveme mis legiones!”). Manfredi explica que en una
ocasión se vio involucrado en un acto de recreación histórica de la batalla de
Teutoburgo en la que participaban entusiastas italianos caracterizados de
legionarios y empeñados en ganar a sus rivales alemanes. Un profesor de
Heildeberg les hizo ver lo inadecuado e inexacto de su testaruda actitud y solo
entonces se dejaron masacrar, pero con desgana.
Un letrero de “Teutoburger
Wald” (Bosque de Teutoburgo) nos hace saltar de entusiasmo en la autopista.
Luego vemos un MacDonald’s. Al poco llegamos por carreteras secundarias al
Varusschlacht Museum und Park de Kalkriese, el moderno centro creado en 2002
para explicar los hallazgos arqueológicos de la batalla de Teutoburgo. Entramos
en tromba, como los galos de Astérix. Del edificio de admisión, con las
taquillas y tienda de recuerdos (desgraciadamente con la mayor parte de los
libros en alemán), se accede a través de un espacio abierto, en el que unos
niños están formando una cohorte bajo el entusiasta mando de una profesora, al
museo propiamente dicho, que es un cubo con una alta e intimidatoria torre
revestida de hierro oxidado. Es evidente que alude al armamento y a las
atalayas de vigilancia de la frontera del Rhin. La panorámica en lo alto es
espectacular……………………….
https://cultura.elpais.com/cultura/2017/07/08/actualidad/1499549585_749131.html
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