RUBÉN AMÓN Berlín
Veinte minutos de aplausos y el público en pie. La
relación 'rutinaria' de Plácido Domingo con el triunfo carecería de valor informativo
si no fuera por la dimensión inverosímil de su carrera. No ya por la edad, 73
años. Ni porque se encuentra a cuatro peldaños de los 150 papeles, sino por la
autoridad con que resuelve los mayúsculos desafíos que él mismo se propone a
semejanza de Hércules.
Fue en la Staatsoper de Berlín donde inició hace
un lustro la mutación de tenor a barítono. Y ha sido en Berlín donde asumió
anteanoche el papel supremo de los barítonos verdianos. Hablamos de 'Macbeth' y
del mérito que revestía exponerse a un público estricto, por mucho que Domingo
ejerza, como ejerce, un magnetismo y una capacidad de sugestión que lo
preservan de los eventuales problemas vocales.
Es 'Macbeth' la décima ópera de Verdi y es
'Macbeth' la décima vez en que Domingo se realiza como barítono, consciente
de que su identificación visceral y académica con la música verdiana le
consiente desenvolverse entre líneas como si los papeles estuvieran escritos
para él. También ahora, que el otoño de su carrera evoca el desenlace del
cuarto acto de Macbeth, implorando "piedad, respeto y amor".
Volvieron a aclamarlo en el desenlace del aria. Y
debió sentirse Domingo confortado por la repercusión berlinesa de su enésima
proeza, abrumando a quienes lo retiraron hace 40 años. Y a quienes entendieron
que su aventura baritonal representaba una temeridad, no digamos cuando el
cantante decidió legitimarse en los grandes escenarios. Incluida la Staatsoper
de Berlín y la función a corazón abierto que dirigió Daniel Barenboim el sábado
noche con una proyección expresionista.
Expresionista quiere decir que el maestro
nos hizo conscientes del vanguardismo verdiano. Que nos trasladó el
desgarro y la oscuridad de la música. Que nos tuvo a los espectadores en un
estado de suspense, aunque es cierto que semejante intensidad permitió también
que nos regocijáramos con los pasajes melódicos.
Pudimos, pues, mecernos en las butacas con nobleza
de René Pape y pudimos impresionarnos, negativamente, con el sufrimiento de
Rolando Villazón, sobreexpuesto a una función desgraciada en contraste con la
plenitud de Liudmyla Monastyrska.
Lo mejor de la
noche
La soprano rusa es un prodigio vocal. Una cantante
desgarrada y refinada a la vez. Una Lady Macbeth intimidatoria y de
imponente personalidad escénica, entre cuyos méritos destaca además haber
interiorizado la dramaturgia conceptual y atemporal de Peter Mussbach. Suya es
la idea de extrapolar la ópera a una reflexión del poder desde la perspectiva
parasitaria, razón por la cual el montaje relaciona los hombres con los
insectos. En la sumisión gregaria (el pueblo). En la pugna de la supervivencia.
Y en los rasgos mutantes, selectivos, que hacen de Macbeth un zangano y
de su esposa una abeja reina malograda por el caudal desproporcionado
de su propio veneno.
Se mereció Liudmyla Monastyrska las mayores
ovaciones de la noche, aunque debió quedarse impresionada con el asedio de los
melómanos y de los mitómanos al camerino de Plácido Domingo. Tuvo la amabilidad
de satisfacerlos a todos. Firmó autógrafos. Se dejó fotografiar con el
disfraz de Macbeth. Condescendió con el pasaje de un autobús de catalanes
que se había desplazado al acontecimiento. Matronas que estuvieron en su debut
del Liceo. Caballeros que perdieron los papeles para estrecharle la mano.
"Me tengo que ir haciendo con el papel",
nos explicaba Domingo. "Es éste un personaje fascinante. Que declama y que
canta. Que requiere un gran esfuerzo vocal y artístico, pero que luego está
lleno de satisfacciones. Es una gozada cantar 'Macbeth'. Es un enorme
privilegio".
http://www.elmundo.es/cultura/2015/02/09/54d8719122601d87198b456c.html
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