Fue un primer ministro
inglés, lord Salisbury, quien en la crisis del 98 proclamó que este era “un
país moribundo” condenado a desaparecer. Las críticas han arreciado desde hace
tiempo: desde fuera y desde los nacionalismos.
Hacia 1780, y desde las
páginas de la Encyclopédie méthodique, el geógrafo Masson de Morvilliers
formuló una pregunta destinada a provocar efectos poco saludables: “¿Qué se
debe a España?” Nada, era la respuesta. El desafío ocasionó un considerable
revuelo y pronto llovieron las réplicas de publicistas dispuestos a ensalzar
las aportaciones patrias, mediante Apologías de España, una de ellas, la de
Juan Pablo Forner, de notable calidad, pero ya orientada como las demás a
confundir la exaltación de las glorias propias con la condena de quienes en
España compartían el racionalismo ilustrado. La polémica entre Forner y Luis
Cañuelo, brillante e irónico debelador de aquel, mostró que la entrada en
escena de los apologistas conllevaba un apagón para las Luces. El periódico de
Cañuelo, El Censor, fue prohibido y él condenado por la Inquisición a abjurar
de leviy por Floridablanca a no escribir nunca más.
Sin tan graves consecuencias,
cuando España vuelve a estar puesta en cuestión, tampoco tiene sentido
responder imitando a los apologistas a quienes se entregan al ennegrecimiento
de la imagen histórica de España. Las respuestas puntuales tienen siempre el
riesgo de la simplificación, y de ahí al falseamiento, en la búsqueda de probar
que todo fue positivo, solo hay un paso. El tradicional argumento atenuante de
la Inquisición proporciona el mejor ejemplo. No importa que hubiese en Europa
otras Inquisiciones más sanguinarias, del mismo modo que Hitler y Stalin no se
absuelven mutuamente con las estadísticas respectivas de crímenes. Contó en
cambio la configuración de una sociedad basada en la intolerancia religiosa y
cultural, cerrada por obra y gracia del Santo Oficio a las corrientes
científicas europeas —la tibetanización de España, Ortega dixit—, y que con
ayuda de la limpieza de sangre instauró una forma de racismo y exclusión del
otro, sobre la cual se asentaron fenómenos contemporáneos tales como el
integrismo católico y el nacionalismo sabiniano.
Hasta cierto punto, la
defensa de la conquista de América viene siempre a pecar del mismo defecto:
obsesionarse en negar la evidencia. Es innegable que no se trató de un
genocidio, puesto que la propia monarquía se orientó a todo lo contrario que a
un aniquilamiento de la población indígena, y ahí están las Leyes de Indias
para probarlo, interviniendo paradójicamente en el mismo sentido la obra
crítica (y efectiva) de Las Casas. Pero prácticas genocidas, en los distintos
escenarios, sí las hubo, con exterminios totales de los taínos en Cuba o de los
lacandones en tierras mayas. Los genocidios salpican la historia del
colonialismo, culminando hacia 1900, con el de Leopoldo II sobre el Congo,
seguido por el alemán sobre los hereros en África del Sudeste, y en ese marco
el imperio español conjuga la ausencia de voluntad genocida con la presencia de
crímenes contra la humanidad, desde sus orígenes hasta el practicado por
Weyler, con su política de reconcentración de poblaciones durante la guerra de
Cuba.
La referencia a Francia es
pertinente, porque al ser más profunda, la infravaloración de España por
Inglaterra ha sido también más duradera. La despreciable “Turquía de
Occidente”, de los informes diplomáticos de 1900, sobrevive larvada en los
recientes juicios expresados sobre el tema de Gibraltar tras el Brexit.
Las tormentas de silbidos
contra la simbología hispana no surgen por generación espontánea
Fue un primer ministro
inglés, lord Salisbury, quien en la crisis del 98 proclamó que España era “un
país moribundo” condenado a desaparecer. Es también entonces cuando desde los
nacionalismos emergentes la propia existencia de España resulta negada. Para
Sabino Arana, es el país de los degenerados maketos; para los catalanistas, hay
un Estado español, no España. Es una satanización del nombre de España que
sigue hoy vigente en los medios de comunicación oficiales, tanto vascos como
catalanes, e incluso se infiltra en el lenguaje especializado. Así Henry Kamen,
al escribir sobre Fernando el Católico, advierte que sería mejor hablar de
“monarquía hispánica”, cuando sus estudiados Guicciardini y Maquiavelo escriben
sin rodeos España. Fue la objeción que recibí hace tiempo de un excelente
historiador catalán. De acuerdo, repliqué, pero entonces habría que comunicarse
por el túnel del tiempo con Maquiavelo, Bodino o Montesquieu para hacerles ver
su error.
Este es el tema actual a
debate ante una extraña ofensiva, de raíces ideológicas nacionalistas, que
rehúye el diálogo ilustrado y procede por descalificación personal contra toda
objeción, incluso borrando para ello las afirmaciones propias. Es el caso de
Josep Fontana, cuyo texto abre el volumen Espanya contra Catalunya, avalado por
la Generalitat. Juzga “inquisidor” a quien le recuerde el veredicto de Cambó
(el proteccionisme que imposà un dia Catalunya) y le atribuya supuestamente en
falso la asociación de nazismo y PP, habiendo escrito un artículo titulado La
deriva nazi del PP. Lo mismo sucede con la negación de la guerra de
Independencia, base del juicio de que España no es una nación, leitmotiv
catalanista y ocurrencia celebrada con entusiasmo y agresividad por el coro de
abertzales. O con la escuela positivista de historia vasca, que pasa por alto
para satisfacción del PNV que su fundador fue un racista antiespañol, con un
discurso de odio y de violencia sin el cual no cabe entender ni ETA ni el
extendido rechazo visceral a lo español. La prohibición de que la Roja juegue
en San Mamés o las tormentas de silbidos contra la simbología hispana, no
surgen por generación espontánea. Ni otras cosas más graves.
Antonio Elorza es
catedrático de Ciencia Política.
https://elpais.com/elpais/2017/06/25/opinion/1498408930_985049.html
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