Lampedusa se ahorró
la neurosis del éxito. Pasaron a la posteridad juntos la novela y su alma. No
ha habido nunca una gloria más cómoda
n Roma el pintor Renato
Guttuso, sin duda el primer artista de Italia, vivía en lo que fueron los
jardines de Domus Áurea, residencia de Nerón, dominando el Foro, en el palacio
que perteneció al conde Grillo, un noble misericordioso que arrojaba desde el
balcón pan duro a los pobres los domingos después de misa. El pintor tenía ya
75 años cuando lo conocí. Era senador comunista, del comité central, y su
rostro, todavía atractivo, parecía seguir atormentado por una gran pasión
femenina. Su amante, Marta Marzotto, nos contemplaba desnuda desde un óleo
mientras un barbero afeitaba al artista en la biblioteca. Cuando le dije que me
dirigía a Palermo para seguir el rastro que había dejado el autor de El
gatopardo, me contestó:
-Allí nací yo, en
Bagheria. Palermo es impenetrable. Si lo desea, mi mecánico, Isidoro
Canfarotta, podrá ayudarle. En cuanto al autor de El gatopardo, no encontrará
nada. Solo dejó atrás un humo dorado.
Era casi de noche
cuando llegué a Palermo y sus palacios derruidos estaban inmersos en la pasta
tangible de la luna llena. En la puerta del Grand Hotel Et des Palmes, donde se
aposentaban Lucky Luciano y otros mafiosos de las familias americanas cuando
volvían a Sicilia, Isidoro Canfarotta, que ya sabía de mi llegada, me recibió
con dos besos, uno en cada mejilla. Iba a ser mi guía, pero al pedirle que me
llevara por toda la ruta del escritor de El gatopardo, Canfarotta me contestó
que no sabía quién era ese señor; en cambio, si deseaba comer una buena pasta y
abrirme paso en el laberinto del mercado de la Vucciria y del barrio mafioso de
la Kalsa sin que me atracaran estaba a mis órdenes.
Tuve que valerme por
mí mismo. Había leído que el autor de El gatopardo, a los 60 años solía ir cada
mañana desde su casona destartalada de vía Butera hasta la Pasticceria del
Massimo, en vía Ruggero Settimo, donde desayunaba y leía el periódico. Los
camareros sabían que ese caballero corpulento, esquivo y desgalichado, era
príncipe. Se llamaba Giuseppe Tomasi di Lampedusa. De camino por el centro de
Palermo pasaba por delante del antiguo palacio de su familia, que fue destruido
por una bomba en 1943, durante el desembarco de las tropas norteamericanas en
Sicilia. Desde entonces permanecía deshabitado. En verano, las golondrinas
entraban y salían por sus ventanas rotas. En sus salones hubo antaño grandes
bailes y saraos.
A la hora del
aperitivo Lampedusa se dirigía al café Mazzara. Allí, un día de 1954, antes de
que llegaran sus amigos de tertulia, abrió un cuaderno y empezó a escribir la
historia del príncipe Salinas, que iría desgranando secretamente durante dos
años. A horas muertas, como una oruga que va creando un capullo de oro, el
cuaderno comenzó a llenarse de palacios y jardines, de amores y adulterios
pegados a la sensación del tiempo fugaz, como los líquenes se adherían al
mármol de las estatuas que adornaban la escalinata de su palacio.
El manuscrito de El
gatopardo fue humillado en las mesas de los editores de Mondadori y Einaudi.
Mientras los responsables de estas editoriales se negaron a publicarlo,
Lampedusa moría en Roma, el 23 de julio de 1957, de cáncer de pulmón. Ni el
escritor Vittorini, nacido en Siracusa, ni Leonardo Sciascia también siciliano,
formados en el marxismo y constituidos ambos en los guardianes del peaje de la
cultura reinante entonces en Italia, comprendieron de qué iba esta historia.
Creyeron ver en ella un remedo estetizante del pasado aristocrático del propio
autor cuando en realidad era el relato profundo del paso del tiempo que se
adhiere mediante insondables veladuras al alma humana y la pudre y la renueva
continuamente siendo siempre la misma.
Solo el escritor
Giorgio Bassani, autor de El jardín de los Finzi-Contini, entendió su sentido e
hizo publicar a sus expensas en la editorial Feltrinelli el manuscrito de
Lampedusa, en 1958.
En efecto, en
Palermo El gatopardo solo había dejado un rastro de melancolía bajo la luna. La
villa del príncipe Salina era una ruina llena de hierbajos detrás de una tapia
color almagra en el barrio de Mondello. El café Mazzara y el Caflisch, la
Pasticcería de Massimo, donde escribía, habían desaparecido. Lampedusa se
ahorró la neurosis del éxito. Pasaron a la posteridad juntos la novela y su
alma. No ha habido nunca una gloria más cómoda.
https://elpais.com/cultura/2019/08/23/actualidad/1566573775_716422.html
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