Estreno en el Teatro Real de
la versión operística del relato de Annie Proulx, una obra de nuestro tiempo
con un tema cotidiano
Tom Randle y Daniel Okulitch (detrás), durante un
ensayo de la obra 'Brokeback Mountain' en el Teatro Real de Madrid. / PAUL
HANNA (REUTERS)
Por unas horas Madrid parecía Nueva York. O Houston, o Los Ángeles, o
una ciudad estadounidense de peso cultural. Se estrenaba una ópera ambientada
en Wyoming y Texas, fundamentalmente, con el fondo de la montaña Brokeback,
teniendo como soporte textual una historia tan real y tan dolorosa como la vida
misma, elaborada por
una escritora de Connecticut y puesta en música por un compositor americano de
renombre. Una ópera de nuestro tiempo, con un tema cotidiano al
estilo de un verismo del siglo XXI, bien estructurada, bien contada y
suficientemente bien cantada. Nada que objetar a la calidad de la realización.
La ópera ha sido tradicionalmente un género artístico con una gran
capacidad para despertar sentimientos y emociones. La fantasía y la sorpresa
han estado siempre de su lado. La pregunta que palpita a cada nuevo estreno es
si existe una ópera representativa de nuestro tiempo, y si es así qué
exigencias debe cumplir. En Brokeback Mountain el tema principal es de
rigurosa actualidad, y poco o nada tratado en el terreno lírico. Se reivindica,
como diría el poeta Jacobo Cortines, la pasión y el paisaje. Más que una
reivindicación de la homosexualidad, se trata de un canto a la libertad sin
contraindicaciones. El paisaje que envuelve el nacimiento de la pasión amorosa
engrandece de forma poética su desarrollo. La historia tiene lugar en Estados
Unidos, pero podría suceder en cualquier parte. Hay un toque americano en la
cantina del comienzo, que recuerda en
cierto modo las pinturas de Edward Hopper, pero poco más. Las
familias, los niños, son como en todas partes, con los mismos problemas y
aspiraciones. La pareja homosexual va aceptando sus inclinaciones en un
contexto propio de la sociedad actual. El libreto es descriptivo y no deja
lugar a ambigüedades. Es transparente y por momentos, ay, demasiado previsible,
a pesar de la imaginativa introducción del fantasma y el coro. Las emociones
son operísticamente contenidas. ¿Un signo de nuestro tiempo? Tal vez. Cuando Giuseppe Verdi introdujo en La
traviata personajes semejantes a los que podían estar como
espectadores en el patio de butacas mantuvo al máximo la emotividad en las
escenas líricas a través del canto y la música. En Brokeback Mountain
los personajes son también normales, de los que se encuentra uno por la calle,
pero el tratamiento teatral y lírico es más racional, más controlado, más
narrativo al pie de la letra. E insisto, el libreto es impecable.
La tensión dramática viene acentuada por la música compuesta por Charles Wuorinen. Está tan
bien construida que crea una atmósfera enriquecedora por su imaginación y variedad.
Se escucha con placer y sin sobresaltos. Las voces están tratadas favoreciendo
la comunicación. Se integran en la construcción teatral y en la descripción
sentimental, pero en pocos momentos se obtiene de ellas una sensación de
desgarro. La puesta en escena de Ivo van Hove es eficaz, con un sentido teatral
preciso y rítmico. Tiene continuidad y se complementa con el tratamiento
musical y vocal. Todo ello unido, atrae enormemente desde el punto de vista
analítico y conceptual, pero conmueve con limitaciones desde una mirada
emocional.
Dirige con precisión y nervio Titus Engel a una entregada Sinfónica de
Madrid, que salva la papeleta con nota muy alta. El reparto vocal es muy
homogéneo con actuaciones estelares de Daniel Okulitch y Heather Buck. No
faltan a la cita algunos de los cantantes emblemáticos de Mortier como Jane
Henschel y Hannah Esther Minutillo. Con las reservas apuntadas, quizás fruto de
la impresión ante un primer visionado, el estreno de Brokeback Mountain
ha resultado más que satisfactorio. Es una ópera con enjundia musical y un
acertado equilibrio entre texto, teatro y voces. Con el estreno mundial, Gerard
Mortier se ha salido con la suya, poniendo en pie uno de sus sueños más
queridos. Su tenacidad ha llevado a buen puerto este proyecto. Dentro de unos
años al recordar espectáculos tan singulares como El perfecto americano, La
reina india, Iolanta-Persephone o este Brokeback Mountain, entre
otros, se le echará de menos. Lo mismo ocurrió cuando partió de Salzburgo o
París. Con todas sus peculiaridades y sus irregularidades, Mortier tiene un
instinto para la búsqueda de una nueva visión de la ópera que, querámoslo o no,
acaba ensanchando la amplitud de miras del espectador, al proporcionarle una
apertura de ideas y estéticas. Con la planificación de Brokeback Mountain
le ha echado mucho valor. La recepción en clima de éxito constituye su mejor
recompensa.
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