Museo Nacional de Arte
Decorativo de Buenos Aires, en el palacio Errázuriz, de 1911, según un proyecto
de René Sergent. / LUDOVIC MAISANT
En los veinte y treinta del siglo pasado, Buenos
Aires protagonizó los Aguafuertes de Roberto Arlt. Son
crónicas urbanas escritas con pasión amorosa, pero, sobre todo, rabiosa. La
gran ciudad era un hervidero donde millones de inmigrantes intentaban hacer las
Américas (y algunos ya las habían hecho). También era la ciudad más culta del
mundo hispanoamericano. Un lugar extraño para nuestras costumbres: allí el
dinero fertilizaba a la cultura, en lugar de solo comprarla. Pero el dinero
también abonaba las grandes diferencias de clase que enrabiaban a Arlt y
presagiaban la decadencia posterior. Ahora se me ocurre que la metrópoli
actual, más pobre pero igualmente culta, daría para unos agridulcesporteños.
Apenas aterrizado allí voy a parar a un cóctel, en
un amplio apartamento de Palermo. La colección de arte moderno es digna de un
museo. El cóctel, mejor que el de algunas embajadas. De las conversaciones mana
esa cultura “al día” de los intelectuales bonaerenses, que en otros sería una
pose pero que aquí es más bien un imprescindible dialecto (un “sociolecto”, lo
llaman). El dueño de casa —coleccionista y patrocinador del encuentro literario
al que vine— me explica que la mayoría de las colecciones con las que se formó
el Museo Nacional de Bellas Artes argentino fueron donadas al Estado. Sus
propietarios las regalaron sin compensaciones o rebajas tributarias. En una
reciente tasación, encargada a Sotheby’s, la colección del museo fue evaluada
en 1.400 millones de dólares. “¿Y por qué donaron tamaña fortuna?”, le pregunto
con deliberada ingenuidad. Me responde: “Porque hasta los años sesenta esa
gente creía que éste iba a ser un gran país”.
Entrada de La Biela, café del
barrio de La Recoleta. /JAVIER BELLOSO
La frase es un poco exagerada, ahí está el ejemplo
actual del MALBA. Pero me deja un sabor agridulce. Porque viví, de niño, en esa
Argentina de los sesenta y me consta que este “iba a ser un gran país”. Me
consta porque mis profesores de colegio me convencieron de ello; prueba
evidente de la confianza que esa sociedad tenía en sí misma. ¿Donará este
coleccionista sus obras al museo nacional? Es una pregunta que no le hice,
quizás porque me bastó con su respuesta anterior.
Una de esas grandes colecciones, donadas a la
nación, está en el Museo de Artes Decorativas de Buenos Aires. Su catálogo
incluye un greco, extraordinarias miniaturas, gobelinos y
espléndidos muebles. Sin embargo, lo más notable es el propio palacio
Errázuriz. Por fuera es de estilo neoclásico francés, pero dentro su núcleo es
un enorme y oscuro salón medieval español. Una chimenea de castillo, torvos
retratos de hidalgos, ventanas enrejadas y haces de lanzas completan esa
pesadilla. La luminosa envoltura del edificio racional afrancesado esconde ese
oscurantismo medieval en su centro. Es toda una metáfora arquitectónica —y
agridulce— de las contradicciones por las cuales esa clase dirigente de “un
gran país” iba a perderlo.
Un agridulce de ese tipo es el que
me evoca Adolfo Bioy Casares. Paseando por el cementerio de La Recoleta me
encuentro con su tumba. El pesado mausoleo de los Casares se reconoce
fácilmente por las numerosas placas de bronce, dedicadas a los prohombres de la
familia. Busco entre ellas alguna que mencione al autor de La invención
de Morel.Ninguna. Los banqueros y lecheros de su familia agotaron el
bronce, parece. No importa, él tiene sus obras, que son más duraderas que los
bancos y las vacas, me digo.
Hará unos veinte años, poco antes de su muerte,
visité a Bioy en su apartamento de la calle Posadas, muy cerca del cementerio
donde ahora reposa. Vivía solo en ese caserón, donde durante tres décadas cenó
casi todas las noches con Borges. Atravesé vastas salas y largos pasillos, con
los muebles cubiertos por sábanas y las paredes por libros, hasta encontrarlo
en un pequeño cuarto lateral. Me explicó que prefería ese rincón porque allí
daba más el sol. Se le veía muy frágil, a punto de desmoronarse, como ese mundo
del cual ya era, casi, el último representante.
Sobre el umbral de ese edificio sí que hay ahora
una pequeña placa, recordando a Bioy y a su mujer, la también escritora Silvina
Ocampo. Homenaje insignificante comparado con el tributo kitsch que
La Biela, su café favorito, le ha montado: un muñeco lo representa sentado a
una mesa junto a Borges. Ambos semejan zombis a quienes ya “no une el amor sino
el espanto”. Casi parece una venganza de Arlt.
Recuperar el centro
Escapando de esos muñecos rabiosos me voy a la avenida de Corrientes. Veo una buena obra de teatro, exploro sus librerías de saldo y la gran tienda de la editorial Losada (¡todavía independiente!). En otra librería, esta de viejo, me alegro al encontrar una ganga (lo que no me pasaba hace mucho). Pero luego me toca entristecerme ante el adefesio en que han convertido al café La Paz. El agridulce aumenta al extraviarme solo un par de calles más allá. Veredas destruidas, edificios tapiados, vidrieras enrejadas. Lo que pasó mucho antes con el centro de tantas metrópolis latinoamericanas vino a ocurrir también en Buenos Aires, que parecía inmune. Cuando una ciudad abandona su centro, su sociedad también lo pierde.
Para combatir esas sensaciones agridulces compro
muchos libros (bastante más baratos que en Chile o España). Almuerzo en el
mitológico Edelweiss con amigos llenos de proyectos literarios. Paseo por las
callecitas de Palermo Soho. Y una noche incursiono en un bar de moda, camuflado
en una florería. Allí una joven escritora brillante me habla de The
BAR, la revista literaria bilingüe (español-inglés) que en corto
tiempo se ha vuelto una referencia en la actual literatura latinoamericana.
Antes, y de refilón, había escuchado a un guionista exitoso afirmar: “La
originalidad ya está anticuada”. Así, la nueva cultura rioplatense muerde la
cola del pasado.
JAVIER
BELLOSO
Como tampoco pretendo ser original, al día
siguiente me voy a una excelente parrilla donde pido un gran bife de chorizo.
El mozo me explica que cuelgan la carne en sus propias cámaras y la maduran con
hueso, para que concentre su sabor. Con labia porteña, argumenta que así “las
grasas generan una transformación, logrando máxima terneza”. Yo sospecho que
esa “transformación” es un eufemismo de pudrición. Pero aunque así fuera, no me
importa nada, porque ese poquito de pudrición le da un sabor delicioso a esta
carne. Mientras masco la maravilla pienso que, asimismo, un poco de decadencia
es un aderezo indispensable para una cultura potente y sabrosa.
Aguafuerte o agridulce, siempre nos quedará Buenos
Aires.
http://elviajero.elpais.com/elviajero/2014/10/16/actualidad/1413468190_304389.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario