La obra de Mapplethorpe no ha
envejecido en absoluto; sus fotos mantienen ese control clásico sobre el medio
y una radicalidad en los temas
Derrick Cross, 1983 © Robert Mapplethorpe
Foundation
Con frecuencia captaba la propia imagen de chico
sexy y guapo, de látigos y braguetas, de rompimientos y suturas; de fotos
brutales y bellísimas; de cuerpos escultura afroamericanos y contracultura leather…
Miraba desafiante a la cámara —lo había hechosu amigo Warhol— maquillado o con pajarita, listo para una
gala benéfica; en poses sadomasoquistas, con chaqueta de cuero y puñal en la
mano; guerrillero, travestido, manteniendo a la muerte a raya… Formas rigurosas
y poses calculadas —un autorretrato de Durero—; imágenes paradójicas e
intensas, sexuales en cada gesto, con esa ultrasexualidad de la década de los
ochenta en que todo valía, o valía al menos un rato: lo que durara la canción o
la raya.
Quién sabe si esa paradoja que salpica la obra de Robert Mapplethorpe es precisamente
lo que hace de su trabajo uno de los más especiales de aquella época tan llena
de fotografías —el que mejor ha envejecido—. Es más, ante su obra —presentada
en el Lacma (Los Angeles County Museum) y el Museo Paul
Getty de la misma ciudad hasta el verano— el espectador tiene
la sensación nítida de estar frente a una propuesta artística que no ha
envejecido en absoluto: las instantáneas del artista estadounidense, fallecido
de sida en 1989, con poco más de 40 años —en plena crisis de la enfermedad—,
siguen manteniendo esa mezcla inesperada de control clásico sobre el medio —a
ratos casi conservador en el modo de iluminar, la sintaxis fotográfica, el uso
del blanco y negro…— y una poderosa radicalidad en los temas tratados.
Autorretrato, 1980
De hecho, sus imágenes, a menudo muy explícitas,
hablan de un deseo poco convencional donde el sadomasoquismo se mezcla con el
homoerotismo —a ratos dulce como el famoso abrazo de los dos jóvenes vestidos
con una corona y a ratos brutal como el cuerpo afroamericano sin rostro,
elegantemente trajeado, de cuyos pantalones emerge indiscreto el pene—; la
sexualidad alternativa y desgarrada de su amiga Patty Smith; andrógina en el caso de la body builder Lisa
Lyon; o descarada en el delicioso retrato de la ancianita Louise Bourgeois, quien lleva uno de sus
falos bajo el brazo a modo de inocente barra de pan.
La contradicción prodigiosa de Mapplerthorpe es la
que las dos exposiciones de Los Ángeles han sido capaces de recuperar
—desvelar, se diría—, junto a otros materiales extraordinarios de su abultado
archivo — más de 3.000 polaroyds, 120.000 negativos, correspondencia…—,
adquirido a medias por ambos museos en 2011. Quién sabe si fue su paradoja entre
clasicismo y radicalidad lo que hizo del artista uno de los más controvertidos
del momento, más allá del miedo colectivo al sida en una época en la cual se
asociaba de forma directa a la comunidad gay que él explicitaba sin tapujos.
Visto el conjunto de las deslumbrantes imágenes
años después se admira la elegancia del fotógrafo casi tanto como su
desenvoltura a la hora de tratar los juegos en los márgenes. Asombran, sobre
todo, esas formas desimplicadas, convertido el deseo alternativo de látigos y cueros
en un ejercicio de estilo también, cargado no obstante de un eficaz mensaje
político que, pienso ahora, quizás hubiera sido menos firme caso de haber
presentado las imágenes una menor perfección estética. ¿Puede acaso el arte
político ser bello? Mirando la obra de Mapplerthorpe, la respuesta afirmativa
está clara. A lo mejor por eso clausuraron la muestra póstuma en la Corcoran Gallery y
no por la supuesta ofensa a la moral pública: las fotos insolentes eran demasiado
perfectas. Para los censores el chico guapo y su estética refinada y clásica no
deberían haberse convertido jamás en los narradores del ultrasexo en los
ochenta. Y, sin embargo, nadie lo relató como él. •
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http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/29/babelia/1459269416_200736.html
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