El cine sobre la prensa
exige una reacción heroica y desesperada contra los poderes político y
económico
Robert Redford, a la
izquierda, y Dustin Hoffman, en 'Todos los hombres del presidente’.
Ocho de cada 10 críticos
consultados dirán, con toda probabilidad, que Luna nueva (1940) de Howard Hawks
es la mejor película sobre periodistas de la historia. Ben Hecht y Charles
MacArthur escribieron una pieza “para la eternidad” con The Front Page; Billy
Wilder rodaría 34 años después Primera plana y convirtió lo que en Hawks era
una comedia alocada, precisa como un reloj atómico, en una pieza de regusto
siniestro, rebosante de crueldad por sus muchas esquinas. Pero la venerable
Luna nueva y la brutal Primera plana ya nos informan de que no es lo mismo el
cine con periodistas que el cine sobre periodismo. Este último requiere un
empaque político y conceptual que las comedias no pueden instilar en la
conciencia del espectador. El cine sobre periodismo exige construir la imagen
de la prensa como un poder autónomo investido de una función social emocionante
desde su ejemplaridad, con un argumento heroico (como vocación o como catarsis)
de enfrentamiento con el poder (poder que en la vida real casi nunca es el
político; por lo menos no es el del gobierno de turno el poder más efectivo y
sinuoso). El cine sobre periodismo tiene que exponer severos dilemas (entre la
libertad y la opresión, por ejemplo, o explorar los efectos no siempre
complacientes de la libertad) y contarse como una epopeya. O bien desplegar el
ánimo autocrítico sobre una profesión conflictiva que trabaja asomada de forma
permanente al abismo de la corrupción (el caso de Primera plana). El cine
sobreperiodismo reclama una autoconciencia política de la prensa.
Veamos. El gran carnaval
(1951), de Billy Wilder, es cine sobre periodismo, modalidad autocrítica. El
derrumbe de una mina donde quedan atrapados un grupo de mineros, detona un
argumento con veneno a flor de piel. Un periodista mediocre, pero avispado,
define el oportunismo arribista dominante orquestando un envilecido reality
show. Wilder afina el mensaje explícito sobre la manipulación, pero se deja por
el camino la sutileza. En cambio El cuarto poder (1952), de Richard Brooks
(1952) es cine periodístico modalidad épica; la más querida por la industria,
porque es la que gratifica más la segura confianza del espectador en sus
instituciones. Humphrey Bogart es Ed Hutcheson, director de un periódico que
sus propietarias quieren vender, enfrentado a un mafioso. Desde la
incorruptible integridad que inspira Bogart, la película tiene tiene todos los
sacramentos de la retórica periodismo contra poder. Si se trata de
grandilocuencia, nadie ha superado el plano en el que Bogart responde a las
amenazas telefónicas del mafioso acercando el auricular al ronroneante sonido
de la rotativa.
Los clásicos siempre
ofrecen excelentes resultados. Fritz Lang entró de lleno en el fregado
periodístico con Mientras Nueva York duerme (1956). El equilibrio del filme lo
convierte en una pieza magistral. Un grupo de periodistas quieren atrapar a un
asesino en serie (sí, como se perseguían antes las noticias propias). El
director relaciona sin esfuerzo la trastienda del medio de comunicación,
plagada de ambición y furia (quien consiga la exclusiva ascenderá a la
dirección, según la promesa del displicente nuevo propietario) con el entorno
sentimental de los implicados, las tensas relaciones con las fuentes o la
policía y la torturada personalidad del asesino.
Pero es Todos los hombres
del presidente (1976) la película que figura en los museos de la memoria feliz
como el cine sobre periodismo. Sus méritos —externos a la propia calidad de la
película— están a la vista: dos periodistas (curiosamente descontextualizados;
viven en y para el Post) se baten contra la oscuridad del poder nixoniano
(siempre en segundo plano) con las armas sagradas de la información (el Grial
de las tres confirmaciones) para enderezar el caso Watergate. La redacción
donde habitan Woodward y Bernstein tiene la blancura aséptica de un quirófano;
los personajes podrían ser tipos ideales weberianos, fabricados con una pizca
de distanciamiento, un poco de colmillo retorcido, un moderado desaliño y un
mucho de firmeza profesional. Por encima de todos (que ya es decir, con Robert
Redford y Dustin Hoffman al lado), brilla Jason Robards como Ben Bradlee (Tom
Hanks no lo mejora en Los papeles del Pentágono). El hipotenso Pakula no rodó
la mejor película sobre el periodismo, pero fabricó un icono portátil para
decorar todos los congresos sobre periodismo y cine.
Un momento de ‘Luna nueva’,
de Howard Hawks.
Igual que la observación
cancela la función de onda de una partícula subatómica, la taquilla ha
cancelado la modalidad autocrítica del cine sobre periodismo. El último gran
intento fue Ausencia de malicia (1981), de Sydney Pollack. El director de
Memorias de África es blando cual ewok, pero su historia tenía la oportunidad
de exponer la connivencia en la sombra del periodismo con el poder político. Un
ayudante del fiscal manipula a una periodista empecinada para que acuse al hijo
de un dirigente sindical. Sobre el tapete estaba el espinoso asunto de los
periodistas como portadores inocentes del mensaje que no controlan ni contrastan.
La estela de Todos los hombres... se prolonga, a través de El desafío: Frost
contra Nixon (Ron Howard. 2008) —más Watergate, más epopeya— hasta Los papeles
del Pentágono de Spielberg. El director convoca una especie de oficio de
difuntos sobre el periodismo; una voluntariosa elegía sobre un tiempo pasado en
la que, entre líneas, se lee la nostalgia por un poder periclitado, tanto como
los imperios persa o romano. El espectador que quiera rodear el argumento
encontrará, a poco que se esfuerce, una idea sugerente: la épica periodística,
su función resistente, radicó y todavía radica en que los periodistas y sus
empresas (Katharine Graham) tenían intereses propios, con frecuencia opuestos a
los políticos y económicos.
https://elpais.com/cultura/2018/01/20/actualidad/1516482147_752976.html
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