MANUEL VILAS
Realicé hace un par de días un viaje en un tren Alvia que resultó
ser una pesadilla. No quiero exagerar, pero lo que vi creo que era también
restos del franquismo social, o directamente de la Edad Media. Vi lo siguiente:
tres matrimonios de jubilados no en animada charla, sino contando chistes sobre
maricones y gitanos a voz en grito. Chillaban, rugían, berreaban. Dos niños
corriendo por el pasillo y pegándole a los pasajeros y su madre hablando por
teléfono a ladridos con su exmarido. Aparecieron más matrimonios vociferantes.
Un hombre sacó una bandurria y se puso a cantar canciones. Corrí buscando
ayuda. Encontré a un revisor, le expliqué la situación. Cuando terminé de
informarle, le llamaron al móvil. Era su mujer. Se puso a hablar con su mujer
también a voz en grito. Cuando terminó, me dijo que me cambiara de vagón. ¿A
qué vagón me cambio? le pregunté. Me dijo que la cosa estaba mal porque el tren
iba lleno. Y se echó a reír. Y se fue.
Me fui al bar del tren, donde me topé con una media docena de
chavales deportistas que hablaban con aullidos y se hacían selfis que luego
compartían en las redes. Me fui al lavabo. Flotaba una hez dentro del inodoro.
Volví a mi vagón. La juerga seguía. Mi vagón se había convertido en un bar de
pueblo, en un inmundo casino de pueblo, en una verbena soez, llena de olés.
Solo faltaba que la gente se pusiera a fumar y a escupir. También olía mal. Se
oían flatulencias escondidas en las risas. Un septuagenario rijoso llevaba unos
tirantes con los colores de la bandera de España. Tuve que escuchar todos los
chismes del pueblo de donde eran mis compañeros de viaje.
Dos octogenarios se pusieron a bailar. Uno se cayó encima de la
mujer del otro. “Le has tocado las tetas a mi mujer”, gritó eufórico de risa y
de barbarie. Luego, sacaron los embutidos. Comían chorizo, queso y bebían vino
de una bota. Eructaron. Se carcajeaban. Celebraban un viaje a Madrid. Me enteré
de cómo se llamaban todos. También me enteré de cómo se llamaban sus
familiares, a los que telefoneaban de vez en cuando. Discutían sobre dónde iban
a celebrar la Navidad. Se trataba de una peña, una especie de asociación de
entretenimiento y ocio. No era divertido lo que estaba viendo. Estaba
asistiendo al robo del espacio público por parte de unos españoles maleducados,
zafios e incluso crueles. Porque la mala educación en España es crueldad hacia
el otro. Me quejé y se rieron. No entendieron que me quejase. No eran culpables
de su mala educación porque no eran conscientes de que un vagón de tren es un
espacio de todos. No me veían. Ni veían al resto del pasaje. Solo existían
ellos en el mundo. Ellos y su crueldad hacia nosotros. No eran mala gente. Eran
el eterno retorno de aquella España que nunca se fue del todo. Sentí nostalgia,
incluso una negra nostalgia de mí mismo, porque de allí vengo.
https://elpais.com/cultura/2018/11/02/actualidad/1541168320_824542.html
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