Antonio Lucas
Vista panorámica de
la costa y playa de la localidad de Tossa de Mar en la Costa Brava. EM
Aún recuerdo cuando
agosto era el mes más silencioso del mundo. En España sucedía así: entraba el
día 1 y todo dejaba de ser lo que parecía hasta que septiembre activaba de
nuevo las alarmas. En ese tiempo callado cada cual hacía su vida y hasta en la
amistad se daba la tregua necesaria para tomar con más fuerza el vino de la
alegría (la alegría de volvernos a juntar). Entonces no había más política que
las horas de plomo y un vacío necesario de la farfolla dialéctica. Agosto era
un tiempo feliz a la sombra de los pinos.
No hace tanto que
este país funcionaba con la lógica de las estaciones. ¿Qué pasaba en el mundo
mientras tanto? Nosotros estábamos en el mar, que como en poema de Neruda no
sabes si enseña música o conciencia. Esos días azules mantenían cierta calma y
aún era posible combinar la vida quieta con una moral propia. Poco a poco esa
sensación flotante del verano fue haciéndose añicos. La grosería política
empezó el allanamiento y ahora está dentro del verano como un virus amenazante.
No había nada más nuestro que agosto. Como no existe agosto sin las crónicas
náuticas de la Rigalt.
Lo que antes era un
espacio inmaculado, reserva de horas quietas y exceso, se convirtió en esto de
hoy. Casi hemos olvidado que sólo la gente en vacaciones cumple su obligación a
todas horas. Porque vivir también es concederse el título de no hacer nada. O
de hacerlo todo de otro modo, más a nuestra manera, sin tener que desalojar de
las conversaciones la pesada turra que el año entero lanza la política sobre
las cabezas de los ciudadanos como un baldeo tóxico, como una tercera realidad
que todo lo ocupa.
En agosto sólo la
brisa parece una bandera. Y con eso basta. Tener claro algunas pequeñas cosas
es la mejor filosofía para sobrellevar las grandes adversidades. Pues solo lo
que importa se explica por sí mismo. Después de las toneladas de palabras
soportadas por millones de mujeres y hombres durante meses, ajenos a la escasa
verdad de ese chantaje verbal, el verano debería ser defendido como un lugar
donde no se acepte ser una vez más abatidos ni arrollados como si agosto fuese
un 28 de abril cualquiera.
Los mejores veranos
suelen ser los de la infancia. Y la sabiduría consiste en dividir la existencia
en ciertos momentos capaces de preservarnos, como cuando niños, de algunas olas
sucesivas que impiden ver el mar.
https://www.elmundo.es/opinion/2019/08/02/5d43296321efa020058b4674.html
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