Desfile de las SA en
Munich celebrando el aniversario del Partido Nazi. HEINRICH HOFFMANN GETTY
IMAGES
Semana sí, semana
no, en la prensa internacional o nacional aparece alguna noticia sobre el
expolio de obras de arte y bienes culturales que los nazis emprendieron a lo
largo de toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Son muchos los museos y
coleccionistas envueltos en conflictos sobre la restitución de obras saqueadas
entonces, y muchos los países implicados. Valga como ejemplo el pleito que hoy
sostienen los herederos de Lilly Cassirer y el Museo Thyssen, de Madrid, sobre
el cuadro de Camille Pissarro Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia,
incautado por el Tercer Reich en 1939.
Desde los años
noventa del pasado siglo, el tema ha adquirido una vívida repercusión
mediática, que tiene su reflejo en el cine y en la literatura, como demuestran
la película de George Clooney Monuments Men o la novela de Almudena Grandes Los
pacientes del doctor García. Tres cuartos de siglo después de la Segunda Guerra
Mundial, este es uno de los problemas heredados que goza de mayor presencia
cotidiana.
El expolio de obras
de arte, sin embargo, es solo la parte más visible y glamurosa de un proceso
mucho más amplio y complejo, que se enmarca en el proyecto étnico
nacionalsocialista. “Europa no es una entidad geográfica, es una entidad
racial”, anunció Adolf Hitler en agosto de 1941, cuando ya gobernaba un vasto
territorio que abarcaba desde el Atlántico hasta las estepas rusas, y desde el
Báltico hasta el Mediterráneo. Conforme a este principio, el Tercer Reich trató
de reordenar jerárquicamente aquel conglomerado de razas, entremezcladas en una
cohabitación que, a ojos de sus ideólogos, resultaba tan repugnante como
peligrosa. En el Nuevo Orden Europeo, escrito así, con mayúsculas, la raza aria
sería hegemónica; los eslavos, un pueblo sometido; los judíos y los gitanos,
exterminados.
Cualquier artículo,
no importa cuán ínfimo fuera o cuál fuese su estado, era carne de reciclaje:
juguetes, libros, vajillas, ropa... incluso bombillas
El Partido
Nacionalsocialista comenzó a perseguir a los judíos inmediatamente después de
acceder al poder. El periodo que se extiende desde las primeras normas
segregacionistas hasta el asesinato en masa fue acompañado de una larga y
compleja serie de medidas dirigidas a privarles de todas sus propiedades. Esta
política de requisas persiguió un fin absolutamente pragmático: transferir sus
bienes a los ciudadanos e instituciones alemanas. Una vez decidida su
aniquilación, el expolio también pretendió borrar su memoria, liquidar su
cultura, cualquier rastro de su presencia.
El saqueo se
estructuró en tres etapas. La primera comenzó mediados los años treinta,
mientras aún residían en sus hogares. En el marco de los decretos de
arianización, que otorgaron una cobertura legal al trasvase forzado de sus
propiedades, los judíos fueron privados de sus activos más valiosos: empresas,
cuentas, inmuebles u obras de arte.
Después, las
viviendas que dejaron tras de sí al partir hacia el exilio, al ser asesinados o
deportados a los campos de concentración, fueron sistemáticamente vaciadas.
Todas: desde las más fastuosas hasta las más modestas, y con independencia de
que sus habitantes hubieran sido obreros, funcionarios o magnates. Cuanto quedó
en ellas fue inventariado y almacenado en el seno de la Möbel Aktion, una
campaña iniciada durante la guerra, destinada a proveer a los ciudadanos
alemanes de los bienes perdidos durante los bombardeos aliados.
La Möbel Aktion
abarcó todo tipo de enseres. Los nazis documentaron con minuciosos informes y
fotografías el saqueo. Las imágenes muestran miles de objetos cotidianos
clasificados y apilados en almacenes: muebles, pinturas, ajuares de dormitorio,
juguetes, libros, vajillas, utensilios de cocina, ropa... incluso bombillas.
Cualquier artículo, no importa cuán ínfimo fuera o cuál fuese su estado, era
carne de reciclaje. Sastres judíos, por ejemplo, remendaban la ropa vieja antes
de empaquetarla y enviarla a Alemania.
El pillaje prosiguió
hasta el final. La última fase acaeció en los campos de exterminio. Cada objeto
que llevaron allí consigo fue clasificado, almacenado, empaquetado y trasladado
a Alemania: ropa, calzado, gafas, bisutería, maletas..., todo era propiedad del
Reich, como hacían saber los guardias a los deportados. “El repertorio de
andrajos es muy alto, lo cual, naturalmente, disminuye la suma de material
vestimentario recuperable”, se lamentaba un burócrata en el informe adjunto a
una remesa de ropa interior y vestidos procedente de Auschwitz.
Al analizar el frío
y meticuloso trabajo de los funcionarios nacionalsocialistas implicados en el
Holocausto, Hannah Arendt acuñó el concepto de banalidad del mal. Informes como
el arriba citado demuestran que el mal no solo fue banal. También era
terriblemente cutre. La raza superior reutilizó las bragas y los calzoncillos,
las palanganas y los orinales de las gentes a las que exterminó. Las obras de
arte fueron un objeto más en un reciclaje extremo y sistemático. Quizás el más
glamuroso, pero su requisa solo puede comprenderse íntegramente en este
contexto de harapos, bacinas y vajillas desportilladas.
Miguel Martorell Linares es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos
Sociales y Políticos en la UNED.
https://elpais.com/elpais/2019/04/30/opinion/1556644704_685870.html
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