jueves, 30 de octubre de 2014

EL ARTE PERDIDO DEL EMPEDRADO. EL ADOQUINADO PORTEÑO SIGUE AGITANDO LA CONTROVERSIA ENTRE LOS HABITANTES DE LA CIUDAD: DEFENDERLO NO ES IGUAL A HACERLO.


 MIGUEL JURADO


 




 

Si se aprueba antes de fin de año alguno de los dos proyectos de ley que hay en la Legislatura porteña, el empedrado llegará a convertirse en poco menos que Patrimonio Nacional. Será intocable, y la memoria de mi abuelo será justamente honrada… Bueno, eso si hubiera picado alguna vez un adoquín.


A mi abuelo Antonio le gustaba contar que antes de venir para acá, en España, le decían que las calles de Buenos Aires estaban pavimentadas en oro; bromeaba que al llegar se llevó tres sorpresas: que no había oro en las calles, que no estaban empedradas y que querían contratarlo a él para que las empedrara. Pero era solo un cuento, mi abuelo era andaluz, además, tendero, y nunca pisó una cantera. Por otra parte, para 1918, cuando el joven Antonio llegó a la Argentina, los adoquines ya tapizaban la mayor parte de Buenos Aires. Una lástima, porque si no me podría sumar con mérito heredado al ejército de vecinos que buscan conservar los empedrados porteños. Podría aducir que las manos de mi abuelo tallaron el granito de alguna de las cinco mil cuadras que todavía conservan su adoquinado.

Y podría haber sido verdad, porque apenas llegó, Antonio se fue para Tandil; y de allí vinieron las piedras para Buenos Aires. No las primeras, porque esas llegaron durante el virreinato de Vértiz, en 1783, y el granito en cuestión vino de Colonia del Sacramento, hoy Uruguay, y de la isla Martín García. Pero la verdad es que el pedrerío groso vino de Tandil desde fines del siglo XIX, cuando llegó el ferrocarril, en 1883, bastante antes de que desembarcara mi abuelo. Despues aparecieron canteras en San Luis y Córdoba, en la famosas canteras de Sierra Chica, donde trabajaban los presos sobre un soberbio granito rojo.

Pero, para cuando Antonio llegó al pueblo de Tandil, en busca de una tienda que le permitiera escaparle a su destino de trabajador de cantera, la actividad estaba en su punto más alto. Antes habían pasado por picapedreros su papá y sus hermanos, pero pronto recalaron como agricultores en campo ajeno, lo que más les gustaba hacer. Si fuera por mis antepasados, Buenos Aires se hubiera quedado sin piedras. Por suerte, otros italianos, españoles y hasta montenegrinos, se dedicaron a sacar y picar granito en las sierras del Tandil para tapizar Buenos Aires y La Plata, que en ese entonces era la ciudad más nueva de la Argentina.

Había que tener mucho oficio para sacar los bloques de piedra de la sierra a puro cincel, partirlo en pequeños trozos y darle la forma justa del adoquín, medio curvado por arriba o de los granitullo, más chiquitos y bien cúbicos. Pero la verdad, el gran arte estaba en hacer las calles con esas piezas. Acordate que las calles, los pasajes y hasta las grandes avenidas como Santa Fe o Cabildo estaban hechas con granito, cubitos de 12 centímetros de lado perfectamente acomodados unos junto a otros formando abanicos, puestos a tope sobre una cama de arena y un contrapiso bien firme. Toda una construcción artesanal y eficiente que impedía que camiones y colectivos la desarmaran con las sucesivas pasadas. Fijate que los empedrados nuevos que se hicieron en el microcentro últimamente se desarmaron o se hundieron. Parece que adoquinar calles ya es un arte perdido. No digo que ahora no haya una forma de hacerlo bien, el tema es que hay que aprenderla de nuevo y ya no hay maestros.

Y te voy a decir otra cosa, a mi abuelo nunca le gustaron los adoquines. Cuando apareció el asfalto estaba chocho. A eso, él lo llamaba progreso. Pero los tiempos cambiaron.


http://arq.clarin.com/urbano/arte-perdido-empedrado_0_1024697611.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario