MIGUEL JURADO
Si se aprueba antes de fin de año
alguno de los dos proyectos de ley que hay en la Legislatura porteña, el
empedrado llegará a convertirse en poco menos que Patrimonio Nacional. Será
intocable, y la memoria de mi abuelo será justamente honrada… Bueno, eso si
hubiera picado alguna vez un adoquín.
A mi abuelo
Antonio le gustaba contar que antes de venir para acá, en España, le decían que
las calles de Buenos Aires estaban pavimentadas en oro; bromeaba que al llegar
se llevó tres sorpresas: que no había oro en las calles, que no estaban
empedradas y que querían contratarlo a él para que las empedrara. Pero era solo
un cuento, mi abuelo era andaluz, además, tendero, y nunca pisó una cantera.
Por otra parte, para 1918, cuando el joven Antonio llegó a la Argentina, los
adoquines ya tapizaban la mayor parte de Buenos Aires. Una lástima, porque si
no me podría sumar con mérito heredado al ejército de vecinos que buscan
conservar los empedrados porteños. Podría aducir que las manos de mi abuelo
tallaron el granito de alguna de las cinco mil cuadras que todavía conservan su
adoquinado.
Y podría haber
sido verdad, porque apenas llegó, Antonio se fue para Tandil; y de allí
vinieron las piedras para Buenos Aires. No las primeras, porque esas llegaron
durante el virreinato de Vértiz, en 1783, y el granito en cuestión vino de
Colonia del Sacramento, hoy Uruguay, y de la isla Martín García. Pero la verdad
es que el pedrerío groso vino de Tandil desde fines del siglo XIX, cuando llegó
el ferrocarril, en 1883, bastante antes de que desembarcara mi abuelo. Despues
aparecieron canteras en San Luis y Córdoba, en la famosas canteras de Sierra
Chica, donde trabajaban los presos sobre un soberbio granito rojo.
Pero, para
cuando Antonio llegó al pueblo de Tandil, en busca de una tienda que le
permitiera escaparle a su destino de trabajador de cantera, la actividad estaba
en su punto más alto. Antes habían pasado por picapedreros su papá y sus
hermanos, pero pronto recalaron como agricultores en campo ajeno, lo que más
les gustaba hacer. Si fuera por mis antepasados, Buenos Aires se hubiera
quedado sin piedras. Por suerte, otros italianos, españoles y hasta
montenegrinos, se dedicaron a sacar y picar granito en las sierras del Tandil
para tapizar Buenos Aires y La Plata, que en ese entonces era la ciudad más
nueva de la Argentina.
Había que tener
mucho oficio para sacar los bloques de piedra de la sierra a puro cincel,
partirlo en pequeños trozos y darle la forma justa del adoquín, medio curvado
por arriba o de los granitullo, más chiquitos y bien cúbicos. Pero la verdad,
el gran arte estaba en hacer las calles con esas piezas. Acordate que las
calles, los pasajes y hasta las grandes avenidas como Santa Fe o Cabildo
estaban hechas con granito, cubitos de 12 centímetros de lado perfectamente
acomodados unos junto a otros formando abanicos, puestos a tope sobre una cama
de arena y un contrapiso bien firme. Toda una construcción artesanal y
eficiente que impedía que camiones y colectivos la desarmaran con las sucesivas
pasadas. Fijate que los empedrados nuevos que se hicieron en el microcentro
últimamente se desarmaron o se hundieron. Parece que adoquinar calles ya es un
arte perdido. No digo que ahora no haya una forma de hacerlo bien, el tema es
que hay que aprenderla de nuevo y ya no hay maestros.
Y te voy a decir
otra cosa, a mi abuelo nunca le gustaron los adoquines. Cuando apareció el
asfalto estaba chocho. A eso, él lo llamaba progreso. Pero los tiempos
cambiaron.
http://arq.clarin.com/urbano/arte-perdido-empedrado_0_1024697611.html
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