MANUEL VICENT
Una mujer en el bar del hotel Palace. CRISTÓBAL MANUEL
El café de La
Coupole de París estaba a punto de emerger sobre el solar de una carbonería y
por otra parte los dueños de la Rotonde habían comprado la carnicería de al
lado para ampliar el local. El decorado estaba ya preparado para el gran
espectáculo. De pronto se levantó el telón y comenzaron a actuar los locos más
maravillosos del mundo, unos genios hacinados en aquel tramo del bulevar de
Montparnasse en el periodo de entreguerras.
Ir por la acera
pisando poetas alucinados, que se habían arrojado desde los aleros al vacío
tocando el violín, abrirse paso en la niebla de los cafés dando codazos a
Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Picasso, a Modigliani, a Foujita, a Henry
Miller; ver a los pintores surrealistas cómo se reblandecían los callos con
pediluvios de cocaína, esa era la rutina dorada en las cuatro esquinas de aquel
barrio, donde se concentró la mayor densidad de talento que se ha dado en la
historia.
Santiago Ontañón,
pintor y escenógrafo de la generación del 27 también estaba allí, convertido ya
en un animal de tertulia. Al final de su vida en el bar del hotel Palace oí su
confesión ante un oporto de media tarde.—De aquel tiempo de París recuerdo a
Unamuno, exiliado por la dictadura, a quien solía acompañar de madrugada a casa
desde Montparnasse a L’Etoile sirviendo de frontón a sus monólogos hasta que
don Miguel tomó de sustituto a un zapatero español que había sido voluntario en
la Gran Guerra.
Por allí andaba
Josep Pla, corresponsal de un periódico de Barcelona. El día en que lo conocí
estábamos en la mesa hablando de literatura rusa y él asentía a todo con sus
ojos sonrientes de mongol. Alguien le preguntó: “¿Y a usted, Pla, qué le parece
Dostoievski?”. Y él contestó: “Una mierda. Dostoievski es una olla podrida. Yo
ahora estoy leyendo a Virgilio”.
Otro que estaba en
nuestra peña de la Rotonde era Luis Buñuel, echando pulsos a todo el mundo.
Físicamente parecía un toro y eso fue lo que de Buñuel atrajo a los
surrealistas de París, porque entonces esa gente entraba en los cines y rompía
las butacas si la película no le gustaba. Y Buñuel era un buen elemento si
había que repartir leña. Por lo demás, tenía una personalidad arrolladora, con
mucho ascendiente sobre nosotros, en plan mandón. Por ejemplo, estábamos en una
reunión y decía: “Bueno, chicos, vamos a decir tonterías, pero media hora nada
más, ¿eh?”. Y de repente, con voz de energúmeno, cortaba: “Bueno, basta ya”. Y
callábamos todos.
El pintor y
escenógrafo Ontañón regresó a España en los primeros años veinte y se incorporó
a la peña de pintores y escritores, en la Granja de El Henar. Cuando a las dos
de la madrugada lo echaban de allí, se iba al café Castilla, donde acudían
periodistas, actores, autores y las chicas del coro de Celia Gámez. Y después
estaba la tertulia del Lyon, y allí veía pasar a los falangistas, a José
Antonio, a Ledesma Ramos, a Alfaro, que bajaban al sótano de la Ballena Alegre.
Al llegar a Madrid
me encontré con que el ambiente de aquí estaba marcado por la gente que yo
había conocido en París. Éramos los mismos. Enseguida, Regino Sainz de la Maza
me presentó a Lorca en un hotel de la calle de Alcalá. Recuerdo que se estaba
afeitando y me recibió a gritos con la cara enjabonada. Después ya fui con él a
la Residencia de Estudiantes, y ahí estaban todos.
Llegar a la amistad
con Federico era muy difícil, porque la Residencia funcionaba como una
masonería, con un aire muy elitista. Alguien tenía que darte el espaldarazo; de
lo contrario, no entrabas. Por ejemplo, Lorca no quiso conocer nunca a Jardiel
Poncela, con el que yo me veía todos los días. Se lo quise presentar varias
veces, pero Federico decía: “No, no; ese es un autor festivo”. Ni tampoco a
Gómez de la Serna, el amo de la tertulia de Pombo. Federico era un juglar,
capaz de pasarse meses sin parar de hablar; pero no podía soportar el segundo
plano; por ejemplo, estaba en la peña de la Granja de El Henar o en el café
Lyon y siempre se oía su voz entre risotadas. Todo el mundo pendiente de lo que
él decía. Pero si de repente otro cualquiera empezaba a contar algo que se
llevaba la atención del auditorio, entonces Lorca decía: “Bueno, tengo que ir a
no sé dónde”. Y se marchaba.
A la media hora
volvía con tema nuevo y recuperaba la primera posición en la tertulia. En casa
del diplomático chileno Carlos Morla cenábamos casi todas las noches. En una
ocasión me dijo Lorca: “Viene mañana Ramón Gómez de la Serna. No le vamos a
dejar hablar. Cuando yo flojee, entras tú con lo que sea”. Y, efectivamente, no
pudo abrir la boca. Entonces las únicas diversiones consistían en hablar y en
comer.
Con esto de la
farándula he conocido a medio mundo. Recuerdo que fui una vez a casa de Baroja
a contratarle un libro para el cine y le pregunté: “Don Pío, ¿cuánto quiere
cobrar?”. Y él me contestó: “Lo corrientito, hijo, lo corrientito. Yo no soy
como Unamuno, que cuando se entera de lo que cobra Ortega siempre pide un duro
más”.
https://elpais.com/cultura/2018/11/23/actualidad/1542992316_115674.html
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