El patrimonio artístico
proporciona réditos políticos. El Louvre de Abu Dabi o la gira de obras del
Prado por España son una muestra
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA VEGA
Malraux (centro) y su esposa, Marie-Madeleine Lioux, posan junto a
John y Jacqueline Kennedy y Lyndon Johnson, en la National Gallery de
Washington en 1963. WALTER BENNETT (THE
LIFE PICTURE COLLECTION / GETTY)
El metraje muestra a André
Malraux, escritor de La condición humana, combatiente de la Resistencia,
historiador de arte y ministro de Cultura de Francia, inclinando la cabeza
hacia el oído derecho de Jacqueline Kennedy. El pianista Eugene Istomin acababa
de interpretar el trío de Schubert en mi bemol mayor y la primera dama
estadounidense deslumbraba como una supernova con un vestido de seda rosa del
modisto Guy Douvier para Christian Dior. Malraux, esmoquin negro, ojeras
intensas, le susurra: Je vais vous envoyer ‘La Joconde’ (“le voy a enviar La Gioconda”).
Este es el increíble final de la cena de Estado que los Kennedy ofrecieron en
la Casa Blanca al político e intelectual galo. Ocurrió el 11 de mayo de 1962.
Pronto estallaría la crisis de los misiles en Cuba y la Guerra Fría congelaría
el aliento del planeta. Pero el préstamo de la obra de Leonardo da Vinci
representó un éxito político. El presidente francés, Charles de Gaulle, quiso
tener un gesto con los estadounidenses, que desconfiaban de su programa
nuclear. Y no existía mejor embajador que la italiana Mona Lisa; icono de la
superioridad cultural francesa y símbolo de los valores occidentales.
Desde hace siglos, el arte
sirve a los poderosos. Los emperadores de la Antigua Roma lo utilizaron para
glorificar su relato, el dictador Josef Stalin impuso el realismo socialista
como estilo vertebrador de la Unión Soviética, mientras que la CIA contratacaba
con el expresionismo abstracto de Jackson Pollock, Willem de Kooning y Mark
Rothko. Pintores a los que con habilidad asoció a la libertad de expresión
estadounidense. “Resulta difícil no admirar a los empleados de la CIA por su
infalible buen gusto”, admite Harald Jähner, crítico de arte del Berliner
Zeitung. La creación plástica exhibe su poder para falsificar la realidad.
Incluso la dictadura de Franco —a quien lo contemporáneo le repelía— empleó el
informalismo (Tàpies, Saura, Guerrero) en su pertinaz falacia de contarle al
mundo que España no era pobre, ni atrasada ni oscura.
Pasan los años, el mundo se
ha transformado, pero arte y política siguen viajando juntos. En el trayecto
han cambiado muchas percepciones. La sociedad juzga el arte por su precio, las
grandes franquicias culturales (Louvre, Guggenheim) imponen el canon, las
instituciones buscan obras que atraigan visitantes, y el centro de gravedad se
desplaza hacia los países árabes. Allí entienden que el arte es el mensaje. “En
las ricas monarquías petroleras del golfo Pérsico, las colecciones son excusas
para construir la identidad nacional y afianzar su nuevo estatus”, observa
Joseph Nye, profesor de la Universidad de Harvard.
Muchas de esas fuerzas
recorren el interior del Louvre de Abu Dabi, cuya propuesta es una historia de
dos ciudades. En el inicio, el mejor de los tiempos. Este museo de las arenas
refleja el final de las lecturas colonialistas y un cambio geopolítico.
“Estamos obligados a ver el mundo de forma muy diferente, con Europa o Estados
Unidos en la periferia y no en el centro”, advierte en The Guardian Jean-Luc
Martínez, director del Louvre parisiense. Eso se siente al caminar por la nueva
sede del museo, una neomedina del arquitecto francés Jean Nouvel en Abu Dabi.
El poder quiere arte reconocible; quiere marcas, iconos. También
números. Se compite por adquirir obras que atraigan público
Hay una mezcla de tiempos
históricos, relatos y culturas: piezas chinas, egipcias, italianas; un
estimulante cruce de caminos imaginado por comisarios de distintos países. “Es
un enfoque pretendidamente anticolonial que intenta promover la tolerancia y el
respeto”, señala Gail Lord, de la consultora Lord Cultural Resources. Una linde
que traza el final del colonialismo bonapartista y la apropiación cultural de
Occidente. La búsqueda de un puente entre dos civilizaciones. “El arte, además,
como topografía del nuevo mapa del capital internacional”, apostilla Gabriel
Pérez-Barreiro, comisario de la 33ª Bienal de São Paulo.
El Louvre de Abu Dabi es un
acuerdo excepcional firmado en 2007 entre Francia y la joven monarquía de los
petrodólares. El emirato paga 974 millones de euros en concepto de alquiler,
asesoramiento y préstamo de obras. En contrapartida, 13 museos franceses ceden
cientos de piezas durante 10 años. ¿Luz en la era de las tinieblas? No. Solo un
espejismo. “El pacto se cerró al tiempo que los Emiratos Árabes Unidos accedían
a establecer y financiar una base militar francesa en Abu Dabi y después de
haber comprado una cantidad significativa de armas a Francia”, recuerda la
historiadora de arte Maymanah Farhat. Esas nubes negras forman una tormenta de
arena. “Me pregunto cómo debemos celebrar la inauguración de un museo en un
país que no respeta las libertades fundamentales del individuo”, critica
Bartomeu Marí, director del Museo Nacional de Arte Contemporáneo de Seúl.
Debilitados sus pilares,
los museos pierden la capacidad de resistencia y su discurso se torna manso.
“Lo terrible es que esta relación entre arte y poder se basa en apoyar a los
arquitectos más transgresores, a los artistas de mayor prestigio. Toda esta
estrategia parece radical, abierta y progresista, pero oculta estructuras
autoritarias donde todo se reduce a contar que en el arte lo único que posee
valor es lo que tiene éxito”, lamenta Manuel Borja-Villel, responsable del
Museo Reina Sofía. “Las colecciones terminan siendo un catálogo de Vuitton”.
El poder quiere arte
reconocible; quiere marcas, iconos. También números. Sometidas a esta presión,
las instituciones compiten por adquirir obras que atraigan público y dinero.
Axel Rüger, director del Museo Van Gogh de Ámsterdam, admite que la lista de
galerías extranjeras que le piden pinturas es más larga que su brazo. Este
mundo se fractura entre quienes poseen obras icónicas y quienes no. Y ya no es
solo un relato de dinero (el Museo Picasso de París ingresa 30 millones de
euros gracias a los préstamos al extranjero), sino de banderas; de militar en
el G7 del arte; de destacar en un mundo global. “En las prácticas de los museos
internacionales existe mucho de negocio, pero también intentos sinceros de
conciliar oportunidades financieras con auténtica diplomacia cultural”,
defiende Miguel Zugaza, responsable del Museo de Bellas Artes de Bilbao y
antiguo director del Prado.
Como si le escuchara, la
pinacoteca madrileña enviará este año 70 piezas (Velázquez, Murillo, Rubens) a
Japón a cambio de más de dos millones de euros. El museo preferiría que no
viajasen, pero necesitan ingresos. Una evidencia de que “en la contienda de la
cultura contra el capital, de momento, gana el capital”, resume el chileno
Alfredo Jaar, una de las principales miradas del arte político de América
Latina. También vence la diplomacia.
El Banco de España ha
llevado por primera vez su colección a Marruecos. Más de 80 piezas hilan la
muestra De Goya a nuestros días en el Museo Mohamed VI. Una visita guiada a la
creación española, sobre todo, del último medio siglo. Aunque también un
ejercicio de soft-power o poder blando (“la habilidad de conseguir lo que
quieres a través de la atracción”, según Joseph Nye, quien acuñó el término en
1990). Es la reivindicación del arte como pespunte de los girones políticos
fuera y dentro. Por eso, el Prado prepara para 2019 De Gira por España, una
iniciativa que hará que la pinacoteca ceda una obra de “especial relevancia”
durante un mes a cada comunidad autónoma. ¿Una fuerza centrípeta frente al
movimiento centrífugo del secesionismo? Maestros antiguos al rescate de
problemas nuevos.
https://elpais.com/cultura/2018/02/01/actualidad/1517499087_166125.html
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