Su única amante, Germaine, lo rechazó por alcohólico,
impotente e inestable.
ANTONIO
LUCAS Madrid
Antes de descolgarnos por su estrepitosa biografía conviene asentar
bien al personaje: Carles Casagemas i Coll fue un zumbado vocacional que se
asestó un disparo en la sien delante de los amigos por el rechazo de una mujer.
Tenía 21 años. Hasta aquí, nada memorable. Pero Carles Casagemas i Coll fue,
por poco tiempo, un artista prometedor y uno de los mejores amigos de Picasso,
lo cual no es decir mucho. Picasso tuvo amistades volanderas como tuvo
amores volatineros y no es disparatado afirmar que el malagueño fue un tipo
incapaz de sentir un gramo de afecto por alguien que no le fuese útil cuando
consideraba necesario.
Casagemas forma parte de esa tribu loquísima de la Barcelona de fin
de siglo, cuando el modernismo aún chorreaba. Nació en Barcelona, en 1880.
Era el hijo del vicecónsul general de EEUU en Barcelona. Un muchachito de la
burguesía creciente. Un mozo criado entre los mejores paños. Comenzó a dibujar
muy joven, pero a la edad conveniente fue destinado a la marina de guerra,
hasta que el desastre de Cuba y Filipinas lo libró de limpiar las ánimas de
cañón de los barcos de guerra. De nuevo, echó el ancla en Barcelona y allí
encontró en la bohemia una forma de vida más divertida que en los
almirantazgos. Una noche de invierno de 1899 cruzó tabaco, absenta y risas con
un chico de cabeza fuerte y ojos de tizón: Pablo Picasso. Se hicieron cómplices
de burdeles y extravíos, con una execelente solvencia para el exceso.
Casagemas despachaba querellas y entusiasmos en una de las
mesas del café Les Quatre Gats, donde el dueño aceptaba a la fiel hinchada el
pago en especias: dibujos, cuadros, esculturas y demás artefactos de aquella
población fluctuante de su establecimiento, que era uno de esos locales que
mantenían la noche abierta. El joven aprendiz de pintor destacó entre los de su
generación por un puñado de obras inflamadas de crítica social y de crónica
miserabilista: lisiados, mendigos, chulos, malos poetas, viejos, prostitutas...
También dejó un puñado de retratos y paisajes. Pero en este hombre, lo
que hay es principalmente enigma, sombra, duda.
Gozaba de unas borracheras espontáneas de enorme profundidad.
Tenía siempre la brasa del cigarrillo apuntando a La Junquera, con el sueño
puesto en París. Y un día, al alimón con Picasso, marcharon a la capital de
todas las glorias a ver qué sucedía. Visitaron la Exposición Universal de 1900.
Para entonces, la cabeza de Casagemas trabajaba ya con materiales confusos. A
ratos dejaba escapar unos brotes de delirio muy espontáneos, como si los
trajera de serie.
En París pintó al rebufo del modernismo. Vivió las noches de
Montmartre. Él y Picasso se instalaron en el estudio de Isidre Nonell y pocos
días después llegó también Manuel Pallarès. Conocieron a tres chicas
(Germaine, Antoinette y Odette) y armaron una comuna desatada en la
covachuela (el nuevo siglo era así). En el reparto consensuado, Casagemas se
enroló con Germaine y ahí comenzó a rugir el infierno.
Casagemas se enamoró como no estaba previsto. Confundió el amor con
aquella expedición de madrugadas y sexo en jergones de borra agria. Casagemas
dejó de pintar para echarse a escribir. Germaine, a su vez, dejó de atenderlo
para fondear en los alrededores de su marido, Florentin. Todo cuadraba
excepcionalmente en las pautas del desastre.
Mientras el infierno se desataba por dentro de Carles Casagemas i
Coll, Picasso estaba olfateando con el hocico en alto por dónde vendría
el arte nuevo, quizá para adelantarse o reventarlo. Pero tan alta misión era
imposible con su amigo cerca. Los brotes de delirio eran cada vez más
frecuentes en el hijo del cónsul y Picasso decidió salir de París una
temporada, cogiendo al amigo como un fardo hasta llegar a Barcelona. Y de ahí,
a Málaga.
Nada sirvió de nada. Casagemas entró en bucle. Combinó su locura con
el el patetismo y el llanto.Así durante semanas. Hasta que Picasso decidió
facturarlo a Barcelona, para que los compadres de Els Quatre Gats se hicieran
cargo de aquel hombre devastado y pesadísimo. Nada tenía que ver ya con
el jovencito de aire festivo que en verano chancleteaba sus zapatos como un
moro por las calles del Barrio Gótico y organizaba unas noches literarias que
eran la ruta del bakalao de la bohemia.
Dispuesto ya a la inmolación, después de los días en Barcelona marchó
solo a París en busca de Germaine, que cuando lo vio llegar le
lanzó dos o tres maleficios de bruja cabreada. En medio de la democracia
callejera e inspirada de París le pidió por enésima vez matrimonio. Y por
décima vez, Germaine lo envió sin atajo a la mierda. Casagemas, además de
tronado, no tenía ningún atractivo. Bebía sin fondo. Era feo y sentimental.
Le daba a la morfina con entusiasmo. Y padecía una impotencia incorregible. Mal
plan para un aspirante a marido.
El 17 de febrero de 1901, Casagemas convocó a los amigos de París en
el Café de l'Hyppodrome, en el Boulevard Clichy. Invitaba a comer para
despedirse de la ciudad. Allí, frágil y encampanado, dio un breve discurso
de adiós, devolvió a Germaine un paquete de cartas y sacó una pistolita
cromada del bolsillo de la chaqueta con la que disparó contra su amante, que
cayó al suelo ilesa. En medio del pajariteo de parroquianos escapando de la
balacera, con gesto natural y sin despeinarse, Casagemas apoyó la pistolita en
la sien derecha y apretó el gatillo. Voilà. Tardó día y medio en palmar.
Picasso estaba en Madrid. No fue ni al entierro ni al funeral en
Barcelona. Pero a modo de responso dejó una frase de las que luego sus palmeros
acuñaron en mármol: «Fue la muerte de Casagemas lo que me llevó a pintar en
azul». Así comenzó una de las etapas más inquietantes del artista malagueño y
así acabó una de las vidas más absurdas de un joven aprendiz de pintor que pudo
llegar a serlo. Casagemas en su ataúd (1901), La muerte de Casagemas (1901) y
El entierro de Casagemas (1901) son tres huellas fastuosas de la pintura de
primera época de Picasso. El suicida, parece que no, pero dio mucho de sí.
Esencialmente, leyenda.
Durante décadas nadie supo dónde lo enterraron. Unos decían que en el
cementerio de Montmartre. Otros, en Pere Lachaise. Y definitivamente Dolores
R.Roig dio con los huesos en el Cimetière de Saint-Ouen, a las afueras de
París. Desde 2008, Claude Picasso, hijo del artista, corre con los gastos de la
tumba.El destino, tan esquivo, tan burlón, a veces cambia el nombre y el sitio
a los muertos prematuros.
Casagemas fue algo así como la desesperación de la locura. La honradez
romántica del delirio. La puerta de acceso de Picasso a un mundo nuevo. El
Museo Nacional de Arte de Cataluña prepara exposición sobre lo que queda del
naufragio de su obra: Carles Casagemas. El artista debajo el mito, de la que es
comisario Eduard Vallés y que presenta 30 obras nunca expuestas. Será a partir
del 31 de octubre.
Es el rescate de una psicofonía, de un holograma, de un hombre al que
la locura lo llevó a levantar otro mundo con dimensión propia. Un lugar en que
enterrarse.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/09/28/5426f2d9e2704ec4158b4575.html