En un diminuto
apartamento que daba al puerto de Antibes pasaba sus últimos años el escritor,
sentado en un butacón frente al mar con doce botellas de J&B
MANUEL VICENT
El escritor Graham
Greene en Niza, en una foto sin fechar. SUNDAY TIMES
Tendida a lo largo
de la bahía, Niza era ya una ciudad pasada de moda, con cierto aire
destartalado, que se había convertido en un reino de abuelitas de cabello azul
y de viejos muy bronceados, todos deambulando por el paseo de los Ingleses
tirados por un caniche hacia el más allá. Lejanos ya sus tiempos de gloria,
ahora Niza estaba penetrada por los hampones, de modo que para triunfar solo te
daba dos salidas, ser macarra o caniche.
entado en un banco
del paseo, mientras aspiraba a tener los mismos derechos humanos que una
mascota, me puse a leer el periódico de la región, que traía bellos crímenes
provenzales. Gaetano Zampa, rey de la mafia marsellesa, amaneció suicidado
aquel día de julio de 1984. A partir de ese momento por toda la Riviera no
había cesado el tiroteo. Los rufianes se estaban abriendo paso en el escalafón
con una ensalada de plomo.
Quedaban ya lejos
los años locos en que Francis Picabia, seguido de una tropa de artistas de
vanguardia, Jean Cocteau, Matisse, Picasso, Man Ray, Paul Eluard, había puesto
de moda estos parajes. Algunas pálidas musas de Montparnasse bajaban desde
París, se instalaban en el Negresco, llenaban la bañera de champán rosa y se
cortaban las venas.
Mougins,
Juan-les-Pins, Saint-Tropez, Cap d’Antibes, Vallauris, Saint-Paul-de-Vence.
Este paisaje aun estaba amparado por la memoria de aquellos bohemios de oro.
Desde su última residencia de Notre Dame de Vie, en 1973, Picasso había subido
a los infiernos con sombrero de paja, pantalón corto y camiseta de apache.
Ahora en los puertos deportivos las popas de los yates estaban pobladas de
magnates de la salchicha o del plástico, de jeques del crudo, de reyes
destronados. Solo había un personaje que justificaba viajar hasta allí.
En un diminuto
apartamento de dos piezas que daba al puerto de Antibes pasaba sus últimos años
el escritor Graham Greene, sentado en un butacón frente al mar con doce
botellas de J&B alineadas en una estantería de la cocina. Era ya un viejo
sonrosado, de ojos azules acuosos y sonrisa bondadosa, que iba a misa los
domingos muy planchado, en compañía de su amante Yvonne Cloetta con la que
convivió sus últimos 30 años. Aunque se había convertido al catolicismo para
casarse con la católica Vivien, su primera esposa, pronto descubrió que lo más
sabroso de esta religión era el pecado seguido del perdón, pero nadie como
Graham Greene supo manejar con tanto placer literario la culpa y el
remordimiento hasta darle el sentido a su vida como novelista, espía, esposo
infiel, amante apasionado y viajero por los lugares más turbios del planeta.
Un verano con 18
años tumbado en una hamaca leí la novela El poder y la gloria, la historia de
un sacerdote lujurioso y alcoholizado quien durante la revolución de México, a
salvo fuera de la frontera, vuelve a cruzarla hacia este lado para darle el
sacramento a un agonizante y muere fusilado. Aquellas vacaciones en el cine de
verano al lado de casa pasaban la película El tercer hombre. De noche desde la
cama oía la cítara de Anton Karas que me traía la memoria de una Viena
derruida, llena de espías, y a Orson Welles al pie de la noria del Prater.
Aquel día, mientras
leía que en la Riviera iban ya 21 fiambres bien baleados, vi cruzar por el
paseo de los Ingleses al escritor en compañía, tal vez, de su amante. Le seguí
con la mirada hasta que se perdió confundido entre otros jubilados arrastrados
por su perro. En ese momento Graham Greene había emprendido una lucha directa
contra todos los hampones que se habían apoderado de Niza amparados por los
políticos. El panfleto J'acusse (1982) era una prueba de que en aquel anciano
ligeramente encorvado sobre sus piernas largas, autor de El americano
impasible, quedaba todavía el fuego de un luchador. Poco después abandonó su
apartamento de Antibes y se fue a Vevey, un pueblo de Suiza a morir junto a su
hija. El funeral fue como una secuencia de cualquiera de sus novelas. A un lado
de los bancos estaba Vivien, de 86 años, de la que no se había divorciado. Al
otro lado estaba Yvonne, de 60 años, que tampoco se había separado de su
marido. En medio estaba Graham Greene dentro del féretro, como siempre entre el
cielo y el infierno.
https://elpais.com/cultura/2019/08/10/actualidad/1565441908_465719.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario