Ramón Muñoz Madrid
Tranquilícense.
Pese al título no se trata de un artículo de divulgación científica. Se trata
de sus vidas. Están sujetas a un mecanismo irracional que nunca podrán
comprender, como nunca entenderemos la física cuántica que gobierna las
partículas diminutas de las que estamos hechos. Hasta hace unos años nuestras
existencias se regían por una lógica estricta y tranquilizadora, de la misma
forma que la física clásica predecía con precisión milimétrica el movimiento de
los planetas viajando por sus órbitas majestuosas.
De
acuerdo con esa doctrina, nuestra existencia estaba llena de certezas. Si
nacíamos en una familia de clase media y nos aplicábamos medianamente en la
escuela y el trabajo teníamos la seguridad de que nuestro nivel de vida
superaría al de nuestros padres, con empleos menos fatigosos y mejor pagados, y
un ocio más provechoso y cosmopolita, inundado de viajes y de cultura,
territorio ignoto y soñado de los progenitores.
Desde
chicos, nos enseñaban unas máximas infalibles en las que creer a pies juntillas,
de la misma forma que los hombres de ciencia contaban con las leyes
fundamentales de la física clásica que enunciara Newton. Nuestra teoría clásica
enunciaba que el esfuerzo siempre conlleva recompensa en forma de prosperidad.
Auguraba apuros al holgazán cuando se le agotara el canto de la cigarra,
repudio social al deshonesto, cárcel al delincuente.
Un día,
después de siglos de coleccionar deducciones lógicas para explicar el universo,
los físicos se encontraron que sus pulcras ecuaciones se habían vuelto
inservibles para dilucidar el comportamiento de las partículas más pequeñas,
como los átomos o los electrones. Resulta que nada en ellas es predecible. Que
pueden estar en dos sitios a la vez. Que al mirarlas cambian de forma y de
estado, y se transmutan en otras partículas con propiedades completamente
diferentes según cómo las observemos. A esa nueva física insensata y
esquizofrénica, que no entiende de leyes sino solo de probabilidades, se le
llama cuántica. Einstein, pese a ser un precursor de la misma, se pasó 30 años
de su vida intentando demostrar que era falsa “porque Dios no jugaba a los
dados”.
También
nosotros una mañana nos levantábamos y descubrimos que el credo que guiaba
nuestras existencias apacibles había caducado. Ya no tiene sentido la
estabilidad familiar o laboral. Prima la eventualidad, vivir hoy aquí y mañana
allá, siguiendo aleatoriamente la dirección que marca el exiguo mercado
laboral.
Seres
efímeros, aparecemos y desaparecemos como fotones o neutrinos en mil lugares,
en mil empleos, sin nada —familia, empleo o creencias— que dé consistencia a
nuestras vidas, que haga reconocible y amable el mundo que nos rodea.La carrera
profesional, por ejemplo, ya no se guía por la ecuación del mérito. Depende de
variables probabilísticas imposibles de controlar. Como le ocurre a las
partículas, nuestra valía cambia de la noche a la mañana según los observadores
que nos evalúen. De ahí que a veces para promocionarse sea más importante que
los jefes nos vean como sus adláteres que aplicarse en la tarea profesional.
Formar parte de la casta sindical de los intocables también concede inmunidad.
O saber camuflarse de tonto útil mientras nos dedicamos a la intriga y el medraje.
La
fortuna también se ha escapado al álgebra estricto de la valía y el sudor. Uno
se hace rico por sucesos contingentes como un pelotazo, una recalificación o un
consejo de administración. Y se arruina por estafas con membrete oficial:
preferentes, Bankia, recibo de la luz o hipotecas sin marcha atrás. Olvídese de
las certezas y no intente como Einstein explicar este mundo enajenado en el que
le ha tocado vivir. La naturaleza se juega a Dios a los dados.
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/08/15/actualidad/1408123835_932098.html
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