Nueva producción del
Teatro Real
con dirección de
escena, escenografía e iluminación de
BOB WILSON
Entre los días 30 de
noviembre y 30 de diciembre el Teatro Real ofrecerá 18 funciones de Turandot,
de Giacomo Puccini, en una nueva producción del Teatro Real, en coproducción
con la Canadian Opera Company, el Teatro Nacional de Lituania y la Houston Grand
Opera, que se estrenará en Madrid antes de recalar en los demás teatros.
Turandot, que se
presentó en la primera temporada del reinaugurado Teatro Real en 1998, vuelve
20 años después con dirección de escena, escenografía e iluminación de Bob
Wilson, cuyo personalísimo universo teatral concede a la ópera un aura
espectral muy ajustada al universo sonoro de la partitura, que evoca un mundo
ancestral de reminiscencias orientales. Los personajes se convierten en
arquetipos legendarios e hieráticos, y la sutil paleta lumínica de Wilson se
recrea con los colores orquestales de Puccini, con poéticas sinestesias que van
de los tonos glaciales de la despiadada protagonista a las tonalidades cálidas
del recogimiento de Liù, cuya muerte en la partitura coincide con la del propio
compositor, que deja inacabada la obra.
Dos repartos se
alternan en la interpretación de las 18 funciones de Turandot, que traen al
Real, una vez más, a Nicola Luisotti, su director musical asociado, cuya
relación con el Teatro comenzó hace 10 años con Il trovatore, y al que hemos
visto en recientes temporadas con Rigoletto y Aida. Después de sus triunfos con
Verdi, Luisotti se pondrá nuevamente al frente del Coro y Orquesta Titulares
del Teatro Real ─y también de los Pequeños cantores de la ORCAM─ para dar vida
a la genial partitura de Puccini: melancólica despedida de la riquísima
tradición operística italiana, que, como ave fénix, abriría nuevos caminos en
el devenir de la música dramatúrgica, que daba sus primeros pasos en el inmenso
mundo del cine.
Encabezan los
elencos de Turandot dos sopranos que debutan en el Teatro Real: la sueca Irene
Theorin y la ucraniana Oksana Dyka, ambas aclamadas intérpretes del rol titular
de la ópera. Estarán secundadas por las sopranos españolas Yolanda Auyanet y
Miren Urbieta-Vega, como Liù; los tenores Gregory Kunde, Roberto Aronica y
Jae-Hyoeung Kim ─que se alternarán en papel de Calaf─, y por los bajos Andrea
Mastroni y Giorgi Kirof, que interpretarán a Timur.
DEL REALISMO AL
SIMBOLISMO:
UN CAMBIO DRÁSTICO
DE ORIENTACIÓN ESTÉTICA
JOAN MATABOSCH
Ese amor valiente y
generoso del príncipe Calaf capaz de vencer la severa resistencia del orgullo
estéril y el egoísmo de Turandot, que constituye la trama argumental de la
última ópera de Giacomo Puccini, se podría haber expresado desde un código
realista rebosante de intrigas anecdóticas. Es lo que, seguramente, hubiera
llevado a cabo Puccini algunas décadas antes, cuando todavía era un compositor
alineado con el costumbrismo sentimental, dotado de una innegable habilidad
para que las pasiones y los desengaños amorosos tuvieran sobre el público un
efecto estimulador de los lacrimales.
Por el contrario,
este Puccini tardío se decidió a reinventar completamente su propio código
estético. Turandot es una obra en las antípodas de aquella dramaturgia realista
y conmovedora que, hasta ese momento, había sido su sello de identidad. La obra
tiene la rigidez coral propia del oratorio, la estructura dramática de un
misterio pagano, de un fresco ceremonioso vasto e inmóvil, de un universo
cerrado, puramente legendario, extraño a cualquier lectura ajena a la metáfora,
plenamente adscrita a la estética simbolista. Incompatible, en su esencia, con
ese pueril realismo de cartón piedra, abigarrado y grandilocuente, con que
suele representarse desde la más absoluta insensibilidad hacia la estética
propia de la obra.
De entrada, la
música atenúa la voluntad realista del anterior discurso musical pucciniano. En
vez de dúos que simulan diálogos, los personajes de Turandot declaman
hieráticos su estado de ánimo en soliloquios fabulosos. Todo parece converger
en crear una liturgia fastuosa, e incluso las coloraciones tímbricas de la
impresionante orquestación no están lejos de Stravinski.
Los personajes
están, casi todos, en esta misma longitud de onda. Figura trágica desposeída de
cualquier concreción sentimental, como un símbolo impersonal de la inhumanidad,
Turandot se erige en ejecutora trágica de una sagrada misión de venganza. Una
diosa de la destrucción para quien el amor no puede ser más que una rendición,
pero que al final regresa a lo humano en un dúo imposible. Una pirueta
sorprendente con la que Puccini parece invertir los términos de sus anteriores
obras, en las que sus criaturas enamoradas acababan marcadas por la brutalidad
y la violencia.
Turandot encarna el
rol impersonal y despiadado de la autoridad que se ejerce de forma casi ritual,
casi sin crueldad, porque la crueldad es también un sentimiento humano y todo
lo humano es ajeno al personaje. Los enigmas que impone al príncipe que aspira
a su mano acaban definiendo perfectamente su psicología: todos se refieren a la
soledad como encarnación del destino fatal de Turandot. La respuesta al primer
enigma es la esperanza, que se desvanece al alba dejando un amargo sabor de
decepción. La sangre, respuesta al segundo enigma, se describe como fiebre,
ardor, delirio, luz abrasadora que surge al declinar el día, metáfora de esas
noches solitarias. Por mucho que proteja a Turandot una ley insensible, cruel,
omnipresente, que ejerce su imposición a cada instante. Y es que, como escribe
Vicente Verdú en su libro China Superstar, «manifestándose imprevisible,
azarosa, arbitraria, demencial, la ley se hace aceptable».
El coro, que Puccini
había dejado fuera del centro musical en casi toda su producción anterior, como
un mero evocador de atmósferas que nunca llegaba a alcanzar real protagonismo,
adquiere en Turandot un rango dramático esencial. Es el coro de una tragedia
clásica que comenta las peripecias del drama, cuando no se convierte en
epicentro mismo de la acción.
También es
antirrealista el trío de máscaras reminiscente del teatro veneciano, heredero
de la Commedia dell’Arte, que introduce un distanciamiento que impide la dulce
anestesia de la identificación y rompe la ilusión escénica realista entre
personaje y persona. Ping, Pang y Pong son criaturas grotescas, ácidas y
siniestras, que evocan una corte en decadencia, sádica y macabra, de manera
idéntica a las máscaras que satirizaban las costumbres e instituciones
venecianas de la época de Carlo Gozzi. No hay ningún intento de verosimilitud
de la estampa oriental. Este es un Oriente visto como un lugar inexplorado,
salvaje, cruel, hostil y fascinante. Una civilización extraña y alejada en el
tiempo, donde reina un clima despiadado y ritual que sirve de marco a la historia.
Este antirrealismo
está en sintonía con las corrientes estéticas que se estaban imponiendo en la
época y que pueden identificarse con el impresionismo, el modernismo, el
simbolismo (Pelléas et Mélisande), el expresionismo (Elektra) o el surrealismo.
Nada que ver con aquellos retratos realistas que habían buscado convertir el
arte en un revulsivo ético sobre las conciencias. El contexto del arte europeo
explica el cambio de modelo de Puccini en plena eclosión de las vanguardias
como un torrente caudaloso de manifestaciones de una nueva orientación que
afectaba a todas las disciplinas artísticas.
La sola excepción es
la dulce figura de Liù, que es una auténtica contrafigura de Turandot. Es el
único personaje de la ópera que pertenece al tradicional universo
lírico-sentimental pucciniano: la víctima sacrificada que afronta el suicidio
para que el hombre que ama con pasión sincera triunfe sobre el desprecio
distante de la princesa. Es la única concesión de Puccini a su legado del
pasado. Como escribe Ramon Pla i Arxé, Turandot «es un mito en estado puro,
nítido, glacial e implacable, aunque, ciertamente vaya arropado,
ocasionalmente, con algunas ternezas». Las dos conmovedoras arias de Liù son
esas ternezas. Por lo demás, es imprescindible respetar ese código novedoso que
abraza Puccini para encontrar las imágenes adecuadas para una dramaturgia de
Turandot porque –como continúa Pla– «la orientación estética de una obra de
arte no implica una sanción sobre su calidad, pero, eso sí, implica un código, ineludible,
para entenderla». La nueva producción que propone el Teatro Real, en
colaboración con la Canadian Opera Company, el Teatro Nacional de Lituania y la
Houston Grand Opera, propone eso mismo: reivindicar Turandot desde la estética
a la que legítimamente pertenece.
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