JORGE BUSTOS
Nos están suicidando porque los suicidas no se manifiestan. Cuando
el suicidio no llega al periodismo, es el periodismo el que se suicida
El 19 de julio de 2017 un hombre célebre que se encontraba de cacería
en una finca cordobesa apoyó en el suelo la culata de un rifle del calibre 270,
inclinó el tórax sobre la boca del cañón y apretó el gatillo. Bastaron horas
para que todos los titulares contemplasen el suicidio, y bastó un solo día para
que dos digitales de izquierda -depositaria oficial de la compasión- titularan:
"Miguel Blesa, otra muerte sospechosa relacionada con la corrupción» y «La
muerte de Blesa pone a salvo su botín". A nadie le preocupó entonces ni su
esposa ni su hija. Se trataba de un banquero corrupto de derechas. El eslabón
más débil en la cadena antropológica de la empatía.
La cobertura de la desaparición de Blanca Fernández Ochoa ha
acusado un terror secular al tabú del suicidio, paliado once días después por
eufemismos del tipo "muerte no violenta no accidental". Pero aquel
terror lo inspiraba el juicio inquisitorial de la profesión y el corazón
palpitante del público, unidos ambos, emisor y receptor, en la hipocresía
colectiva que toca la entraña de nuestra nación católica y sentimental, donde
durante siglos se excluyó a los suicidas de los cementerios decentes. Ese
estigma dura. La santa indignación tuitera contra el morbo nace de un
compartido hondón religioso que exige los paños calientes de la fe -sigamos
creyendo que vive, y si no que fue un accidente, y si no que está en el cielo-
para amordazar las implacables conclusiones de la razón. Y sí, el periodismo
siempre ha trabajado con las emociones, pero se supone que no debe consentir
que las emociones trabajen por él. Con Blesa era fácil, porque aquel hombre no
emocionaba a nadie.
Del suicidio se habló mucho cuando lo peor de la crisis, pero eso
solo fue posible porque el suicidio se presentaba como homicidio: asesinatos de
pérfidos desahuciadores. La pena mezclada y agitada con la ira política es un
combustible tan inflamable que su detonación ciega toda posibilidad de
vislumbrar la intimidad de una familia. Sin embargo la reminiscencia clerical
del periodismo patrio empieza quizá a despejarse. El jueves Carlos Alsina, que
no es por fortuna la clase de periodista que sacrifica la inteligencia al ídolo
corporativo, pronunció lentamente la palabra "suicidio" y luego atacó
el tabú mientras la audiencia se iba encogiendo. Diez españoles se matan al día
y no parece que todos lo hagan desde la soberana lucidez de un Gabriel
Ferrater. Suicidarse no es una vergüenza innombrable. Lo que da vergüenza es la
cobardía de políticos y periodistas que excusan su silencio en la delicadeza
epitelial de su sensibilidad, mientras avanza una lacra muda que no moviliza
pancartas zafias del estilo Nos están suicidando porque los suicidas no se
manifiestan. Cuando el suicidio no llega al periodismo, es el periodismo el que
se suicida.
https://www.elmundo.es/opinion/2019/09/07/5d72ac7a21efa0e0218b4653.html
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