Aquí vivieron Bergman y Rossellini los cuatro meses más explosivos rodando Stromboli.
70 años después, la isla de cine sigue sin luz ni agua pero llena de aventureros
ALFREDO
MERINO Stromboli
A las dos de la mañana, los excursionistas que engullen pizza
recalentada en el restaurante Ritrovo Ingrid son sombras chinescas reflejadas
sobre un desvaído cartel. Roto en los bordes, lo cubre una pátina tal vez
acumulada desde que se estrenó, hace 64 años, la película que anuncia. Afuera,
la piazza San Vincenzo es un escenario difuso. La torre de la iglesia no
oculta el resplandor que cada 20 minutos atruena en lo más alto, diluyendo unos
instantes el brillo lechoso de la fantástica concentración de estrellas que
mancha la negrura del firmamento. Es Strómboli, el volcán bajo el que hace más
de seis décadas dos de las estrellas más rutilantes de Hollywood quedaron
abrasadas por la gran pasión: Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. De aquello
no sólo nació una película sino también un destino mítico para cinéfilos y
aventureros.
Todo empezó con una carta. Tal vez la más famosa de la
historia de Hollywood. «Estimado Señor Rossellini: he visto sus dos películas
Roma, città aperta y Paisà y me han gustado muchísimo. Si necesita una actriz
sueca que habla perfectamente inglés, que no ha olvidado su alemán, que apenas
entiende francés y que en italiano sólo sabe decir «ti amo», estoy dispuesta a
acudir a rodar una película con usted». La escribió Ingrid Bergman en
1948, ya por aquel entonces una actriz consagrada. Afincada en EEUU, había
ganado un Óscar, y había sido nominada tres veces. Seis años antes el mundo la
conoció protagonizando en las pantallas un amor imposible junto a Humphrey Bogart
en Casablanca, de Michael Curtiz.
Roberto Rossellini era uno de los directores
italianos más reconocidos. Concluida su trilogía neorrealista, con la citada
Roma, città aperta, levantó la piedra angular de este movimiento. La
protagonizó la temperamental actriz Anna Magnani, a la sazón compañera
sentimental del realizador, circunstancia que no impidió que la misiva tuviera
un efecto inmediato.
El italiano voló a Londres para entrevistarse con la sueca, que rodaba
una película. El flechazo fue tan instantáneo como arrollador. Allí mismo le
propuso protagonizar su nuevo proyecto, Strómboli, aunque obvió decirle
que había escrito el papel para la Magnani. Incontrolado el asunto, días
después Bergman invitó a Rossellini a una fiesta en su casa de California. Le
presentó al todo Hollywood y se asegura que aquel mismo día, Robertino, el
primer hijo de la pareja, fue concebido en la cocina de la actriz.
El escándalo se desencadenó con idéntica virulencia. La puritana
sociedad americana no pudo soportar el romance de una actriz casada -con el
odontólogo sueco Peter Lindström- y madre de una hija, con un italiano asimismo
comprometido. Boicoteada, fue considerada símbolo máximo de la depravación
de Hollywood y declarada persona non grata. Perdió la tutela de su hija y la
presión la obligó a abandonar el país para instalarse en Italia. «Me llegaban
cartas llenas de odio... me llamaban puta y fulana... otros decían que
era un agente del diablo», recordaría años más tarde en su autobiografía.
Las cosas no fueron mejor en Italia. A la inmediata separación de
Rossellini y Magnani, siguió el rodaje de ésta con Rossano Brazzi, en Vulcano,
isla vecina de Strómboli, de otra película de idéntica temática y en las mismas
fechas que lo hacía su expareja. Al año siguiente, en un momento determinado de
la premier de Vulcano, en Roma el 2 de febrero de 1950, la sala se vació de
periodistas. Al preguntar la Magnani la razón de la desbandada, le contestaron:
«Bergman acaba de salir del hospital con el hijo que ha tenido con Rossellini».
Mucho han cambiado las cosas en Strómboli desde aquella lejana
primavera de 1949. O poco, si se mira bien. En San Vincenzo, la capital, sigue
sin haber alumbrado público. Dicen que para ver mejor las explosiones nocturnas
del volcán, pero la realidad es que la electricidad es aquí un recurso muy
valioso. A Ginostra, el puertito del otro lado de la isla -tres casas, 20 almas
y apenas siete burros de la casi extinta raza eolia-, la luz no llegó hasta
2004. El agua es desembarcada desde un barco cisterna y su inconfundible
mugido, que llega desde el fondo de la playa de Ficogrande, se ha hecho tan
cotidiano en Strómboli como las explosiones del volcán.
Arenas negras y redes
Las casas encaladas apenas sombrean las solitarias calles que bajan
empinadas al puerto. En la playa de arenas negras los pescadores se afanan en
remontar las redes hasta la orilla, tan desarrapados como entonces. Sólo el
pitido del ferry que llega de Lípari rompe el encanto. Anuncia el único tumulto
que conoce la isla a lo largo del día. Mientras atraca, media docena de
carritos eléctricos, entre ellos el de la pareja de caravinieri, acude a Porto
Scari. Recogerán la carga de turistas y mercancías, esfumándose veloces y
silenciosos bajo el tórrido sol siciliano. Y todo vuelve a ser como entonces.
Empieza a caer la tarde y en la vía Vittorio Emanuele, la principal de
San Vincenzo, los turistas se concentran en las cercanías de la iglesia. Van ataviados
con mochilas, recias botas, cascos y ropa excursionista. Son aspirantes a
subir al Strómboli, la atracción más excitante de la isla. Esperan a las
puertas de Magmatrek, la empresa que les suministrará un guía. Emocionados por
su próxima aventura, no reparan en una casa vecina de cuyo jardín desbordan los
limoneros.
Junto a la puerta una placa señala que aquí se alojaron Bergman y
Rosellini en 1949. Es la Casa Rossa. La dureza del clima de las Eolias ha
desvaído el color rojo original por un rosa oxidado, pero se mantiene igual que
cuando la pareja vivió en ella los cuatro meses más intensos y explosivos de su
vida.
Aquí llegaron Ingrid y Roberto en abril de 1949. Semanas
antes, un par de miembros de la productora RKO desembarcaron para preparar la
logística de la película. Se encontraron con la pobreza extrema. A la isla
llegaba un único barco a la semana desde Nápoles. No había hotel, ninguna casa
reunía condiciones y sólo una mujer alquilaba habitaciones. Gracias al maestro
consiguieron que la hermana de este les alquilase una casa de cuatro
habitaciones. La pintaron y adecentaron. En el jardín construyeron el baño,
algo que sorprendió a los isleños, ninguno de los cuales jamás había visto
antes un retrete ni mucho menos un bidet.
Junto con la pareja, en la casa se acomodaron la secretaria
y la hermana de Rossellini. No fue una estancia sencilla. Al cansancio de un
rodaje prolongado durante cuatro meses, hubo que unir el recelo de la
población; sólo el párroco entendió que la película podía traer prosperidad a
la isla. Luego estaban las condiciones elementales del lugar. La ducha, por
ejemplo, era un agujero en el techo por donde se echaba agua de mar. Una gran explosión obligó a evacuar la
isla, algo que aprovechó Rosellini para incluirlo en el film.
Estrés continuo y agotador que llevó a Bergman a escribir: «Malditas sean estas
películas realistas». Strómboli, el bulldog francés que le regaló su amante
para serenarla, apenas le calmó su constante malhumor.
Marcella y Cristina Russo, nietas de Domenico Russo, el
propietario que alquiló el inmueble a Rossellini, decidieron crear hace pocos
años la Asociación Cultural
Ingrid. Con sede en la Casa Rossa, organizan exposiciones y
otros actos en torno a la película de culto. El interior está más o menos igual
que cuando en ella se alojaron los amantes. Se conserva el tocador de la
actriz, un armario con ropa de la época y una cama de matrimonio que, aseguran,
es la que ellos utilizaron.
Preocupados por la ascensión, a pocos visitantes les
interesa nada de esto. Tienen bastante con aprobar la revisión que los de
Magmatrek someten a su equipación. Y es que la ascensión del Strómboli es
singular en extremo. Al mismo tiempo, se trata de una de las actividades más recomendables
que puede realizarse en Europa para los amantes de la aventura. No es una
escalada en toda regla, pero sus casi 1.000 metros de desnivel y las
circunstancias en que se desarrolla la hacen esforzada y no apta para todos los
públicos.
Lo primero son los 925 metros que mide el volcán, cota
humilde, pero no tanto si se considera que la ascensión comienza a nivel del
mar. Luego el calor africano, acrecentado por el calor que desprende el suelo
volcánico de la isla y las emanaciones de gases. A pesar de ello, en las
jornadas de verano hay lista de espera. Nadie puede subir por su cuenta. Todos
los días, unos cuantos que intentan hacerlo sin guía son detenidos. Por
seguridad, motivos ambientales y para proteger un puñado de puestos de trabajo
en la isla, quien pretenda subir tiene que hacerlo en uno de los grupos autorizados: 10 al
día, 20 personas cada uno, tutelados en todo momento por un guía que dirige el
camino de la ascensión y, sobre todo, la increíble bajada.
La aventura comienza con la revisión a conciencia de la equipación de
los aspirantes por parte de los guías. Puedo asegurar que se trata del equipo
más extraño de cuantos he utilizado en mi larga vida en las montañas. Empieza
con las botas altas con polainas herméticas y bastones, hasta aquí normal.
Sigue la ropa de abrigo (algo que sorprende cuando te lo piden con una
temperatura por encima de 35º), casco, linterna frontal y ¡gafas de seguridad
estancas y una mascarilla de quirófano! A lo largo de la jornada se comprueba
lo imprescindible que resulta todo ello.
La ascensión se inicia a las 18:00 horas. La razón es
evitar las horas más calurosas y alcanzar la cumbre en plena noche. Así se
contemplan las erupciones en todo su esplendor. Vía Vittorio Emanuele arriba,
se deja atrás la plaza y la única farmacia de Strómboli. Ya fuera del caserío,
el camino asciende por la montaña y pasa al pie del cementerio.
El sendero se abre paso a través de ingratos campos de lava solidificada.
Los mismos que recorrió Ingrid Bergman. A pie y a lomos de un borriquillo, su
cabellera rubia levantaba murmullos entre las mujeres de riguroso luto, que se
tapaban las cabezas con un pañuelo igualmente negro. Hoy, las excursionistas
venidas de toda Europa visten minishort que enseñan más que ocultan sus
atractivos.
El recorrido de la arista cimera se adereza con las
rítmicas explosiones, que encogen el ánimo de los excursionistas. Cuando se
alcanza la cumbre es noche cerrada. Media hora se permanece en lo alto. Tiempo
suficiente para ver ladera abajo las heridas del gigante vomitar sus entrañas
incandescentes. Doscientos metros bajo la cima se abren los tres cráteres.
Entre ellos serpentea la Sciara
di Fuogo, el río de Fuego, enorme herida por la que descienden
hasta el mar los bloques y el caudal de magma hirvientes. «Un semicírculo de
lava roja lo envolvía, parecido a un labio ensangrentado, el cono humeante,
mientras una enorme cascada de piedras abre una oscura rodadura hacia abajo»,
escribió Bergman en su diario.
El regreso se realiza por las empinadas coladas de cenizas
acumuladas en el lado sur del cono volcánico. Es un descenso alucinante en
mitad de la negrura, donde el polvo que se levanta impide ver otra cosa que el
débil resplandor de la linterna de quien te precede. La tenue luz, un par de
metros por debajo, guía los pasos en la ladera casi vertical por la que más que
bajar, se cae en medio de una nube de polvo volcánico en el que te hundes hasta
los muslos.
Tras la estancia en Strómboli, Bergman y Rossellini
permanecieron juntos en Italia. Las continuas críticas fueron deteriorando su
relación. El director fue acusado de banalizar su cine social al elegir una
actriz tan glamurosa. Sus películas fueron un fracaso de público y crítica. El
contrato de la sueca con Jean Renoir para filmar Elena y los hombres en 1957
fue el desencadenante del divorcio. Atrás quedaron ocho años, cuatro películas y tres hijos,
uno de los cuales, Isabella, gemela de Isotta y ambas hermanas de Robertino,
continuó la senda cinematográfica de sus progenitores. Aunque sobre todo quedó
una obra maestra que plasma la esencia del ser humano y su lucha contra la
fuerza telúrica de la naturaleza, contra Dios y contra sí mismo.
http://www.elmundo.es/cronica/2014/09/28/5426a81022601d1b548b4572.html
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