Hizo de
su vida la mejor de las obras de arte que generó el surrealismo en los años de
fervescencia de las vanguardias.
Coleccionista de amantes,
ambiciosa, inteligente, cultísima y visionaria, borró casi todas las huellas de
su biografía para ejercer de musa y, más aún, de obsesión.
ANTONIO
LUCAS
Elena Ivanovna Diakonova era una niña flacucha, de pelo muy negro,
ojos muy juntos y una cabeza poblada de ideas extraordinarias que le otorgaban
ese punto abisal que tienen las rarezas verdaderas. Nació en 1894, en Kazán
(Imperio Ruso), una madrugada en que soplaba un aire demasiado loco como para
recibir a nadie en casa. Gala creció en un bautismo de versos y compositores,
hija de dos intelectuales que decidieron hacer de la muchacha una alforja de
virtudes. Iba al mismo colegio que la poeta Marina Tsvetáyeva. Quería
escribir, pero aún más deseaba ser escritura. Gala, entonces, llevaba el pelo a
lo chico, con una ráfaga vital entre malvada y seductora. Gastaba estructura
general de gata que resaltaba sus modales distinguidos. Pero más allá de aquel
dulce oficio de ser una damita sofisticada, crecía el incalculable afán
redentorista de no fiarse sólo de la realidad. Le atraía lo sobrenatural, el
arte adivinatorio del Tarot y manifestaba una suerte de cualidades paranormales
que ensanchaban aún más su extremada superstición. Todo en su hábitat era
extraño. Todo apuntaba desde niña hacia una vocación mediúmnica desde la que
fue construyendo su biografía devastando cualquier huella que pudiera revelar
sus entrañas emocionales. Gala hizo del mundo su ouija y de sí misma el
único espíritu a invocar.
Comprendió pronto que para ser algo en la vida uno debe hacer la
guerra por su cuenta. Con una pasión de niña obcecada se enamoró de su profesor
de literatura, que apostó por contornearla con un complemento vitamínico de
Tolstoi y Dostoyevski. Fue la primera señal carnal de aquella criatura
decidida a ser la viga maestra del universo. Por entonces, Gala carecía de
nociones sobre el placer pero poseía un instinto de jaguar que iba apuntalando
por dentro el cimiento de una sexualidad lujuriante, libérrima, sin reglas,
como una blasfemia en el cuerpo de una Virgen. Y aquel secreto programa
estrafalario comenzó a tomar forma en 1912. Tiene 17 años y una tuberculosis
que se agrava. La niña «está del pecho» y la familia decide ingresarla en el
sanatorio de Clavadel, cerca de Davos (Suiza), colmena de intelectuales y
artistas europeos con los pulmones desflecados. Y allí comenzó su fiesta.
Gala se hace sitio en las montañas y despliega ante la afición del
balneario encantos de grillo hipnótico. Entre la hinchada hay dos poetas: el
brasileño Manuel Bandeira y el francés Eugène Grindel, que tiempo después sería
uno de los guapos del surrealismo y quizá el mejor de sus escritores, aunque
con el nombre de Paul Éluard. La joven comienza a sentir un apetito de carne de
verdad al calor de aquel muchacho que aún quería ser novelista. Y entre
ambos se establece una eléctrica zona donde colisiona el amor, los sueños, las
ambiciones y un creciente instinto de libertad como complemento chamánico de su
deseo, que se repartía entre los cuerpos y la conquista de París. Éluard es
la llave maestra para el alunizaje perfecto en la ciudad. Se separan por un año
y entre ambos generan un cruce de cartas prodigioso. En 1917 se casan en París.
Gala está ya en el eje del mundo, ahora sólo tiene que desplegar de nuevo su
magia negra.
Las vanguardias levantan su vuelo sin esquinas y Gala Éluard, junto al
primer hombre que le voltea el ansia, se instala en el centro del surrealismo.
Borra cualquier rastro de su pasado. Nadie sabe ya qué es Gala. Quién es. Pero
ejerce una fascinación de mujer diminuta, divina y huesuda con las patas finas
y combadas, capaz de acechar a su alucinada presa durante horas hasta que lo
tumbaba debajo, hechizado, después de permitir que le trasteara los pechos.
Descubre a los poetas, a los artistas, a los músicos, a los fotógrafos... Por
allí asoma también su hocico fino un joven catalán con modales de genio
aflautado, Salvador Dalí. En aquellos años 20, Gala se zampa cada día un libro
y cada noche a un par de amantes. Su desarrollo espiritual es un espectáculo.
El pintor Giorgio de Chirico es uno de sus alimentos terrestres. Pero el
más extraordinario es el también pintor Max Ernst, íntimo de Éluard. Los tríos
se suceden y Gala se afianza como la mantis del grupo. Todos la adoran, menos
el jefe de la tribu, André Breton, que la odia. Ella era insaciable y él
puritano. «El esperma es la única vitamina que me fortalece», decía. Alimentaba
de este modo el misterio subrayado por su exotismo. «Si es bueno es porque ha
estado enamorado de Gala», decían entre los creadores al valorar la obra de
algún colega. Tal era su capacidad de arrebato en los otros. «Esa mujer era
mitad ángel, mitad marisco», acuñó la pintora Maruja Mallo. Había
conseguido instaurarse como la llama de combustión del surrealismo, así que una
vez tomada esta plaza convenía saltar algo más lejos.
En los primeros días de agosto de 1929, Gala y Paul Éluard viajan al
Ampurdán junto a René Magritte y Camille Goemans, acompañados de sus
respectivas parejas. El joven Dalí, de piel aceitunada, ejerce de anfitrión.
Gala no lo conocía en directo y el primer encuentro resulta catastrófico. «Ese
chico es un coprofílico desequilibrado», comenta. Desde el primer instante, la
reacción de Dalí ante Gala es anómala. Cada vez que intenta hablar con ella
lanza una risa histérica. Al día siguiente del primer contaco, el pintor decide
epatar algo más y demostrando un surrealismo de la mayor pureza se afeita las
axilas, las unta de azulete, escoge unos pantalones de lino blanco vueltos del
revés y se lanza de costado a una montaña de estiércol con un salto impecable.
Una vez rematado el ritual se presentó ante Gala con una margarita pinzada de
una oreja para ofrendar devoción a la nueva diosa. No se volvieron a separar.
«Amo a Gala más que a mi padre, más que a mi madre, más que a Picasso y más
incluso que al dinero», afirmó Dalí. En aquel encuentro estaba también su hasta
entonces inseparable Luis Buñuel, que casi estrangula a la nueva musa daliniana
tras un cruce de reproches y ascos a la orilla del mar de Cadaqués mientras
Salvador implora clemencia de rodillas como un niño loco. La venganza del
catalán por el desprecio a su mujer fue perversa y mendaz. En 'La vida secreta
de Salvador Dalí', publicado en 1940, acusó al cineasta de ateo, lo que provocó
su expulsión del cargo que ocupaba en el MoMA de Nueva York. Pero esta es otra
historia.
Gala y Dalí se casaron en 1932 con toda la familia en contra. Pasaron
juntos 50 años. Éluard, abandonado, nunca dejó de amarla. Fría, rápida como la
sangre, esotérica y sexualmente insaciable puso a aquel muchacho genial en la
senda de la industria del arte. Lo convirtió en Avida Dollars. Dalí se degradó
lentamente hasta convertirse en la más preciada obra de Gala Ivanovna
Diakonova. Ella le llevó a alcanzar una gloria de hombre orquesta que tapaba su
realidad de pintor sin fuerza. «Mi padre tenía razón: soy mejor escritor que pintor».
El matrimonio se convirtió en una 'performance' e inauguró el puente aéreo
entre Nueva York y París. Gala cambió a los intelectuales puros por gigolós.
Muchachos bien remunerados para ser engullidos en el catre mientras el artista
contemplaba el trance como forma de rebelión.
En la historia de esta pareja inquietante y sideral no es posible
definir dónde empieza Gala y dónde acaba Dalí. «Primero creí que ella iba a
devorarme; pero, por el contrario, me ha enseñado a comer lo real. Firmando mis
cuadros como Gala-Dalí, no hago más que dar nombre a una verdad existencial,
porque no existiría sin mi gemela Gala». Pocas mujeres han generado tanto
desafío. Tan caudaloso enigma. Desde 1958 fijaron su residencia entre Figueras
y Cadaqués. Dalí seguía dando la batalla del disparate, pero el mundo ya no era
el mismo. Adquirió para Gala el castillo de Púbol. Para acceder, Dalí tenía que
fijar cita. Los amantes se sucedían, los chicos tiernos e intrigados por
aquella señora que era, más que musa, un enigma, una obsesión. Cuando murió, en
1982, fue enterrada en la cripta del castillo. Cuentan que Dalí dejó también de
vivir, de comer, de beber, de respirar. Ella lo liberó y lo afianzó en lo mejor
de la locura. Aquel supremo placer que experimentaba Salvador Dalí por el hecho
de ser Dalí fue la obra minuciosa de una mujer algo irreal. De pelo muy negro y
ojos muy juntos.
http://www.elmundo.es/cultura/2015/02/08/54d6670b22601d2a3c8b4582.html
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