JAVIER BLÁNQUEZ Barcelona
En ninguna disciplina del arte se han construido
más barreras entre el presente y su pasado ilustre como en la música.
Generalizar sería incorrecto e injusto, pero en el pensamiento colectivo hace
ya tiempo que está enquistada la idea de que el territorio de lo popular está
al margen del de la música clásica -mal llamada 'culta'; los clásicos fueron
también populares, del mismo modo en que mucha música popular se puede elevar
hasta cumbres extraordinariamente complejas-. Es más: pareciera que
para cruzar de uno a otro lado hay que pedir permiso, pagar peaje e incluso
vacunarse. O directamente no cruzar, que al otro lado del cordón sanitario se
está muy a gusto.
Mientras en una librería no hay apenas distancia
-y no hablaríamos sólo de la que se mide en metros- entre Cervantes y DeLillo,
en la música parece que medie un abismo entre Mozart y Kanye West. Mientras el
cine construye su identidad a partir de una línea histórica recta más allá de
géneros y geografías, en música tendemos a ver muy lejanos lenguajes como el
del barroco y el 'techno' abstracto, en realidad tremendamente próximos. Las
barreras invisibles son de todo tipo: la música de los viejos contra la de
los jóvenes, los ricos contra los pobres, la apropiada para ciertos cocientes
intelectuales y la de la masa estúpida. Pero este cuento es como el del traje
nuevo del emperador, y hay una realidad desnuda que nadie quiere ver.
Hace dos años, en una conversación con el crítico
Alex Ross, autor del best-seller 'El ruido eterno' (Seix Barral, 2009), hablamos
sobre si este muro existía realmente, y en caso de estar ahí qué lo hacía más
alto e inquebrantable que el de 'Juego de Tronos'. "En intervalos
regulares, en los últimos 100 años los artistas de ambos lados de esta supuesta
división han tratado de romperlo: Gershwin, Weill, Duke Ellington en su fase
sinfónica, el gran movimiento minimalista en los 70. Cada
generación, parece, ha tratado de construir un puente sobre este abismo una y
otra vez". A la vez, confesaba que no creía que se hubiera dado ningún
progreso real porque "la gente tiene una idea limitada de lo que es la
música clásica".
Los límites entre ambos mundos parecen hoy más
porosos que nunca
La generación actual no es ajena a esa dinámica y
se están dando en los últimos años nuevos intentos por conectar estas dos
parcelas musicales que, igual que el título de la película de Wim Wenders,
están tan lejos, tan cerca. Un exceso de entusiasmo podría llevar a pensar que
el acercamiento es ahora más intenso y fructífero que en otras épocas -quizá por
el mayor alcance que proporciona internet, acaso porque poco a poco se
van erosionando ciertos prejuicios-: igual es esperar demasiado de un
proceso que tiene que ser lento y muchas veces frustrante.
Pero si se observan los patrones de comportamiento
en diferentes áreas, por ejemplo el implantado uso de la tecnología punta en
las producciones de ópera, o el auge de una nueva hornada de intérpretes
jóvenes que beben del barroco a la vez que picotean en el 'glam' o en la
electrónica -el boom de los contratenores, con su cuidada estética chic y su
androginia consciente, o el pianista Francesco Tristano, que un día toca Bach o
Stravinsky y al otro pincha 'techno' de Detroit-, se pueden llamativos 'bugs'
-por usar un léxico informático- en el sistema.
Lo más significativo, empero, no es el lento
proceso demodernización del 'establishment' de la clásica, que quizá
renueve peinados y vestuario aunque no repertorio, sino la entrada en juego de
nuevos compositores que utilizan un lenguaje equidistante entre el modernismo
del siglo XX -sus principales fuentes de inspiración serían el impresionismo
francés, el minimalismo americano y la música sacra de Europa del Este- y la
proximidad que caracteriza al pop. Hay variados matices, desde el autor de
lenguaje rígido que decide componer canciones, como David Lang, al compositor
joven -sea Nico Muhly, que alterna entre la misa y la psicodelia, entre el folk
y la ópera-, o los nuevos fichajes de Deutsche Grammophon: Jonny Greenwood
(guitarrista de Radiohead), Bryce Dessner (de la banda rock The National),
Richard Reed Parry (el hombre orquesta de Arcade Fire).
Mientras por una parte se sostiene una
construcción social, formada por intereses económicos de la industria y por una
artificial división clasista, los límites entre lo culto y lo popular parecen
hoy más porosos que nunca. El muro es de aire, pero resiste gracias al grosor
obtuso del pensamiento colectivo a la vez que cada vez más compositores e
intérpretes desprejuiciados cruzan su contrabando de un lado a otro gracias a
festivales y un amplio público por ahora desconectado entre sí. Igual es pronto
para esperar que se evapore la frontera, pero es importante negociar la paz de
una vez. Va siendo hora.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/09/18/5419d5e9268e3e0e2c8b4571.html
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