ANTONIO LUCAS
Pocos hombres tan secretos en la literatura como
este Conde de Lautréamont del que poco se sabe. Lo que nos ha llegado de su
biografía es insuficiente. Unos cuantos datos, dos fotografías, alguna anécdota
lejana y mil incógnitas. Tan sólo trazó un puñado de poemas, un prefacio y un
libro de prosas con el que volteó la poesía francesa del último tercio del
siglo XIX. Dejó una fecha de nacimiento y otra de muerte. Un cadáver de 24 años
al que se le perdió el rastro poco tiempo después de echarle tierra encima.
Unas cartas con preguntas, ansiedades e instrucciones a su temeroso editor. Y
una leyenda forjada por los otros que amplifica su escaso repertorio. Tal es el
ajuar del más insólito de los poetas. Parece que hubiese existido para
que los demás le buscaran sitio en la vida, porque él estaba a otros
asuntos, como el de revocar la poesía anterior con un estruendo de versos donde
reclama y practica lo imposible.
Isidore Ducasse nació en Montevideo en 1846. Hijo
del diplomático francés François Ducasse y de Celestine Jaquette Davezac, que
lo deja huérfano con un año y ocho meses. De lo que sucede en esa casa no se
encontró rastro en libro alguno y él jamás lo refirió. De la infancia de
Ducasse no existe señal, como si hubiera querido esconder toda huella que dejara
a su paso, cualquier surco vital, cualquier ruido de arteria. Diríamos que los
primeros años de Isidore tienen algo de pretexto animal para convocar ya en la
adolescencia la enérgica agresión de su escritura ("bella como el
temblor de las manos del alcohólico"). Versos que cantan más allá de
la muerte como un proyecto de alucinación con gotas de humor negro.
De su infancia no existe rastro, como si hubiera
querido borrar toda huella.
A los 13 años el padre lo embarca rumbo a Francia
para internarlo en el Liceo Imperial de Tarbes. Y, más tarde, en el de Pau. En
1867 regresa a Uruguay unos pocos meses. ¿Qué adivina ya del mundo ese
muchachito que concilia perfectamente en su caligrafía la fatalidad con el
silencio? ¿Qué busca? ¿Qué encuentra? ¿Qué soledades acumula? El pequeño
Lautréamont debió de albergar un alto nivel de tristeza huérfana. En 1868 se
instala en París, en la calle Notre-Dame-des-Victories. El padre le pasa una
modesta paga mensual para sus cosas. Siempre menos de lo que Isidore necesita, por
lo que suele andar con el hambre mal atada al cuerpo. Cuentan
quienes recordaron algún día el eco de su sombra que lee mucho. Lee sin tregua.
Estudia y lee. Escribe y lee. En ese primer año de París da a la imprenta los
primeros textos de su obra principal, Los cantos de Maldoror, pero el editor se
niega a imprimirlos por temor a ser acusado de blasfemia u obscenidad. Y ahí
comienza el espectáculo.
La marginalidad y lo excéntrico suelen atacar al
artista por el cerebro antes que por la sastrería o el gesto. Isidore Ducasse
ya es el Conde de Lautréamont por obra y gracia de sí mismo. Vive ahora
encerrado en una buhardilla de la calle Vivienne. Escribe cosas
extraordinarias, terribles, dotando a la literatura de un manjar nuevo. Es
un espeleólogo del Mal. Y así confecciona las seis composiciones que dan
cuerpo definitivo a 'Los cantos de Maldoror', su cima, su averno de palabras,
su fogosa expedición por el lado más salvaje de la mente. "Mi poesía
consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje,
y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura".
André Breton, Zaratustra del surrealismo, exclamó
muchos años después de la muerte de Isidore: "Este libro es la expresión
de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas". El
Mal fascina a Maldoror (a Lautréamont). El Mal anda errático por el universo,
pero al clausurarlo en la ciudad se concreta, toma dibujo y destino. Las prosas
son explosivas, incalculables, depravadas, eróticas hasta el delito, poéticas
por furiosas, exhiben un gusto por la descompensación de los sentidos, por la
soledad. Una tremenda zoología las cruza. A la manera de
Balzac, Lautréamont cree que el animal es un principio. Y que no hay más bondad
que la del desamparo.
Fue un hombre espectral, raro, de insólita
bizarría literaria
No estaba exactamente trastornado, sino fieramente
apartado. Por voluntad y por deseo. Aquel chico taciturno, retostado,
extranatural, con la pajarita de dandi intermedio, sin novia, sin amigos, sin
familia, sin sombra. "Hice un pacto con la prostitución para sembrar el
desorden en las familias", escribe. Flaco, casi con los huesos por fuera. Hombre
espectral de insólita bizarría literaria. Aquel pimpollo que desconocemos
nos permitió descubrirnos un poco mejor con su capacidad de proyectar una
conducta bestial sobre la mitología humana. Rubén Darío lo dibujó en 'Los
raros' con precisión magnífica: "Escribió un libro que sería único si no
existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante,
cruel y penoso; un libro en que se oyen a un tiempo mismo los gemidos
del dolor y los siniestros cascabeles de la locura". Después, Ramón
Gómez de la Serna le hizo semblanza ramoniana, mostrando su oscuro corazón más
transparente, quizá creándose un Lautréamont a la medida: "Estos cantos
están cantados desgarradamente bajo el apremio y la amenaza de la muerte.
Tienen una risa que quiere anular la fatalidad. Indagando mucho en ellos se
podía encontrar el bacilo terrible".
Isidore Ducasse entregó la versión definitiva de
'Los cantos de Maldoror' en 1869. Tan sólo se imprimieron 10 ejemplares, quizá
15. En Bruselas. No le importaron a nadie. Meses después murió. En su acta de
defunción quedó fijado su malogrado zodiaco: "Isidore Lucien Ducasse,
hombre de letras, de 24 años de edad, nacido en Montevideo (América
meridional), fallecido esta mañana, a las 8, en su domicilio de la calle del
Faubourg-Montmartre, nº 7, sin más datos".Es la constatación de un
patetismo ejercido hasta la última consecuencia. "Sin más datos".
El conde de Lautréamont contravino la figura del poeta. Supimos de él por el
aviso que dio el escritor Leon Bloy, quien lo rescató del ultraolvido:
"Por ridículo que pueda ser hoy descubrir a un gran poeta y descubrirle en
una casa de locos, debo declarar en conciencia que estoy seguro de haber
realizado un insuperable hallazgo".
Desde ese instante, ya en los primeros compases
del siglo XX,entendimos que el malditismo es hacer de la mostruosidad un
canto, de la soledad un distanciamiento (nunca una lástima), de la poesía
una galaxia, de la muerte un cambio de agujas. Y ya nada pudo ser igual.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/08/28/53fdeca7268e3e7c238b457d.html
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