domingo, 28 de septiembre de 2014

FEO, EMPISTOLADO Y SENTIMENTAL. CARLES CASAGEMAS, AMIGO ÍNTIMO DE PICASSO EN LOS AÑOS DE BARCELONA, DEJÓ UNA OBRA BREVE E INTENSA ANTES DE SUICIDARSE A LOS 20 AÑOS EN UN RESTAURANTE DE PARÍS.



 Su única amante, Germaine, lo rechazó por alcohólico, impotente e inestable.

ANTONIO LUCAS Madrid



Antes de descolgarnos por su estrepitosa biografía conviene asentar bien al personaje: Carles Casagemas i Coll fue un zumbado vocacional que se asestó un disparo en la sien delante de los amigos por el rechazo de una mujer. Tenía 21 años. Hasta aquí, nada memorable. Pero Carles Casagemas i Coll fue, por poco tiempo, un artista prometedor y uno de los mejores amigos de Picasso, lo cual no es decir mucho. Picasso tuvo amistades volanderas como tuvo amores volatineros y no es disparatado afirmar que el malagueño fue un tipo incapaz de sentir un gramo de afecto por alguien que no le fuese útil cuando consideraba necesario.
Casagemas forma parte de esa tribu loquísima de la Barcelona de fin de siglo, cuando el modernismo aún chorreaba. Nació en Barcelona, en 1880. Era el hijo del vicecónsul general de EEUU en Barcelona. Un muchachito de la burguesía creciente. Un mozo criado entre los mejores paños. Comenzó a dibujar muy joven, pero a la edad conveniente fue destinado a la marina de guerra, hasta que el desastre de Cuba y Filipinas lo libró de limpiar las ánimas de cañón de los barcos de guerra. De nuevo, echó el ancla en Barcelona y allí encontró en la bohemia una forma de vida más divertida que en los almirantazgos. Una noche de invierno de 1899 cruzó tabaco, absenta y risas con un chico de cabeza fuerte y ojos de tizón: Pablo Picasso. Se hicieron cómplices de burdeles y extravíos, con una execelente solvencia para el exceso.
Casagemas despachaba querellas y entusiasmos en una de las mesas del café Les Quatre Gats, donde el dueño aceptaba a la fiel hinchada el pago en especias: dibujos, cuadros, esculturas y demás artefactos de aquella población fluctuante de su establecimiento, que era uno de esos locales que mantenían la noche abierta. El joven aprendiz de pintor destacó entre los de su generación por un puñado de obras inflamadas de crítica social y de crónica miserabilista: lisiados, mendigos, chulos, malos poetas, viejos, prostitutas... También dejó un puñado de retratos y paisajes. Pero en este hombre, lo que hay es principalmente enigma, sombra, duda.
Gozaba de unas borracheras espontáneas de enorme profundidad. Tenía siempre la brasa del cigarrillo apuntando a La Junquera, con el sueño puesto en París. Y un día, al alimón con Picasso, marcharon a la capital de todas las glorias a ver qué sucedía. Visitaron la Exposición Universal de 1900. Para entonces, la cabeza de Casagemas trabajaba ya con materiales confusos. A ratos dejaba escapar unos brotes de delirio muy espontáneos, como si los trajera de serie.
En París pintó al rebufo del modernismo. Vivió las noches de Montmartre. Él y Picasso se instalaron en el estudio de Isidre Nonell y pocos días después llegó también Manuel Pallarès. Conocieron a tres chicas (Germaine, Antoinette y Odette) y armaron una comuna desatada en la covachuela (el nuevo siglo era así). En el reparto consensuado, Casagemas se enroló con Germaine y ahí comenzó a rugir el infierno.
Casagemas se enamoró como no estaba previsto. Confundió el amor con aquella expedición de madrugadas y sexo en jergones de borra agria. Casagemas dejó de pintar para echarse a escribir. Germaine, a su vez, dejó de atenderlo para fondear en los alrededores de su marido, Florentin. Todo cuadraba excepcionalmente en las pautas del desastre.
Mientras el infierno se desataba por dentro de Carles Casagemas i Coll, Picasso estaba olfateando con el hocico en alto por dónde vendría el arte nuevo, quizá para adelantarse o reventarlo. Pero tan alta misión era imposible con su amigo cerca. Los brotes de delirio eran cada vez más frecuentes en el hijo del cónsul y Picasso decidió salir de París una temporada, cogiendo al amigo como un fardo hasta llegar a Barcelona. Y de ahí, a Málaga.
Nada sirvió de nada. Casagemas entró en bucle. Combinó su locura con el el patetismo y el llanto.Así durante semanas. Hasta que Picasso decidió facturarlo a Barcelona, para que los compadres de Els Quatre Gats se hicieran cargo de aquel hombre devastado y pesadísimo. Nada tenía que ver ya con el jovencito de aire festivo que en verano chancleteaba sus zapatos como un moro por las calles del Barrio Gótico y organizaba unas noches literarias que eran la ruta del bakalao de la bohemia.
Dispuesto ya a la inmolación, después de los días en Barcelona marchó solo a París en busca de Germaine, que cuando lo vio llegar le lanzó dos o tres maleficios de bruja cabreada. En medio de la democracia callejera e inspirada de París le pidió por enésima vez matrimonio. Y por décima vez, Germaine lo envió sin atajo a la mierda. Casagemas, además de tronado, no tenía ningún atractivo. Bebía sin fondo. Era feo y sentimental. Le daba a la morfina con entusiasmo. Y padecía una impotencia incorregible. Mal plan para un aspirante a marido.
El 17 de febrero de 1901, Casagemas convocó a los amigos de París en el Café de l'Hyppodrome, en el Boulevard Clichy. Invitaba a comer para despedirse de la ciudad. Allí, frágil y encampanado, dio un breve discurso de adiós, devolvió a Germaine un paquete de cartas y sacó una pistolita cromada del bolsillo de la chaqueta con la que disparó contra su amante, que cayó al suelo ilesa. En medio del pajariteo de parroquianos escapando de la balacera, con gesto natural y sin despeinarse, Casagemas apoyó la pistolita en la sien derecha y apretó el gatillo. Voilà. Tardó día y medio en palmar.
Picasso estaba en Madrid. No fue ni al entierro ni al funeral en Barcelona. Pero a modo de responso dejó una frase de las que luego sus palmeros acuñaron en mármol: «Fue la muerte de Casagemas lo que me llevó a pintar en azul». Así comenzó una de las etapas más inquietantes del artista malagueño y así acabó una de las vidas más absurdas de un joven aprendiz de pintor que pudo llegar a serlo. Casagemas en su ataúd (1901), La muerte de Casagemas (1901) y El entierro de Casagemas (1901) son tres huellas fastuosas de la pintura de primera época de Picasso. El suicida, parece que no, pero dio mucho de sí. Esencialmente, leyenda.
Durante décadas nadie supo dónde lo enterraron. Unos decían que en el cementerio de Montmartre. Otros, en Pere Lachaise. Y definitivamente Dolores R.Roig dio con los huesos en el Cimetière de Saint-Ouen, a las afueras de París. Desde 2008, Claude Picasso, hijo del artista, corre con los gastos de la tumba.El destino, tan esquivo, tan burlón, a veces cambia el nombre y el sitio a los muertos prematuros.
Casagemas fue algo así como la desesperación de la locura. La honradez romántica del delirio. La puerta de acceso de Picasso a un mundo nuevo. El Museo Nacional de Arte de Cataluña prepara exposición sobre lo que queda del naufragio de su obra: Carles Casagemas. El artista debajo el mito, de la que es comisario Eduard Vallés y que presenta 30 obras nunca expuestas. Será a partir del 31 de octubre.
Es el rescate de una psicofonía, de un holograma, de un hombre al que la locura lo llevó a levantar otro mundo con dimensión propia. Un lugar en que enterrarse.

http://www.elmundo.es/cultura/2014/09/28/5426f2d9e2704ec4158b4575.html

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