Escritor. Sin adjetivos. Pero también uno de los
padres del ‘nuevo periodismo’. El legendario reportero nos recibe en Nueva York
para hablar sobre el arte de contar la vida
Gay Talese. / PASCAL PERICH
El periodismo deportivo, género en el que Gay Talese (Ocean
City, Nueva Jersey, 1932) brilla a la altura de los más grandes, no es más que
una de sus facetas, pero la verdad es que en él se encierra el ADN de su
escritura: “En el Estado de Nueva York, a unos noventa kilómetros de Manhattan
en dirección norte, al pie de una montaña, hay un antiguo club social
abandonado. La pista de baile está cubierta de polvo; los taburetes del bar,
patas arriba, y nadie recuerda cuándo fue la última vez que se afinó el
piano…”. Así comienza El perdedor, uno de los 37 artículos que
escribió Gay Talese sobre Floyd Patterson y recoge El silencio del
héroe, laantología de crónicas deportivas de este autor que ahora
publica en español Alfaguara. Al escritor no le interesan los momentos de
gloria que aureolan el pasado del campeón mundial de los pesos pesados más
joven de la historia, sino las heridas que dejó en su alma el sabor de la
derrota. “El deporte”, dejó escrito Talese, “trata de gente que pierde, vuelve
a perder y pierde una vez más. Se pierden encuentros; después se pierde el
trabajo. Puede resultar muy intrigante”. Sí, ya lo sabemos, fue uno de los padres del nuevo periodismo. No es que la
etiqueta esté gastada, sino que no vale a la hora de calibrar la estatura de este
italo-americano de 81 años, autor de crónicas y libros memorables sobre la más
diversa variedad de temas que quepa imaginar (las interioridades de la
redacción de The New York Times, la Mafia, los estándares
sexuales de los estadounidenses, la construcción del puente de Verrazano o las
Torres Gemelas, la grandeza del anonimato en contraste con las pequeñeces de la
fama). Vital, generoso, de conversación amena y desbordante, antes de iniciar
la charla, Talese insiste en bajar unos momentos al búnker, como denomina al
sótano plagado de cajas de cartón donde conserva las decenas de millares de
notas y documentos que integran su archivo. Hijo de un sastre y una modista,
obsesionado por los trajes de otra época, casado con Nan Talese, una de las
editoras más reconocidas del mundo literario neoyorquino, con quien tiene dos
hijas, si hay una palabra que resume todo lo que Gay Talese es y representa,
basta con decir que es escritor. Sin adjetivos.
PREGUNTA: ¿Cuál fue su primer trabajo?
RESPUESTA: Chico de los recados en la sede de The New York Times,en
la calle 43. Mi trabajo consistía en llevar café y sándwiches a los redactores
y en llevar mensajes de un despacho a otro. Es el trabajo más importante que he
tenido jamás, porque me permitía ver los entresijos del periódico sin que nadie
reparara en mí. Era un edificio de 14 plantas que yo subía y bajaba sin cesar.
Tenía acceso a todas las secciones: circulación, ventas, anuncios clasificados,
el suplemento dominical, la revista de libros. La torre de marfil estaba en el
último piso. Allí tenían sus suites los altos cargos y los propietarios, la
familia Sulzberger. Conocí a todo el mundo: editores, redactores jefes,
operarios, linotipistas, impresores, los conductores de los camiones de
reparto. Fui testigo de rivalidades, de luchas por el poder, huelgas, piquetes,
todos los cambios que experimentó el periódico a lo largo de una década.
P: Sus años en The New York Times quedaron
reflejados en El reino y el poder. ¿Cómo fue el proceso de
gestación del libro?
R: Hay un momento imborrable que lo cifra todo, la primera vez que puse
un pie en la redacción, en 1953. Ante mí se abría el espacio gigantesco de la
tercera planta, más de 400 personas, hombres y mujeres, tecleando
frenéticamente en sus máquinas de escribir, fumando sin parar, en medio de los
timbrazos de docenas y docenas de teléfonos. Lo primero que pensé fue que aquel
era el lugar con menos mentirosos por metro cuadrado de todo Nueva York. En
Wall Street, en la Junta de Educación, en el Ayuntamiento, en la Iglesia hay
mentirosos a patadas, pensé, pero aquí no. Dos años después, cuando se cumplió
mi sueño de ser reportero, sentí que pasaba a engrosar las filas de una
profesión noble cuya máxima aspiración es ser fiel a la verdad. No digo que
siempre se consiga, pero ese es el ideal que da sentido a una institución como
elTimes. El periodismo es una profesión honorable, y no estoy de
acuerdo con quienes nos pronostican un futuro tenebroso, porque no hay nada más
importante que la verdad. ¿Y quién se ocupa de decirla? Los Gobiernos no,
ciertamente. El presidente miente; no este, todos. Siempre encuentran excusas
para hacerlo: la seguridad ciudadana, la defensa nacional; no podemos decir qué
estamos haciendo. Resulta irónico ver a Obama compungido porque el Senado no ha aprobado una ley que limite el uso de armas, cuando
al mismo tiempo se dedica a enviar drones que
sueltan bombas que causan la muerte de niños en numerosas partes del planeta.
Si los periódicos no vigilan las acciones del Gobierno, ¿quién lo va a hacer?
P: ¿Por qué dejó The New York Times?
R: Sigo sintiéndome parte del periódico. Tengo allí muchos amigos, tanto
de los viejos tiempos, aunque muchos han muerto, como entre los más jóvenes.
Dejé de trabajar allí al cabo de más de una década, porque había llegado al
máximo de mis posibilidades como reportero de plantilla. Lo que yo quería
escribir necesitaba más espacio y más tiempo, y eso es algo que no es posible
hacer en un periódico. El tipo de reportaje que me interesaba escribir solo se
podía realizar en cierto tipo de revistas, y así fue como empecé a colaborar
con Esquire, aunque irónicamente el primer trabajo que hice
para ellos tenía que ver con The New York Times. Escribí un
perfil sobre el periodista encargado de redactar los obituarios, un personaje
anónimo, que son los que más me han atraído siempre. El artículo se titulaba Mr.
Bad News. Por aquel entonces también colaboraba con Esquire Tom Wolfe. Fueron
nuestros primeros pasos en una nueva forma de entender el periodismo.
Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932), el hijo
de Joseph y Catharine (en la imagen), un sastre y una modista, es una leyenda
viva del periodismo.
Empezó en el oficio como chico de los recados en la sede de The New
York Times. Asegura que aquel fue el trabajo más importante que ha tenido
jamás, pues mientras llevaba cafés y sándwiches a los redactores, así como
mensajes de un despacho a otro, pudo conocer los entresijos del periódico sin
que nadie reparara en él.
De ese modo, silencioso y observador, capaz de encontrar grandes historias
en las pequeñas cosas, se convirtió en uno de los padres del nuevo periodismo.
Entre sus textos memorables hay perfiles como Alí en La Habana o Frank Sinatra
está resfriado, así como libros de la talla de La mujer de tu prójimo y
Honrarás a tu padre.
P: Otra gran institución neoyorquina para la que nunca ha dejado de
escribir es The New Yorker.
R: Publican cosas que ninguna otra revista se atrevería a sacar. Siempre
he colaborado con ellos. Cuando hace años nombraron a su director actual, David Remnick, un joven periodista a quien
profeso un enorme respeto, me llamó para decirme que contaba conmigo. Escribí
un reportaje sobre los trabajadores que habían participado en la construcción
del puente Verrazano, que une Brooklyn con Staten Island.
P: ¿Qué le llevó a volver sobre un asunto al que había dedicado un libro
hacía casi 40 años?
R: En mi opinión, aunque se publique, nunca se llega a cerrar realmente
ninguna historia. Siempre quedan resquicios que desembocan en otras historias.
Si uno vuelve a algo escrito hace 10, 20, 30 años, siempre descubre cosas
sorprendentes, y eso es lo que me ocurrió con esta historia. Publiqué El
puente en 1964, cuando todavía trabajaba para el Times. Tenía
dos días libres a la semana y los dedicaba a recopilar material para el libro.
Iba al lugar donde se estaban llevando a cabo los trabajos de construcción,
muchas veces por la noche. Usted ha visto cómo es el búnker, como llamo a mi
estudio. Ahí lo tengo todo archivado en cajas. Una tarde, sería el año 2002, me
fijé en la etiqueta que dice El puente y me pregunté qué
habría sido de los trabajadores que construyeron el Verrazano, con quienes me
había entrevistado tantas veces. Abrí la caja, me puse a repasar las notas y
decidí hacer algunas llamadas telefónicas. ¿Qué habían hecho una vez concluida
la construcción? Resulta que a muchos los habían contratado para la
construcción del World Trade Center. Estoy hablando de especialistas en la
construcción de estructuras metálicas a grandes alturas. Pertenecen a un
sindicato que se ocupa de su contratación en obras públicas de gran
envergadura. ¿Y qué sintieron cuando vieron que el resultado de su trabajo se
había desvanecido en apenas unas horas cuando tuvieron lugarlos atentados de septiembre de 2001?
Su respuesta me desarmó. La destrucción no les había causado la menor sorpresa.
¿Pero cómo es posible?, les pregunté. ¿Qué quieren decir con eso? Sabíamos que
aquello no valía para nada, no era una estructura sólida, las torres estaban
hechas de aire, eran jaulas para pájaros. Nada que ver con la estructura
formidable del Verrazano o de rascacielos como los de antes, el Empire State por ejemplo. Esas estructuras habrían
aguantado el impacto de un avión, pero cuando erigimos las Torres Gemelas
sabíamos que aquello era muy distinto. No se trata solo de que el arquitecto no
fuera muy bueno, sino de la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del
World Trade Center. Lo único que querían hacer los promotores era maximizar el
espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio,
alquilando la mayor cantidad de superficie posible. Así que cuando los aviones
se estrellaron contra las torres, las atravesaron de lado a lado y antes de
ponerse el sol se habían derrumbado, convertidas en columnas de ceniza y humo.
Gay Talese, en el sótano donde escribe y conserva
su archivo de notas en cajas de cartón. /PASCAL
PERICH
P: Ahora que lo dice, es cierto que en una ocasión se estrelló un avión
contra el Empire State.
R: Exacto, y rebotó.
P: ¿Cuál es su estilo ideal?
R: Me gustan las frases largas, melodiosas, de estructura compleja, con
elementos subordinados, como las que escribían Scott Fitzgerald o John
Fowles, un gran escritor, hoy olvidado. Mi modelo son los grandes maestros de
la frase larga.
P: Lo que usted hace no es ficción, pero su visión de la escritura no
está muy alejada de la del novelista.
R: Creo que es legítimo escribir reportajes con las armas propias del
contador de historias. Yo aspiro a ser un buen contador de historias, con un matiz
importante, y es que no me aparto de los hechos y solo utilizo nombres reales.
Hay grandes novelistas que han sido magníficos reporteros, como Graham Greene,
John O’Hara o Hemingway. Yo escribo reportajes, y un reportaje no es ficción.
Hay que poner mucho cuidado en no imaginar absolutamente nada. Que imagine el
novelista. El escritor de no ficción tiene que trabajar el interior del
personaje, su entorno, la atmósfera en que existe. Todo eso le da a la crónica
un aire de ficción, pero hay diferencias y matices. En un buen reportaje, los
hechos se han de subordinar al personaje, no al revés.
P: ¿En qué está trabajando ahora mismo?
R: Estoy haciendo un perfil para The New Yorker que
cuenta la historia de un voyeur. En 1980, poco después de la
publicación de La mujer de tu prójimo, mi libro sobre las
costumbres sexuales de los americanos, recibí una carta anónima, remitida desde
un apartado de correos de Denver, Colorado. Lástima no haberle conocido antes,
decía, le habría contado algo de interés para su libro. Si alguna vez pasa por
Denver, póngase en contacto conmigo. Todavía estaba haciendo la promoción del
libro y le dije que podía hacer escala en la ciudad camino de California. Nos
citamos en el aeropuerto. Si dispone de unas horas, me gustaría que viera algo.
Decidí coger otro vuelo y me subí a su coche. Durante el camino me explicó que
era millonario y que tenía muchos bienes raíces en Denver. Llegamos a un motel
de su propiedad, donde me presentó a su mujer y me explicó que había 21
habitaciones, de las cuales 12 tenían un techo falso. Puedo ver y oír todo lo
que hacen y dicen los clientes, dijo. Santo cielo, ¿y si se dan cuenta? No es
posible, venga conmigo, quiero que lo vea por sí mismo. Me dijo que llevaba 15
años haciendo aquello. Tomaba notas de todo lo que veía y las conservaba en un
archivo que puso a mi disposición. La única condición es que no podía decir su
nombre, porque lo llevarían a los tribunales. Le dije que se lo agradecía, pero
no podía hacer nada, porque en mis historias tenían que figurar los nombres
reales de los personajes. A lo largo de los años, nunca hemos perdido el
contacto. Nos escribíamos, hablábamos por teléfono. Su mujer falleció, se
volvió a casar, y su segunda mujer se involucró aún más en la cuestión del
voyeurismo, hasta el punto de que cuando llegaban nuevos clientes decidían en
qué habitación alojarlos, como si fuera un casting. Por fin,
el año pasado le dije: “Usted tiene 79 años y yo 80. No nos queda mucho tiempo.
Si no me da permiso para utilizar su nombre, esta historia jamás saldrá. Se
mostró de acuerdo y me autoriza a revelar su nombre cuando el artículo esté
listo.
P: ¿Cuándo será eso?
R: No lo sé.
P: Creo que lo que procede ahora sería hablar del libro que dio lugar a
la historia que me acaba de contar, La mujer de tu prójimo.
R: Ese libro estuvo a punto de costarme mi matrimonio. Surgió como una
indagación acerca de la percepción que se tiene en la sociedad de lo que es
obsceno, pornográfico o pecaminoso, asunto que puede tener consecuencias
legales. Cuando aún trabajaba para The New York Times, tuve
que cubrir algunos juicios por obscenidad. Recuerdo cuando un juez invalidó la
acusación de obscenidad que pesaba sobre El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence. De
repente podía publicarse legalmente. También recuerdo cuando la
homosexualidad era un delito que se podía castigar con la cárcel. En algunos
Estados también se penaba con prisión el adulterio o si alguien de raza blanca
mantenía relaciones sexuales con una persona de raza negra. Una noche, después
de cenar con mi mujer en P. J. Clarke’s, un restaurante que queda a unas
manzanas de aquí, vi que habían puesto un letrero luminoso que decía “Modelos
desnudas”, y le propuse a mi mujer que subiéramos a investigar. Vete tú, me
dijo. Estaban cerrando, pero volví al día siguiente. Las chicas que trabajaban
allí eran muy jóvenes y casi todas tenían estudios universitarios. Me puse a
indagar en sus vidas y a través de aquello vi lo mucho que había cambiado la
actitud de mis compatriotas hacia el sexo. Era un negocio totalmente abierto al
público y legal. Me puse de acuerdo con el dueño y durante un tiempo hice de
mánager de aquel local. Las chicas trabajaban para mí, obteniendo información
de los clientes y escribiéndola. Alguna escribía muy bien. Hice eso en varios
locales. Completé mi estudio pasando una temporada en Sandstone, una colonia
donde se practicaba el sexo libre en California. Los fines de semana podía
haber hasta 200 matrimonios que participaban en fiestas donde se practicaba el
intercambio de pareja. Cuando por fin publiqué el libro, no solo había puesto
en peligro mi matrimonio, sino que mi reputación cayó por los suelos. No es que
las reseñas fueran negativas; eran venenosas, salvo dos, una de un catedrático
de Harvard y otra deVirginia Johnson, una de las autoras del famoso informe sobre
la sexualidad de Masters y Johnson. Viví una situación con muchas facetas: por
una parte, el libro tuvo ventas millonarias; por otra, tardé mucho en recuperar
la respetabilidad.
P: Se presenta ahora en español El silencio del héroe,
recopilación de sus mejores crónicas de periodismo deportivo. ¿Qué representa
ese libro en su carrera?
R: Es un recorrido histórico por una de las facetas más relevantes de mi
trayectoria como reportero. Hay piezas de cuando estaba en secundaria, de
cuando estaba en la universidad y de mis primeros años como periodista
deportivo en The New York Times hasta mis trabajos más
recientes, como el perfil sobre Joe Girardi, el mánager de los Yankees, que es
mi última colaboración para The New Yorker y que no estaba en
la edición americana y yo he querido que se incluya en la española.
P: El libro recoge perfiles y reportajes que no se habían publicado
anteriormente en ninguna revista.
R: Pasa a veces. En eso, el escritor comparte el destino del atleta: a
veces se gana, pero también hay muchas veces que se pierde. Lo importante es no
amilanarse nunca. He escrito historias que los editores después han rechazado,
y luego las recupero en libros como este.
P: ¿De qué piezas guarda mejor recuerdo entre las antologadas en este
volumen?
R: Yo diría que Alí en La Habana. Muchas veces me han
dicho que esa crónica y Frank Sinatra está resfriado, que no
es un reportaje deportivo, obviamente, son mis mejores trabajos. Tuve muchos
problemas para publicar Alí en La Habana. Fue un encargo que
me hizo The Nation, que tenía mucho interés porque cubriera el
viaje de Alí a Cuba. Cuando lo entregué, me dijeron que habían decidido no
publicarlo porque era demasiado largo. Entonces se lo ofrecí a The New
Yorker, pero también lo rechazó. Pensándolo bien, la lista de rechazos
es espectacular: Rolling Stone, G.Q., Esquire y Commentary tampoco
lo quisieron. El problema era que lo que contaba en el artículo no era noticia.
La noticia era que yo seguía los pasos de Mohamed Alí. Pero luego hubo un acto
de justicia poética, y es que el artículo fue elegido entre los mejores ensayos
del año 1997. Fue una pequeña venganza. En ese sentido encaja perfectamente con
el espíritu de El silencio del héroe. Los protagonistas son
ídolos caídos, héroes que han dejado de serlo. Floyd Patterson, disfrazándose
para que nadie lo reconozca después de que lo dejaran fuera de combate,
arrebatándole la corona mundial. Joe Di Maggio, el mejor jugador de béisbol de todos los
tiempos, entrado en años y hundido para siempre en el recuerdo de Marilyn Monroe, tratando de agarrar con
precisión un bate. Creo que las mejores crónicas del libro son la de Di Maggio
y la de Patterson.
P: ¿Y el retrato que hace de Joe Louiscuando es ya un hombre de mediana edad?
R: Según dicen, cuando Tom Wolfe leyó esa crónica, acuñó la expresiónnuevo
periodismo. No sé. Según Tom, la lectura de esa pieza le permitió
descubrir los engranajes de mi técnica, pero la verdad es que yo ya llevaba
años escribiendo así.
P: Da la sensación de que la idea que sustenta su forma de entender el
reportaje es la de permanencia. Le repugna la idea de escribir cosas destinadas
al olvido. Se niega a que sus textos acaben en la papelera al día siguiente de
ser publicados.
R: En mi opinión, una buena historia nunca muere.
P: ¿Se mantiene en contacto con Tom Wolfe?
R: Cené con él hace un par de semanas. Por cierto, vamos a aparecer
juntos en una recopilación de artículos sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy que va a publicar Life Books. La
historia es muy interesante. El día en que asesinaron al presidente Kennedy me
encargaron que saliera a la calle para observar las reacciones de la gente. Me
puse a dar vueltas por la ciudad y al cabo de no mucho tiempo me di de narices
con Tom Wolfe. ¡Tom! ¿Qué haces? El reportero jefe me ha pedido que me dé una
vuelta por Manhattan para ver cómo reacciona la gente al atentado de Dallas.
Pues a mí me han pedido la misma historia. ¿Qué te parece si cogemos un taxi a
medias y compartimos gastos? Estuvimos cuatro o cinco horas juntos. Fuimos a
Chinatown, Little Italy, Wall Street, el Upper West Side, Broadway, y en ningún
lugar vimos nada digno de mención. Nadie saltó por la ventana, no había gente
tirada en el asfalto llorando. El ambiente de la calle era de total normalidad.
Nos despedimos. Cuando volví al periódico, le dije a mi editor que me gustaría
escribir acerca de la falta de emoción de la gente ante una noticia de tal
calibre. Mejor déjalo, me respondió. Al día siguiente, lo primero que hice nada
más levantarme fue comprar el Herald Tribune para ver qué
había escrito Tom. Miré el periódico de arriba abajo y tampoco encontré nada.
Ni rastro de nuestro paseo por la ciudad el día anterior. De modo que a los
supuestos gigantes del llamado nuevo periodismo les habían encargado escribir
acerca de algo tan potente como el asesinato de JFK y ninguno de los dos
consiguió colocar su reportaje. El otro día, cenando con él, lo recordamos. Dos
viejos sabuesos evocando los tiempos en que éramos unos jovenzuelos pletóricos
de energía que cuando entregaron su crónica sobre el magnicidio de Dallas se la
tumbaron. Y ahora que Life va a publicar un volumen con motivo
del 50º aniversario del crimen, por fin van a ver la luz.
P: Mirando hacia atrás, ¿se arrepiente de algo?
R: No.
P: ¿Quién ha sido su mejor amigo?
R: David Halberstam [premio Pulitzer de periodismo en 1964]. Tuvo mucho
éxito en vida, pero lo que le envidio es el éxito que tuvo en la muerte. Murió en 2007 en un accidente de coche, en California,
cuando se dirigía a hacer una entrevista. Ojalá yo tenga una muerte así. No
quisiera acabar mis días tirado en la cama de un hospital o en una silla de
ruedas o con alzhéimer. Si supiera que me espera una muerte así, me saltaría la
tapa de los sesos.
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