En julio de 1656, Rembrandt van Rijn se rindió. Tras pedir préstamos a
todos sus amigos y conocidos y no poder devolverlos, tras ver cómo se derretían
en sus dedos créditos sin intereses y tras vender algunas de sus pertenencias
más preciadas, “elevando sus ojos al cielo ante la catástrofe como San Esteban
bajo las piedras”, aceptó la realidad. Estaba arruinado.
A la desesperada había intentado transferir la propiedad de su
vivienda, comprada años antes por 13.000 florines, a su hijo Titus, pero la ira
de sus numerosos acreedores lo impidió. Para evitar la cárcel pidió la
‘cessio bonorum’ al Alto Tribunal de Holanda en La Haya. Un último recurso
legal contemplado para ciudadanos “decentes” que hubieran caído en desgracia
por accidente o mala suerte. La obtuvo, pero eso no evitó que su vivienda se
llenara de ‘boedels’, comisarios de insolvencia que realizaron un pormenorizado
inventario de todas y cada una de sus posesiones para ponerlas a la venta y
saldar parte de sus deudas.
Rembrandt (1606-1669) perdió su casa, su estudio, su colección
enciclopédica de arte y de objetos curiosos. Perdió décadas de recuerdos y
cientos de extravagancias compradas y recogidas por todo el mundo. Fue el
momento más bajo del pintor, el punto de inflexión de un hombre anciano, derrotado
y humillado, considerado incapaz ante la ley.
Entre 1635 y 1640 había dicho adiós a tres bebés recién nacidos. En
1642, Saskia murió poco después de dar a luz a Titus. Los retratos de ella
apagándose, pintados junto al lecho, muestran desagarro de una forma tan viva
que duele. Tuvo un ‘affaire’ con una niñera y acabó en pleitos y drama. El gran
genio lo había tenido todo. Fama, familia, honor y dinero. Felicidad y
reconocimiento. Y de golpe, recién cumplidos los 50 años, no le quedaba nada.
Pero de la mano del dolor llegó la libertad más absoluta. Con sus
pertenencias materiales Rembrandt perdió el miedo, el respeto. Dejó atrás las
convenciones, las normas, los recelos. Se liberó de las ataduras de su
formación clásica, de la política y de la religión, y encaró la última etapa de
su vida, la más honesta, directa. Despreció en voz alta y en nombre de la
creatividad el canon conservador del arte y a sus apologetas. Como el poeta y
crítico Andries Pels, que lo bautizó como “el primer hereje de la pintura” y
forjó la leyenda del hombre que ha inspirado durante 400 años a artistas como
Degas, Delacroix, Van Gogh o Lucian Freud. “Cada pintor se considera a sí
mismo un Rembrandt”, aceptó, humilde, Picasso.
A esa época tardía, la que va desde 1650 a 1669, le dedica el
Rijksmuseum de Ámsterdam una esperadísima exposición, Late Rembrandt,
que arranca hoy tras su paso por Londres. “Es una exposición sin precedentes,
más completa que la de la National Gallery. La exposición del año. Y quizás de
las mejores que se pueden ver en una vida. Es un artista en el mejor momento de
su carrera. Un artista libre de convenciones, de restricciones, de límites”,
explica a EL MUNDO Wim Pijbes, director del Rijksmuseum, que acogerá la
selección de más de 100 pinturas, grabados y dibujos, llegados desde 35
ubicaciones diferentes hasta el 17 de mayo.<
La exposición, tan elegante como intensa, muestra y demuestra cómo el
tiempo se convirtió en el gran aliado del maestro de Leiden. La colección, en
dos bloques de la planta superior de la pinacoteca, arranca con tres
autorretratos fechados entre 1659 y 1669, incluyendo el maravilloso oleo
‘Autorretrato como el Apóstol Pablo”. G. H. Hardy, en su brillante Apología
de un matemático reconoce con pesar que “ningún matemático debería
permitirse nunca olvidar que su disciplina, más que ninguna otra ciencia
o arte, es un juego para hombres jóvenes”. Rembrandt, emprendiendo un giro
valiente e inesperado, demostró con sus dibujos, aguafuertes y pinturas que en
su campo ocurre lo contrario.
El hijo de un molinero quiso pintar siempre “desde la vida”. Rompiendo
las ideas de belleza y fealdad heredadas de Grecia y Roma. Cuando sus
contemporáneos miraban a Francia y su moda en busca de guía él puso sus ojos en
Tiziano y definió su propio estilo. “El impacto es evidente porque las obras
van directas al corazón del público, sin filtro. El Rembrandt tardío es todo
emocional. Le pasó todo. Perdió a su mujer. Perdió a sus hijos. Se arruinó.
Pero es libre y pinta sin restricciones. Es una exposición conmovedora”,
explica Taco Dibbits, director de Colecciones del museo y uno de los
responsables de la selección.
Los pasillos llevan por un viaje en el tiempo que combina la técnica
del siglo XVII con la pasión por la razón del XVIII, el amor romántico por el
descubrimiento del XIX y el giro positivista de casi principios del XX.
Rembrandt, como los historiadores de la escuela de Ranke, quería pintar la vida
“tal y como es” y no como debería ser o querríamos que fuese.
“Fue muy criticado en la época, pero no le prestó la menor importancia
a las ‘leyes’ del arte. Pintó de forma directa. Incluso de una forma económica
sin precedentes. Llega un momento en la vida en el que las personas ya no
sienten la presión, las obligaciones de limitarse en lo que dicen. Rembrandt,
si alguien tiene una cara extraña, la pinta. Si tiene una imperfección, no la
ignora, la busca”, añade Dibbits.
El pintor tenía que comer, y aceptó encargos convencionales, clásicos,
a cambio de importantes sumas. Fue el genio que nos dejó La lección de
anatomía a los 26 años y la Ronda de noche a los 36. Pero
en vez de acomodarse no dejó de experimentar y de llevar las fronteras un paso
más allá de lo que se consideraba aceptable y apropiado, digno, para el arte.
“Desde el principio se sintió poderosamente atraído por la ruina, por la
poética de la imperfección. Disfrutaba trazando las señales que dejaban las
dentelladas de la experiencia mundana: los hoyuelos, las picaduras, los ojos
enrojecidos o las arrugas en la piel que daban al rostro humano una riqueza
multicolor”, resume Simon Schama en su colosal y abrumadora obra Los ojos de
Rembrandt.
Las dos últimas décadas de su larga carrera son los años en los que
experimenta sin parar con todo tipo de técnicas para dar formar a sus obras más
atrevidas, individualistas e íntimas. “En sus primeros años intentó plasmar
mucha acción, pasión, movimiento. Se ven cuchillos a punto de caer. Pinta cosas
para que sean vistas. Pero en su periodo tardío está mucho más interesado en
figuras que viven y sienten, que se quejan, sufren. Que tienen conflictos
internos. No son rostros fríos, sino que podemos ver qué hay en ellos, qué
esconden”, explica Gregor J. M. Weber, responsable del Departamento de Artes
Decorativas del Rijksmuseum.
Weber elabora una teoría junto a uno de los cuadros más hermosos y
profundos de la exhibición, la Mujer anciana leyendo. Una obra poderosa
y sencilla, quizás representando a la madre de su amigo y benefactor Jan Six.
“Rembrandt es un artista que está realmente ocupado en las décadas de 1650 y
1660. No puede dejar de buscar para encontrar nuevas soluciones, respuestas.
Desde luego, lo que más llama la atención es la luz, porque él es el gran
maestro, el mago de las sombras. En la Mujer anciana leyendo se ve
el efecto, la fuerza. La luz brilla desde el corazón del libro y se refleja en
su cara. Es una luz indirecta que hace que la escena sea íntima. Mire sus
manos. Estamos muy cerca, en la sala leyendo la Biblia con ella. Al pintor le
interesa la intimidad, acercarse a los sujetos, a los modelos. Y esto es un
precioso ejemplo de ello”.
Luz, silencio e intimidad son quizás las palabras que mejor recogen el
espíritu de la muestra. “Con gusto daría 10 años de mi vida si pudiera pasar
dos semanas contemplando el cuadro sólo con un trozo de pan seco que comer”
escribió Van Gogh en 1885 tras descubrir La novia judía, uno de los capolavori de
la colección.
Y lo mismo vale para el Retrato de Jan Six, quizás el mejor de
todo el siglo XVII. Para La Conspiración de los Bátavos bajo
Claudio Civilis, Los Síndicos o La lección de anatomía del doctor Joan
Deyman. Pero también para los bocetos de desnudos o los crudos dibujos de
Elsje Christiaens ahorcada. “Excepto por las Sagradas Escrituras,
Rembrandt no se preocupaba por otro libro que no fuera el de la decadencia; con
sus verdades escritas en las arrugas marcadas sobre la frente de hombres y
mujeres ancianos. Era un pelador compulsivo que rabiaba por descubrir la
envoltura de las cosas y las personas y extraer el contenido en vuelto en
ellas”, afirma Schama, uno de los grandes expertos en el arte barroco holandés.
“Tuvo que ser un pintor muy obsesivo, que se juzgaba con dureza.
Quiere saber cómo hacerlo todo. La mejor forma de pintar el reflejo de la luz
en una cuchara o un gesto de ternura. Cómo crear un efecto tridimensional en
una superficie plana”, indica Tido Dibbits. Los problemas son siempre los
mismos, pero la forma técnica de afrontarlos cambia, mejora, durante toda su
vida porque no encuentra satisfacción. Quiere ser mejor, mejor, mejor.
“El Rembrandt de sus últimos años da siempre un paso hacia lo
desconocido. Es lo que distingue a los grandes maestros. Están dispuestos a dar
un paso más, sin saber a dónde lleva, pero deseando descubrirlo. Por eso fue
tan innovador”. Pero la suya no fue el tipo de obsesión que conduce a la
frustración o la ira. Es una obsesión exploratoria. “No vemos desesperación, no
en la forma en la que pinta. Sus autorretratos no muestran dolor, dicen: éste
soy yo, tomadme tal y como soy. No quiere cambiarlo”, precisa Gregor Weber.
Sabemos, por sus discípulos, que Rembrandt el maestro también fue
implacable. Cada uno de ellos pagaba hasta 100 florines al año por recibir
instrucción en du estudio, y él sólo les prestaba atención directa o indirecta
a partir del segundo año, como pronto. Llegó a tener más de 50 pupilos, y pese
al volumen de ingresos, siempre tuvo apuros financieros. “Gastaba dinero como
agua. No lo derrochaba en vicios. No iba a los cafés o a las tabernas como sus
colegas y amigos. No hizo nada no relacionado con el arte. Pintaba, enseñaba y
compraba. Era un marchante. Pensaba, respiraba y comía arte”, aclara Leonore
van Sloten, responsable de la colección de la Casa Museo del pintor en el
centro de Ámsterdam.
“Era un perfeccionista, un maestro muy severo que estaba convencido de
que igual que un niño aprende a andar practicando, un artista domina la técnica
trabajando, por eso pintaba sin descanso. Nunca salió de Holanda, pero tenía
800 páginas de grabados de todo el mundo. Pagó una fortuna por ello. Rembrandt,
como Bacon, continuamente estudió, sin descanso, para ir siempre un poco más
allá”, prosigue la responsable.
En sus cuadros finales, reunidos por primera y quizás última vez, el
holandés reduce al mínimo las expresiones faciales, los movimientos, la
cantidad de figuras. No le interesa la lucha exterior, sino la interior. “En la
exposición se ve cómo él hace una sugerencia y el espectador la completa. Es
cuando haces una película. Puedes grabar la realidad, a una persona andando por
una habitación. Sin más. Y sin embargo, algo tan normal puede parecer poco
real. Y con un montaje, cambiando planos, haciendo que el plano sea más corto,
logras que parezca mucho más vivo. Eso es entender al que mira. Y es lo que
hace de Rembrandt el más grande de la historia junto a Velazquez”, concluye el
responsable de Exposiciones del Rijksmuseum.
Para Rembrandt, al igual que para Shakespeare, el mundo entero era un
escenario. “Ningún pintor observó nunca con una inteligencia tan pródiga ni una
compasión tan inagotable los estímulos previos a una situación, las reacciones
posteriores y el desordenado espectáculo que se ofrece entre ambos”, escribió
Schama hace casi 40 años.
En las obras expuestas en Ámsterdam se nota la transición desde el
detalle al conjunto. Hay una eficiencia increíble en su trabajo final. Para
mostrar un pliegue necesita sólo un gesto, un golpe de pincel. Comprende que
sólo necesita unas pocas palabras, unos trazos. Entiende en la espectacular Simeón
y el niño Jesús que apenas unas figuras oscurecidas, esbozadas,
bastan. Entiende, con Chesterton, que el arte, como la moral, consiste en saber
dónde trazar las líneas. Y que bien hecho, permiten no sólo ver, sino sentir,
oler y casi tocar.
Permiten, nos permiten, oír a Simeón, con los ojos cerrados y
bendecido con el don de sostener al redentor entre sus brazos, susurrar “ahora,
Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz” (Lucas 2:29). Permiten
encontrar algo recto en el fuste torcido de la humanidad. Rembrandt, el tardío,
permite disfrutar de la fuerza de la libertad en la poética de la imperfección.
http://maventrap.es/2015/02/15/la-poetica-de-la-imperfeccion/
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