domingo, 15 de febrero de 2015

LA POÉTICA DE LA IMPERFECCIÓN. REMBRAND, LA POETICA DE LA IMPERFECCION



En julio de 1656, Rembrandt van Rijn se rindió. Tras pedir préstamos a todos sus amigos y conocidos y no poder devolverlos, tras ver cómo se derretían en sus dedos créditos sin intereses y tras vender algunas de sus pertenencias más preciadas, “elevando sus ojos al cielo ante la catástrofe como San Esteban bajo las piedras”, aceptó la realidad. Estaba arruinado.
A la desesperada había intentado transferir la propiedad de su vivienda, comprada años antes por 13.000 florines, a su hijo Titus, pero la ira de sus numerosos acreedores lo impidió. Para evitar la cárcel pidió  la ‘cessio bonorum’ al Alto Tribunal de Holanda en La Haya. Un último recurso legal contemplado para ciudadanos “decentes” que hubieran caído en desgracia por accidente o mala suerte. La obtuvo, pero eso no evitó que su vivienda se llenara de ‘boedels’, comisarios de insolvencia que realizaron un pormenorizado inventario de todas y cada una de sus posesiones para ponerlas a la venta y saldar parte de sus deudas.
Rembrandt (1606-1669) perdió su casa, su estudio, su colección enciclopédica de arte y de objetos curiosos. Perdió décadas de recuerdos y cientos de extravagancias compradas y recogidas por todo el mundo. Fue el momento más bajo del pintor, el punto de inflexión de un hombre anciano, derrotado y humillado, considerado incapaz ante la ley.

Entre 1635 y 1640 había dicho adiós a tres bebés recién nacidos. En 1642, Saskia murió poco después de dar a luz a Titus. Los retratos de ella apagándose, pintados junto al lecho, muestran desagarro de una forma tan viva que duele. Tuvo un ‘affaire’ con una niñera y acabó en pleitos y drama. El gran genio lo había tenido todo. Fama, familia, honor y dinero. Felicidad y reconocimiento. Y de golpe, recién cumplidos los 50 años, no le quedaba nada.
Pero de la mano del dolor llegó la libertad más absoluta. Con sus pertenencias materiales Rembrandt perdió el miedo, el respeto. Dejó atrás las convenciones, las normas, los recelos. Se liberó de las ataduras de su formación clásica, de la política y de la religión, y encaró la última etapa de su vida, la más honesta, directa. Despreció en voz alta y en nombre de la creatividad el canon conservador del arte y a sus apologetas. Como el poeta y crítico Andries Pels, que lo bautizó como “el primer hereje de la pintura” y forjó la leyenda del hombre que ha inspirado durante 400 años a artistas como Degas, Delacroix, Van Gogh o Lucian Freud.  “Cada pintor se considera a sí mismo un Rembrandt”, aceptó, humilde, Picasso.
A esa época tardía, la que va desde 1650 a 1669, le dedica el Rijksmuseum de Ámsterdam una esperadísima exposición, Late Rembrandt, que arranca hoy tras su paso por Londres. “Es una exposición sin precedentes, más completa que la de la National Gallery. La exposición del año. Y quizás de las mejores que se pueden ver en una vida. Es un artista en el mejor momento de su carrera. Un artista libre de convenciones, de restricciones, de límites”, explica a EL MUNDO Wim Pijbes, director del Rijksmuseum, que acogerá la selección de más de 100 pinturas, grabados y dibujos, llegados desde 35 ubicaciones diferentes hasta el 17 de mayo.<
 La exposición, tan elegante como intensa, muestra y demuestra cómo el tiempo se convirtió en el gran aliado del maestro de Leiden. La colección, en dos bloques de la planta superior de la pinacoteca, arranca con tres autorretratos fechados entre 1659 y 1669, incluyendo el maravilloso oleo  ‘Autorretrato como el Apóstol Pablo”. G. H. Hardy, en su brillante Apología de un matemático reconoce con pesar que “ningún matemático debería permitirse nunca olvidar que su disciplina, más que  ninguna otra ciencia o arte, es un juego para hombres jóvenes”. Rembrandt, emprendiendo un giro valiente e inesperado, demostró con sus dibujos, aguafuertes y pinturas que en su campo ocurre lo contrario.
El hijo de un molinero quiso pintar siempre “desde la vida”. Rompiendo las ideas de belleza y fealdad heredadas de Grecia y Roma. Cuando sus contemporáneos miraban a Francia y su moda en busca de guía él puso sus ojos en Tiziano y definió su propio estilo. “El impacto es evidente porque las obras van directas al corazón del público, sin filtro. El Rembrandt tardío es todo emocional. Le pasó todo. Perdió a su mujer. Perdió a sus hijos. Se arruinó. Pero es libre y pinta sin restricciones. Es una exposición conmovedora”, explica Taco Dibbits, director de Colecciones del museo y uno de los responsables de la selección.
Los pasillos llevan por un viaje en el tiempo que combina la técnica del siglo XVII con la pasión por la razón del XVIII, el amor romántico por el descubrimiento del XIX y el giro positivista de casi principios del XX. Rembrandt, como los historiadores de la escuela de Ranke, quería pintar la vida “tal y como es” y no como debería ser o querríamos que fuese.
“Fue muy criticado en la época, pero no le prestó la menor importancia a las ‘leyes’ del arte. Pintó de forma directa. Incluso de una forma económica sin precedentes. Llega un momento en la vida en el que las personas ya no sienten la presión, las obligaciones de limitarse en lo que dicen. Rembrandt, si alguien tiene una cara extraña, la pinta. Si tiene una imperfección, no la ignora, la busca”, añade Dibbits.

 El pintor tenía que comer, y aceptó encargos convencionales, clásicos, a cambio de importantes sumas. Fue el genio que nos dejó La lección de anatomía a los 26 años y la Ronda de noche a los 36. Pero en vez de acomodarse no dejó de experimentar y de llevar las fronteras un paso más allá de lo que se consideraba aceptable y apropiado, digno, para el arte. “Desde el principio se sintió poderosamente atraído por la ruina, por la poética de la imperfección. Disfrutaba trazando las señales que dejaban las dentelladas de la experiencia mundana: los hoyuelos, las picaduras, los ojos enrojecidos o las arrugas en la piel que daban al rostro humano una riqueza multicolor”, resume Simon Schama en su colosal y abrumadora obra Los ojos de Rembrandt.
Las dos últimas décadas de su larga carrera son los años en los que experimenta sin parar con todo tipo de técnicas para dar formar a sus obras más atrevidas, individualistas e íntimas. “En sus primeros años intentó plasmar mucha acción, pasión, movimiento. Se ven cuchillos a punto de caer. Pinta cosas para que sean vistas. Pero en su periodo tardío está mucho más interesado en figuras que viven y sienten, que se quejan, sufren. Que tienen conflictos internos. No son rostros fríos, sino que podemos ver qué hay en ellos, qué esconden”, explica Gregor J. M. Weber, responsable del Departamento de Artes Decorativas del Rijksmuseum.
Weber elabora una teoría junto a uno de los cuadros más hermosos y profundos de la exhibición, la Mujer anciana leyendo. Una obra poderosa y sencilla, quizás representando a la madre de su amigo y benefactor Jan Six. “Rembrandt es un artista que está realmente ocupado en las décadas de 1650 y 1660. No puede dejar de buscar para encontrar nuevas soluciones, respuestas. Desde luego, lo que más llama la atención es la luz, porque él es el gran maestro, el mago de las sombras. En la Mujer anciana leyendo se ve el efecto, la fuerza. La luz brilla desde el corazón del libro y se refleja en su cara. Es una luz indirecta que hace que la escena sea íntima. Mire sus manos. Estamos muy cerca, en la sala leyendo la Biblia con ella. Al pintor le interesa la intimidad, acercarse a los sujetos, a los modelos. Y esto es un precioso ejemplo de ello”.
Luz, silencio e intimidad son quizás las palabras que mejor recogen el espíritu de la muestra. “Con gusto daría 10 años de mi vida si pudiera pasar dos semanas contemplando el cuadro sólo con un trozo de pan seco que comer” escribió Van Gogh en 1885 tras descubrir La novia judía, uno de los capolavori de la colección.
Y lo mismo vale para el Retrato de Jan Six, quizás el mejor de todo el siglo XVII. Para La Conspiración de los Bátavos bajo Claudio Civilis, Los Síndicos o La lección de anatomía del doctor Joan Deyman. Pero también para los bocetos de desnudos o los crudos dibujos de Elsje Christiaens ahorcada.  “Excepto por las Sagradas Escrituras, Rembrandt no se preocupaba por otro libro que no fuera el de la decadencia; con sus verdades escritas en las arrugas marcadas sobre la frente de hombres y mujeres ancianos. Era un pelador compulsivo que rabiaba por descubrir la envoltura de las cosas y las personas y extraer el contenido en vuelto en ellas”, afirma Schama, uno de los grandes expertos en el arte barroco holandés.
“Tuvo que ser un pintor muy obsesivo, que se juzgaba con dureza. Quiere saber cómo hacerlo todo. La mejor forma de pintar el reflejo de la luz en una cuchara o un gesto de ternura. Cómo crear un efecto tridimensional en una superficie plana”, indica Tido Dibbits. Los problemas son siempre los mismos, pero la forma técnica de afrontarlos cambia, mejora, durante toda su vida porque no encuentra satisfacción. Quiere ser mejor, mejor, mejor.
“El Rembrandt de sus últimos años da siempre un paso hacia lo desconocido. Es lo que distingue a los grandes maestros. Están dispuestos a dar un paso más, sin saber a dónde lleva, pero deseando descubrirlo. Por eso fue tan innovador”.  Pero la suya no fue el tipo de obsesión que conduce a la frustración o la ira. Es una obsesión exploratoria. “No vemos desesperación, no en la forma en la que pinta. Sus autorretratos no muestran dolor, dicen: éste soy yo, tomadme tal y como soy. No quiere cambiarlo”, precisa Gregor Weber.
Sabemos, por sus discípulos, que Rembrandt el maestro también fue implacable. Cada uno de ellos pagaba hasta 100 florines al año por recibir instrucción en du estudio, y él sólo les prestaba atención directa o indirecta a partir del segundo año, como pronto. Llegó a tener más de 50 pupilos, y pese al volumen de ingresos, siempre tuvo apuros financieros. “Gastaba dinero como agua. No lo derrochaba en vicios. No iba a los cafés o a las tabernas como sus colegas y amigos. No hizo nada no relacionado con el arte. Pintaba, enseñaba y compraba. Era un marchante. Pensaba, respiraba y comía arte”, aclara Leonore van Sloten, responsable de la colección de la Casa Museo del pintor en el centro de Ámsterdam.
“Era un perfeccionista, un maestro muy severo que estaba convencido de que igual que un niño aprende a andar practicando, un artista domina la técnica trabajando, por eso pintaba sin descanso. Nunca salió de Holanda, pero tenía 800 páginas de grabados de todo el mundo. Pagó una fortuna por ello. Rembrandt, como Bacon, continuamente estudió, sin descanso, para ir siempre un poco más allá”, prosigue la responsable.

En sus cuadros finales, reunidos por primera y quizás última vez, el holandés reduce al mínimo las expresiones faciales, los movimientos, la cantidad de figuras. No le interesa la lucha exterior, sino la interior. “En la exposición se ve cómo él hace una sugerencia y el espectador la completa. Es cuando haces una película. Puedes grabar la realidad, a una persona andando por una habitación. Sin más. Y sin embargo, algo tan normal puede parecer poco real. Y con un montaje, cambiando planos, haciendo que el plano sea más corto, logras que parezca mucho más vivo. Eso es entender al que mira. Y es lo que hace de Rembrandt el más grande de la historia junto a Velazquez”, concluye el responsable de Exposiciones del Rijksmuseum.
Para Rembrandt, al igual que para Shakespeare, el mundo entero era un escenario. “Ningún pintor observó nunca con una inteligencia tan pródiga ni una compasión tan inagotable los estímulos previos a una situación, las reacciones posteriores y el desordenado espectáculo que se ofrece entre ambos”, escribió Schama hace casi 40 años.
En las obras expuestas en Ámsterdam se nota la transición desde el detalle al conjunto. Hay una eficiencia increíble en su trabajo final. Para mostrar un pliegue necesita sólo un gesto, un golpe de pincel. Comprende que sólo necesita unas pocas palabras, unos trazos. Entiende en la espectacular Simeón y el niño Jesús que apenas unas figuras oscurecidas, esbozadas, bastan. Entiende, con Chesterton, que el arte, como la moral, consiste en saber dónde trazar las líneas. Y que bien hecho, permiten no sólo ver, sino sentir, oler y casi tocar.
Permiten, nos permiten, oír a Simeón, con los ojos cerrados y bendecido con el don de sostener al redentor entre sus brazos, susurrar “ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz” (Lucas 2:29). Permiten encontrar algo recto en el fuste torcido de la humanidad. Rembrandt, el tardío, permite disfrutar de la fuerza de la libertad en la poética de la imperfección.

http://maventrap.es/2015/02/15/la-poetica-de-la-imperfeccion/

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