Idealizado y demonizado, el
movimiento interpela a la mojigatería de la sociedad actual
RUBÉN AMÓN
Un grafiti expuesto en la
Universidad de Tolouse evoca estos días el 68 como pretexto de una nueva
reivindicación. PASCAL PAVANI AFP
Medio siglo después, el
Mayo del 68 francés permanece expuesto a los vaivenes de la idealización y el
revisionismo despectivo. Fue Nicolas Sarkozy quien lideró el proceso de
abjuración. Y quien ordenó degradarlo a la categoría de epidemia,
fundamentalmente por haberse inoculado en la sociedad de entonces el embrión
del relativismo, del individualismo y del cuestionamiento de la autoridad. Ya
se ocupaba él mismo de maniobrar la regresión al 67 como gendarme de Francia,
pero la intentona depurativa no ha logrado sepultar una visión memorable y
nostálgica del 68 francés, más ahora que la sociedad occidental ha convertido
el prohibido prohibir en el prohibido no prohibir al precio de encorsetar las
costumbres y de consolidar una cultura pacata, inofensiva.
Tiene razón Edgar Morin
cuando sostiene que el Mayo del 68 francés representó mucho menos que una
revolución y bastante más que una revuelta. Es la suya una posición
equidistante entre los idealistas y los agoreros, incluidos entre estos últimos
Daniel Cohn-Bendit, cuyo papel incendiario en el campus de Nanterre ha modulado
a un ejercicio de amnesia y enmienda: Forget 68, escribe el apóstata en un
ensayo que relativiza la importancia del mito libertario.
El 68 fue un movimiento
heterogéneo, desordenado y expuesto a contradicciones. No ya porque los obreros
y los estudiantes discrepaban de los objetivos en las mismas barricadas, sino
porque nunca terminaron de sintonizar el significado con el significante. La
vacuidad y la cursilería de los eslóganes —“seamos realistas, pidamos lo
imposible”— distorsiona o edulcora una marea de fondo que aspiraba no a
transformar el mundo, pero sí a discutir la rigidez de una sociedad vertical y
jerarquizada, tanto en las fábricas y en las aulas como en los hogares, de tal
modo que el 68 francés transformó las relaciones de autoridad, descubrió la
noción de juventud en su peso social y predispuso el hábitat de otras
conquistas que se lograron con el tiempo, desde la pujanza del feminismo —el
abortó se legalizó en 1974— a la conciencia de las minorías, la concepción
solidaria de la tolerancia, la libertad sexual y la autonomía del individuo en
la gestión de su moral.
Nada que ver con el egoísmo
ni con la insumisión, sino con los recelos hacia un Estado que se extralimita
en un posición paternalista y coercitiva. Y que persevera en considerar al
ciudadano un menor de edad. Era un diagnóstico que ha adquirido actualidad en
la mojigata sociedad contemporánea y que Sarkozy había aprovechado para
reconstruir el orden y la religión antidisturbios, pero no pueden sustraerse
los activistas del 68 —el cínico Jean Paul Sartre más que ninguno— al ridículo
fervor con que se observaron el maoísmo, el marxismo o las siglas de la URSS,
sobre todo cuando el espíritu del movimiento consistió en el antitotalitarismo
y la reclamación de libertades.
Tan lejos de México como de
Praga, el Mayo del 68 francés fue muy francés. Prevaleció el escrúpulo
civilizador y hasta el sustrato cartesiano. Ni hubo vacío de poder ni se tomó
el palacio de invierno. Y, paradójicamente, la policía, exponente autorizado de
la violencia, adoptó la posición más conservadora.
https://elpais.com/elpais/2018/05/01/opinion/1525162789_691321.html
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