Fue la primera en narrar con voces superpuestas, las mismas que oía
y vulneraban su mente bipolar. Después de romper todas las barreras de la moral
victoriana un día llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se ahogó en el
río Ouse
MANUEL VICENT
Virginia Woolf en junio de 1926. GETTY IMAGES
Mi hotel estaba situado en Bloomsbury, un barrio lleno de librerías
y tiendas de anticuarios, de plazoletas con jardines privados, a unos pasos del
Museo Británico y del 46 de Gordon Square, la casa donde vivió Virginia Woolf.
En mi primer viaje a Londres aprendí que los ingleses para llamarte hijo de
perra bajan la voz, que los generales acuden al cuartel de paisano con
paraguas, que este pueblo se las ha arreglado históricamente para vivir a costa
del resto de los mortales, que sus ladrones, si bien no ganan en simpatía a los
italianos, son, en cambio, los más elegantes del planeta, que si un británico,
él o ella, sale guapo de fábrica, lo sigue siendo hasta la víspera de su
muerte, que sus aristócratas se distinguen por masticar un pudin sin mover los
labios. ¿Quién en el fondo no desearía haber recibido una herencia sucia muy
cuantiosa purificada por cuatro generaciones que te permitiera ser esnob,
excéntrico, divertido e ingresar en la aristocracia de la inteligencia como
sucedió con la familia de Virginia Woolf?
Uno de sus antepasados, un tal William Stephen, al final del siglo
XVIII, hizo una gran fortuna en las Antillas. Compraba a la baja esclavos
enfermizos, los curaba y los revendía al alza a buen precio. Gracias a este
detalle piadoso uno de sus descendientes, Leslie Stephen, cien años después, ya
pudo ser un hombre honorable, crítico e historiador de gran reputación, padre
de cuatro hijos de renombre: Vanessa, pintora posimpresionista; Adrian, médico;
Virginia, escritora, y Thoby, que pese a haber muerto muy joven de tifus, aun
tuvo tiempo de fundar, con algunos amigos de la universidad, una sociedad
esotérica llamada Los Apóstoles de Cambridge, conocida después como el grupo de
Bloomsbury.
El primer día, como es lógico, me dirigí al vecino Museo Británico
para admirar este inmenso latrocinio convertido en un fondo de cultura
universal. Darse una vuelta por Great Russell Street era la forma más práctica
de visitar Mesopotamia, de ir a Grecia, de recorrer Egipto en una sola mañana.
Los británicos han arramblado con todo en sus colonias, templos, dioses,
ídolos, esculturas, tumbas, momias, papiros, mastabas. Si no se han traído las
pirámides simplemente es porque pesan demasiado.
No comprendo cómo los británicos no han erigido aún en el vestíbulo
del Museo Británico un monumento a la reina Victoria, como la primera perista
de la historia, que compraba el producto de la rapiña de sus colonizadores y
aventureros.
Por la tarde me di una vuelta por Gordon Square,solo por el placer
de contemplar la casa de Virginia Woolf donde en su día entraban y salían los
filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el crítico de arte Clive
Bell, que se casaría con su hermana Vanessa, el economista John Maynard Keynes,
el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine
Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant.
Allí, en una habitación propia, Virginia Woolf, a quien todos
llamaban la Cabra, comenzó a elaborar una literatura desestructurada y a
regurgitar el fluido de la propia conciencia como los ruminates. Virginia Woolf
fue la primera en narrar con voces superpuestas, las mismas que oía y
vulneraban su mente bipolar. Después de romper todas las barreras de la moral
victoriana un día llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se ahogó en el
río Ouse.
Por lo demás, esta gente se dedicaba a cazar lepidópteros en los
jardines de sus casas de campo con ropa vaporosa y sombreros blandos; a viajar
por todo el mundo con muchos baúles forrados de loneta para contemplar ruinas
clásicas entre niños andrajosos, lo que les permitía ser a la vez estetas y
compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en el 46 de
Gordon Square, discutían de psicoanálisis, de teoría cuántica, de los fabianos
y jugaban a ser espías.
Uno de ellos, Anthony Blunt, asesor de arte de la reina,
descubierto como espía de los soviéticos, cuando en 1979, sentado ante el
tribunal, el fiscal le preguntó: "¿Es usted consciente de que ha sido
traidor a la patria?". Como si se tratara de otro de sus juegos, contestó:
"Me temo que sí". Muerto Thoby, los más talentosos del grupo se
dispersaron pronto. Solo quedó un retén de mediocres que debió la posteridad al
genio de Virginia. Pese a todo, ¿a quién no le hubiera gustado disfrazarse de
sultán en alguna de sus fiestas?
https://elpais.com/cultura/2019/08/16/actualidad/1565968613_877325.html
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