La tupida sombra de Picasso se cierne
sobre el Palazzo Strozzi de Florencia del mismo modo en que
inevitablemente lo hizo sobre la obra de los artistas españoles del siglo XX.
La institución toscana acoge hasta el 15 de enero una muestra que, a partir de
fondos del Museo Reina Sofía, enfrenta los argumentos de uno y otros en una
propuesta reveladora; no es solo que la mayor parte de los creadores
representados (de Francisco Bores a Aurelio Arteta; de María Blanchard a
Antonio López) sean unos completos desconocidos para el público italiano, es
también que el comisario Eugenio Carmona ha armado un discurso que huye de lo
previsible al no conceder a Picasso más poder de influencia del que ya tuvo en
vida y ha ido acumulando retrospectivamente a medida que su mito crecía.
“Fue un espejo indudable en el que
mirarse, pero eso no significa que lo asumieran como a un maestro,
establecieron más bien diálogos, fórmulas de trabajo común y espacios de
apropiación”, explica el comisario, que evita el repaso cronológico de las
corrientes artísticas entre 1910 y 1963, rango propuesto desde el subtítulo.
Décadas, procedencias y motivaciones se cruzan en las nueve salas de Picasso
y la modernidad española. En la tercera, titulada Idea y
forma, Juan Gris se mide con un irreconocible miró (Siurana, de
1917), mientras un óleo de Equipo 57, de 1959, cobra todo su sentido frente a
Oteiza y al picassiano Arlequín de Dalí.
La Guerra Civil parte esta historia
como una gran herida que, sin embargo, “no interrumpió en seco la producción;
los artistas siguieron trabajando”. La contienda se desliza en la muestra con
una sección medular que recoge en penumbra y con minuciosidad el viaje que
llevó a Picasso de los minotauros de la Suite Vollard al Guernica,de
cuya gestación se presentan una veintena de bocetos y “posdatas” dibujadas
entre mayo y octubre de 1937.
Por esta muestra, el museo
madrileño ingresará 300.000 euros en concepto de alquiler de contenidos, en una
práctica en la que el equipo dirigido por Manuel Borja-Villel se estrenó en
2013 con una muestra del último Miró en Seattle. Y después de enero, la
embajada florentina viajará a Brasil. La práctica, en tiempos de austeridad
cultural, aspira a afianzarse. No solo en el Reina: el Prado, más autónomo por
ley, ha sido pionero con aventuras como la reciente muestra de pintura italiana
enviada a Melbourne.
'Payasos' (1920), de José Gutiérrez
Solana.
La costumbre es menos excepcional
en Italia. En un país con una robusta sociedad civil en el que la restauración
de los monumentos es financiada por marcas de zapatos (Tod’s aporta 25 millones
de euros para el Coliseo romano), las aventuras público-privadas son moneda
común. El Palazzo Strozzi, institución que luce una larga lista de benefactores
en su patio renacentista, no es una excepción. Y esta muestra, tampoco. Hasta
tres patrocinadores (un banco, una eléctrica y una aseguradora) se reparten el
sacrificio en favor de la difusión cultural.
Acaso por eso mismo, los carteles
que cuelgan de la fachada palaciega en la bulliciosa Via degli Strozzi,
destacan sobre un retrato de Dora Maar el nombre de Picasso, al que sigue un
modesto (en términos de tamaño tipográfico) “y la modernidad española”.
“¿Cuántos artistas que no son Picasso conoce el visitante a la exposición?”, se
pregunta James M. Bradburne, carismático director canadiense de la institución
desde su fundación hace ocho años. “Cinco: Miró, Juan Gris, Dalí, Julio
González y Tàpies. Pero no engañamos a nadie. Quienes vengan atraídos por
Picasso hallarán 42 piezas importantes del malagueño [de unas noventa], pero
además se llevarán a casa muchas cosas que no esperaban”.
Las primeras reseñas (muy positivas)
en la prensa italiana dieron por buena la intuición de Bradburne. En el germen
de esta aventura está el deseo del patronato de contar con un estímulo
picassiano; y así se lo pidieron al Reina y a Carmona, que ya colaboró con la
institución en una muestra sobre la obra temprana de Miró, Dalí y Picasso, una
de las más visitadas en el histórico de la Strozzi.
La propuesta no puede defraudar a
quienes lleguen atraídos por el malagueño. Tres variaciones de El
pintor y la modelo vertebran el recorrido, que arranca con una sala
dedicada a la obsesión del artista por La obra maestra desconocida, de
Balzac. Luego, en la siguiente sala, aguardan dos de esos retratos de madurez
que quitan la respiración: uno de Marie-Thérèse (Mujer sentada acodada) y
otro de Dora Maar, ambos de 1939, año de bisagra sentimental y plenitud
artística del mito.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/06/actualidad/1412614743_753609.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario