Su padre artístico, que está a punto de recibir el Premio Príncipe de
Asturias, vive hoy inquieto por un glaucoma: “El mundo es muy raro sin poder
dibujar”.
Joaquín Salvador Lavado, Quino, en
un rincón de su casa en Buenos Aires (Argentina). /MARIANA ELIANO
Como si no fuera carne y músculos
sino serenidad y gracia –y un poco de respiración–, la mano se mueve y el lápiz
que sostiene deja una estela de tinta negra, un trazo que parece –y es– el pelo
de alguien. La mano –como si apenas rozara el papel– dibuja la frente, la
nariz, la boca, dos dientes enormes. Oreja, el cuello, un ojo. Finalmente,
traza una línea diminuta que transforma la expresión del rostro, hasta ese
momento hueca, en una sonrisa franca. Es agosto de 2009. En un estudio de radio
en la ciudad de Buenos Aires, al terminar un programa en el que lo han
entrevistado, el argentino Joaquín Salvador Lavado, Quino, dibuja a Felipe, uno
de los personajes de su tira Mafalda. La mano –su mano– no se ha detenido, no ha dudado ni
una sola vez: una criatura con voluntad propia que, con el ritmo sostenido del
agua del mar, ha dibujado ese rostro con movimientos que brotan, iguales a sí
mismos, desde hace más de setenta años. Ahora, en 2014, esa danza líquida sobre
el papel es algo que Quino ya no hace. La mano responde, pero él ya no ve.
–Ah, ya te vas, qué suerte.
Alicia Colombo tiene el pelo
entrecano corto, abultado. Usa falda y blusa muy oscuras, y una faja ancha
sobre la ropa que la ayuda a mantenerse erguida.
–No, Alicia. Recién llego.
–Ah –dice, simulando desilusión–.
Yo creí que te ibas y dije: “Qué bien, qué entrevista tan cortita”.
Son las tres y media de una tarde
de septiembre en Buenos Aires. El departamento donde viven desde hace años
Quino y su mujer, Alicia Colombo, es grande, pero no enorme; prolijo, pero no
lujoso. Queda en Barrio Norte, a unos metros de la avenida de Santa Fe. Sobre
la mesa de la sala hay camisas y suéteres recién planchados y el espacio parece
pequeño, repleto de muebles: varias sillas, un par de sillones, una mesa baja,
una biblioteca, un cristalero con vajilla antigua.
–¿Viste esas sillas? –dice Alicia–.
Se las compramos a un señor, el señor Gentile. Había comprado todos los muebles
de una confitería y los vendía. Las cortamos un poco porque eran muy altas.
Quino se sienta bajo la luz blanca
que entra por la ventana para hacerse fotos.
–Luz, luz –dice–. Como Goethe, que
antes de morir pidió: “Luz, más luz”.
Usa un suéter oscuro, pantalones de
jean, los anteojos de siempre, bifocales, que exageran el tamaño de sus ojos.
–Tenemos una mecedora –dice
Alicia–. La compramos en una casa de remates que quedaba en el centro y
nosotros vivíamos en Caballito, a setenta cuadras. Como no teníamos plata para
un flete, la llevamos caminando, un brazo cada uno.
–¿Caminaron setenta cuadras con la
mecedora colgada del brazo?
–Y, era 1960, estábamos recién
casados. ¿Sabés qué pasa? Uno no tenía plata.
Quino y Alicia Colombo están
juntos desde hace 54 años. Ella, doctora en Química, trabajaba en la Comisión
Nacional de Energía Atómica, pero dejó el puesto cuando el viaje en ómnibus
desde un barrio al que se habían mudado empezó a tomarle mucho tiempo. Desde
entonces, trabaja como agente de su marido. La luz que entra por la ventana
envuelve a Quino en una blancura irreal, y hace crepitar el pelo sobre sus
sienes. Habla con gula de cine, de ópera, de teatro: de todo lo que fue a ver
en las últimas semanas. Al terminar de hacerse las fotos, se levanta y camina
hacia el ascensor para despedir a la fotógrafa, que le pregunta por el Premio
Príncipe de Asturias que le dieron en 2014, en el rubro Comunicación y
Humanidades, y que recibirá el 24 de octubre.
–Me gustaría que me lo diera
Leonor, la princesita de Asturias –dice.
Cuando usa diminutivos, las frases
se envuelven en un aura de ironía sin sorna y parecen a punto de transformarse
en otra cosa: en algo más retorcido, menos tierno.
–¿Por qué?
–Porque es chiquita. Pero el
protocolo no se lo debe permitir.
–El ascensor nunca está –dice
Alicia, elevándose sobre la punta de los pies y mirando por el hueco de la
puerta–. ¿Viene?
–Hay que poner la manito adelante
del hueco –dice Quino–. Si viene vientito, es que viene el ascensor.
El ascensor llega y, antes de
entrar otra vez en la casa, Alicia dice:
–La película que queremos ver la
dan en el cine de Diagonal Norte.
–Uf –dice Quino–. Ese cine es una
porquería. Tiene mala proyección, mal audio. Bueno, ¿charlamos un ratito?
Su estudio es luminoso y da al
balcón. Las paredes están repletas de dibujos de amigos –REP, Crist,
Fontanarrosa–, diplomas y premios varios. Detrás de su escritorio hay una
biblioteca con libros de arte, las puertas de vidrio cubiertas por dibujos y
fotos: una acuarela, una foto de su tío Joaquín. Sobre el escritorio hay pocas
cosas, ordenadas: un paño de color verde, una lámpara, una caja de lápices, una
muñeca de Mafalda. Contra la ventana hay un mueble alto, repleto de cedés. El
pulso le tiembla un poco y parece tener una pierna un tanto rígida, pero cuando
habla la voz es firme y, detrás de las gafas, los ojos enfocan claramente a los
ojos.
–A esta edad no todo va bien. Pero
bueno.
–¿Hubo alguna edad en la que todo
fuera bien?
–A partir de los treinta y pico y
hasta los sesenta y pico uno se siente bien. Después empiezan los achaques.
Estoy muy fastidiado con la vista. Pero muy. Ya no dibujo.
–¿Pero puede ir al cine?
–Ahora se me está complicando.
Porque no veo los subtítulos, y si no entiendo el idioma de la película, soné.
En italiano me arreglo bien. En francés más o menos. El inglés lo he olvidado
por completo.
En el año 1999, en esta misma casa, Quino
dijo: “Me gustaría pensar una historia y hacerla como libro. Pero me parece que
va a quedar en idea, porque tendría que dejar de dibujar todo lo demás, y cómo
hago para dejar de dibujar. No hice otra cosa en mi vida, y si dejo de hacer
esto no sé si voy a seguir siendo yo. Abrir la revistaViva, de Clarín, y
que no esté mi página, sería extraño”. Quino empezó a dibujar una página de
humor para la revista dominical del diario argentino Clarín en 1989. Lo hizo
hasta 2006, cuando publicó el que sería su último dibujo: el Dios católico
preguntándose por qué tres religiones que decían creer en el mismo creador
estaban enfrentadas: “¿No será que, en el fondo, cada una de estas religiones
se ama más a sí misma que a mí?”. Siguió publicando en esa página dibujos de
años idos hasta que en 2009 se despidió con una carta: “No se tomen estas
líneas, que tanto me cuesta escribir, como una despedida, sino como una
ausencia temporal que espero sea breve porque no me gusta nada la idea de que
mis dibujos no sigan apareciendo en estas páginas”. Pero, desde entonces, no
volvieron a aparecer.
–¿Sabía que aquella página de 2006
iba a ser la última cuando la dibujó?
–No. Pensé que todavía tenía cuerda
para rato.
Quino nació en la ciudad de
Mendoza, cerca de la cordillera de los Andes, en el año 1932. Su padre y su madre
–Cesáreo y Antonia– eran dos andaluces que habían llegado a Argentina en 1919 y
tuvieron tres hijos: César, Roberto y Joaquín. Su padre trabajaba en un bazar,
y Quino se crio en una casa enorme en la que vivía también su tío Joaquín,
dibujante y publicista. Un día, cuando tenía tres años, ese tío le dibujó, con
lápiz azul, un caballo. Él recuerda eso como una epifanía brutal: el momento en
el que supo que quería ser dibujante.
–Cuando vi todo lo que salía de un
lápiz…En mi casa teníamos una mesa de comedor de álamo, una madera muy blanca,
y yo me tiraba de panza sobre la mesa y empezaba a dibujar ahí. Con mi mamá
hicimos un trato: yo podía dibujar y después con lavandina y jabón y un cepillo
de esos gordos borraba todo. O sea que fueron muy permisivos.
–¿Eran buenos padres?
–Para mi gusto, sí. Un episodio que
no me hizo gracia de mi mamá fue cuando se me estaban cayendo los dientes de
leche. Yo tenía un diente flojo y mi mamá me dijo: “¿A ver?”. Le contesté:
“Mamá, no me lo vayas a quitar”. Y me dijo: “No, no te preocupes”. Y bum, me lo
quitó. Después te salían unos dientes enormes. Se achican yo no sé cómo, pero
hay unas fotos mías en las que tengo unos dientes terribles.
Encuentra siempre la manera de
responder lo que quiere, virando la conversación hacia un terreno en el que se
mueve cómodo: anécdotas de la infancia en Mendoza, la timidez implacable.
–Mendoza era el Mediterráneo: todos
eran sirio-libaneses, italianos, españoles. El verdulero, el frutero. Yo
hablaba como mis padres, en andaluz. Así que en el colegio fue terrible, porque
nadie me entendía. Yo decía “este tío”, en el sentido que se le da en España a
la palabra “tío”, y me preguntaban si fulano era tío mío. Era timidísimo, y
como no me entendían era peor.
–¿Y su madre era…?
–Una andaluza gordita muy
simpática. Mi papá hablaba muy poquito. Con mis padres y mis tíos me llevaba
muy bien. Con el que no encajaba era con mi abuelo.
El dibujante en una fotografía
antigua en la que simula dar clases a algunos de los personajes de su más
famosa tira humorística. / MANUEL
ZAMBRANA (CORBIS)
–¿Era severo?
–No. Al contrario. Pero yo a los
viejos les tenía miedo. Y a los borrachos. Me aterraban. Una noche de verano
sonó el timbre del zaguán y yo fui a abrir la puerta y me encontré con una
mujer desgreñada, con una caña en la mano, que me dijo: “El doctor Schiudice me
ha prohibido el vino”. Yo me agarré tal susto que cerré con llave y me fui
corriendo al fondo. Había un psiquiátrico en Mendoza y el doctor ese era el
director. Fue uno de los sustos más grandes que he tenido en mi vida.
–¿Y el miedo a los viejos de dónde
viene?
–No sé. Pero me producía una
sensación muy extraña tener que acompañar a mi abuelo a tomar un tranvía porque
él tenía cataratas y no veía bien. Me daba como susto. La vejez me asustaba.
Se detiene, como si hubiera dicho
algo impropio.
–¿Estoy hablando en pasado? Tendría
que hablar en presente. La vejez es una porquería que te asusta mucho. Yo le
doy un sentido político a la vejez. Es como que te caiga Pinochet y te empiece
a prohibir cosas: esto no, aquello tampoco.
–¿Le angustia o de verdad lo toma
con humor?
–Me angustia mucho. Me angustia ir
perdiendo autonomía, moverme mal. Lo de la vista, que ya es el colmo. Y la
falta de agilidad en todo. Y pienso que también una cierta mentalidad
anquilosada. Uno a veces se siente un viejo criticón, diciendo “porque hoy los
jóvenes”.
Creció leyendo revistas de
humor y de historietas, yendo al cine, envuelto en un anticlericalismo radical
(su abuelo le decía que una misa era “una congregación de ignorantes adorándole
el culo a un tunante”), y escuchando discusiones políticas entre su abuela
comunista y sus padres republicanos, todo en el marco de las guerras que
poblaron su infancia: la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial.
–¿Sus padres lo cobijaban de ese
clima de guerras?
–Yo sentía cobijo en el sentido de
que cualquier malestar que uno tuviera enseguida llamaban al doctor Perinetti o
al doctor Notti, que era pediatra. En ese sentido, sí, muy cuidadosos.
–No, pero…
–Claro que mis padres me duraron
muy poquito. Cuando se murió mi madre, yo iba a cumplir 13. Cuando desapareció
mi padre, casi 15. Mi madre murió de un cáncer espantoso. Duró años en agonía y
la única cosa que había era inyectar morfina. Fue muy feo. Estuvo dos años en
cama. Mi padre, en cambio, murió de un infarto, que es mucho más preferible.
Tengo unos recuerdos espantosos. Espantosos. Porque además el asunto del luto
te marcaba mucho. Eran tres años de luto. Te cosían una franja negra en la
manga, llevabas la corbata negra y algo en la solapa. No se podía escuchar
radio. Era un espanto. Yo me pasé de luto desde los 10 años, cuando murió mi
abuelo, hasta los 18, cuando terminó el duelo por mi papá.
–¿Su padre falleció en la casa?
–Había ido al cardiólogo. Se sintió
mal, le dio una inyección y lo mandó a casa. Llegó en un taxi. Yo subí al taxi
y vi que tenía los labios azules y estaba desmayado. Ahí fueron una tía con mi
hermano Roberto, lo llevaron al hospital y allí se murió.
Con un tono de voz que indica una
protesta amable, no del todo firme, dice:
–Pero bueno, todo esto es muy triste.
Después de la muerte de los padres,
los tres hermanos siguieron viviendo con el tío Joaquín. César, el más grande,
que murió siete años atrás, se hizo contador. Roberto, el del medio, estudió
abogacía. Quino sabía que quería ser dibujante y publicar en revistas de Buenos
Aires, de modo que a los 18, y gracias a la ayuda económica de su hermano
mayor, viajó a la capital con una carpeta de dibujos de humor mudo sobre
militares, parejas, religión.
–Me fue pésimo. En todos lados me
decían: “Sexo no, religión no”. Se hacían chistes de suegras, de la oficina, de
fútbol. Y yo era muy bruto para dibujar.
La gente le
ha dado más trascendencia a Mafalda que a las demás páginas de humor que he
hecho, pero algunas la superan ”
Sin trabajo ni ingresos propios,
volvió a Mendoza, donde lo esperaba un infierno anunciado: el servicio militar
obligatorio.
–Estuve ocho meses. Lo pasé muy
mal. Cuando te decían “¡cuerpo a tierra!”, me tiraba de panza al piso y miraba
las piedritas y pensaba: “¿Yo qué coño tengo que ver con esto que estoy
haciendo?”.
Tozudo e insistente, en 1954 volvió
a Buenos Aires. Tenía 22 años y esta vez hubo suerte: la revista Esto Es había
perdido un dibujante –otro prócer del humor gráfico, Landrú– y Quino les vino
como anillo al dedo. A partir de entonces, empezó a publicar en otros sitios
–Vea y Lea, Leoplán, Rico Tipo– y pudo hacer lo que siempre había querido:
vivir de dibujar.
–Viví en pensiones, con tres tipos
en una pieza, con bastante prostitución en el hotel. Me impresionaba mucho. Era
muy ajeno a mí. Poco tiempo después conocí a Alicia, que era amiga de la novia
de un primo hermano. Pero durante cinco o seis años fuimos amigos, no se nos
ocurrió que podíamos terminar juntos.
–¿Antes había tenido otras parejas?
–No. Había tenido algunas
relaciones, pero yo quería ser dibujante. Todos esos romances y relaciones me
distraían de mi objetivo. Me perdí mucho tiempo con estas… pelotudeces –dice,
haciendo un gesto que abarca el estudio– y no aproveché el mundo de las
mujeres. Ni mi adolescencia. Ni nada. Alicia me gustaba mucho. Pero ella tenía
novio y a mí me salía la sangre árabe y tenía ganas de apuñalar al novio, a
Alicia…
–En ese momento no era su novia.
Ella podía tener todos los novios que quisiera.
–No, no. Igual. Esto de la sangre árabe
a mí me aparece en muchas ocasiones.
–¿En qué ocasiones?
–De celos y odio ante situaciones
que no me gustan. Enseguida me dan ganas de matar a alguien. Tengo fama de
tranquilito. Pero no soy. Cuando he tenido que ver por algún motivo a algún
exnovio de Alicia, me he puesto… ah.
–¿Hasta hace poco?
–Sí. Muy poco.
Quino y Alicia se casaron en
1960 y se fueron de luna de miel a Río de Janeiro, en un viaje en bus que fue,
también, su primer destino al extranjero. Quino lo recuerda como una
experiencia maravillosa con un solo ripio: cuando Alicia mató una cucaracha en
Montevideo, él se indignó y le dijo: “¿Qué molestia te causaba esa cucaracha
que era uruguaya, y a la que no hubieras vuelto a ver nunca más?”.
–¿Siente que se han apoyado el uno
al otro en todos estos años?
–No. Alicia me ha apoyado mucho más
a mí que yo a ella. Porque para mí el trabajo era una religión ortodoxa, de
esas irrenunciables. Si me tocaba la entrega, Alicia se podía estar muriendo
con una gripe espantosa, y yo nada. Y eso me lo sigue reprochando hasta el día
de hoy. Y tiene razón. Ella dejó su vida de lado por ocuparse de lo mío.
–¿Eso le da…?
–Culpa. Porque además le hubiera
encantado viajar por todos lados y a mí salir de la casa me cuesta muchísimo.
En esto también la he limitado. Está bien que ella es adulta, y eligió, pero yo
tengo un estilo que cuando quiero algo no impongo nada pero, no sé cómo, logro
conseguirlo. Un déspota encubierto.
–¿La decisión de no tener hijos fue
más suya que de Alicia?
–No. Estuvimos los dos de acuerdo.
Pero yo la tenía muy firme. Cuando murieron mis padres, sentí bronca contra
ellos. Porque cómo: ¿tienen hijos y a los pocos años los largan y se van? Es
una posición horrible de mi parte, pero es así. Alicia dice que le hubiera dado
lo mismo tener siete niños que ninguno. Pero a mí siempre me ha parecido que
traer hijos a este mundo es una locura total. Si a mí me daban a elegir y me
mostraban Mozart y las guerras y me decían “elija”, yo respondía: “No, no
vengo”.
¿Qué se sabe de él, más allá de lo
público y tan obvio: autor deMafalda,
una tira traducida a treinta idiomas que acaba de cumplir cincuenta años,
dibujante multipremiado (Premio de Caricatura La Catrina, otorgado por la Feria
del Libro de Guadalajara en 2003; la Legión de Honor de Francia y el Príncipe
de Asturias en 2014, entre decenas de otros)? Muy poco. Que no quiso tener
hijos. Que le gusta el vino. Que fumaba –y ya no– cuarenta cigarrillos diarios.
Que llora –literalmente– por las guerras, el hambre, la desigualdad. Que hay un
lado oscuro en él, a veces zumbón (en una época se entretenía dilucidando las
fijaciones ambiguas de Miguel Ángel con el sexo, y mostraba orgulloso el boceto
de una nínfula con la firma de Buonarotti: si la cabeza de la nínfula hubiera
sido dibujada hacia el otro lado, su boca hubiera quedado a la exacta altura
del pene de un hombre que estaba a junto a ella, de pie), y otras no tanto,
como cuando en una entrevista le preguntaron si dibujaría el final de Videla y
Pinochet y respondió: “Espero que terminen lo peor que puedan. Algo con mucho
sufrimiento, no una muerte rápida”. Educado en medio de lutos y guerras, parece
moverse entre una sensibilidad ardiente por el sufrimiento de los débiles y una
repulsión franca hacia cualquier tipo de poder.
–Con las decapitaciones de este
grupo islámico me han dado unos ataques de llanto que ni te cuento. O ver a
esos nenitos mexicanos que cruzan solitos la frontera. Una cosa espantosa.
Parte de ese universo de
preocupaciones podría resumirse en la dicotomía que es el gran tema de su obra
–débiles contra poderosos– y se refleja no sólo en la biografía que eligió
publicar en su página web (y que termina sintomáticamente con esta frase: “[…]
y en 1964 nace Mafalda, una niña que intenta resolver el dilema de quiénes son
los buenos y quiénes los malos en este mundo”), sino también en su artefacto
narrativo perfecto, Mafalda. La historia es sabida y repasada: era el año 1962,
y un amigo que trabajaba en una agencia de publicidad le propuso dibujar una
tira para un cliente que intentaba instalar la marca de electrodomésticos
Mansfield. Debía incluir dibujos de esos electrodomésticos y los nombres de los
personajes tenían que empezar con eme: una versión precámbrica de la publicidad
subliminal. La idea era ofrecerla gratis a un medio, sin que este percibiera el
truco. Quino dibujó y la agencia ofreció el resultado al diario Clarín, donde
se dieron cuenta de todo y la rechazaron. En 1964, su amigo Joaquín Delgado le
ofreció publicarla en Primera Plana. Así, Mafalda vio la luz el 29 de
septiembre de 1964. Después pasó a El Mundo, hasta diciembre de 1967, cuando el
periódico cerró, y en junio de 1968, al cabo de seis meses en los que nadie
mostró interés por publicarla, empezó a salir en Siete Días.
Quino posa en 2009 junto a la
escultura de Mafalda en Buenos Aires, frente a la casa donde creó al
emblemático personaje. / ALEJANDRO
PAGNI (GETTY)
–¿Cuándo se dio cuenta de que algo
importante pasaba con el personaje?
–Nunca. Bah, con la publicación del
primer libro. Hasta ese momento, yo sentía que nadie le daba mucha bolilla. Yo
iba a entregar la página al diario El Mundo y el que la recibía miraba así y a
veces sonreía, pero nunca me dijeron ni qué linda idea ni nada.
En 1966, el editor Jorge Álvarez
publicó el primer libro de Mafalda, y se vendieron 5.000 ejemplares en dos
días. Desde entonces y hasta hoy, la tira es una máquina del tiempo que viaja
llevando mensajes de emancipación, rebeldía y libertad que parecen haber
trascendido la época en que Quino la dibujó, y ya era un clásico cuando decidió
dejar de publicarla, el 25 de junio de 1973, porque se sentía como “un
carpintero que tiene que hacer siempre la misma mesa, y yo también quería hacer
puertas, sillas, banquitos”.
–Lo que me llama la atención es que
la sigan leyendo. Si le preguntás a un chico quién es Brigitte Bardot no tiene
idea. A lo mejor es que no hay otros personajes fuertes, si no se la hubieran
olvidado.
En 1976, cuando hacía ya tres años
que no dibujaba a Mafalda y en Argentina comenzó la dictadura militar, Quino y
Alicia se fueron a Milán.
–Nos rompieron la puerta del
departamento a patadas y nunca nos enteramos de qué parte venía la cosa. Cuatro
meses después, los militares mataron acá a los padres palotinos y les tiraron
sobre el cadáver el póster de Mafalda del palito de abollar ideologías. Por
suerte, yo no lo vi en su momento. Cuando lo descubrí, años después, fue una de
las cosas más feas que he sentido nunca.
En julio de 1976, en
Buenos Aires, los militares mataron a tres sacerdotes y dos seminaristas
palotinos. En la foto que registra el momento pueden verse los cuerpos y, junto
a ellos, un póster con el dibujo en el que Mafalda señala el machete de un
policía y dice: “¿Ven? Este es el palito de abollar ideologías”. Aunque en
1983, al terminar la dictadura, decidieron volver al país y montar casa, nunca
dejaron de vivir entre Milán, Madrid y Buenos Aires.
–¿Alguna vez pensó que hubiera sido
mejor que Mafalda no existiera, que pudo haber opacado el resto de la obra?
–Eso no lo tengo bien resuelto. No
lo sé. La gente le ha dado más trascendencia a Mafalda que a todas las demás
páginas de humor que he hecho, pero yo creo que hay algunas que superan a
Mafalda largamente.
A Mundo Quino, su primer libro, de
1963, siguieron Qué presente impresentable, ¡A mí no me grite!, ¡Yo no fui!,
Humano se nace, Quinoterapia, Quién anda ahí, entre muchos otros (publicados
por Lumen en España y por Ediciones de la Flor en Argentina), y el monumental
Esto no es todo, de 2001, una antología que funciona como síntesis proteica de
todo su pensamiento. Allí puede verse que en el mundo de Quino campean el
abandono (un nenito le pregunta a su mamá: “Mamá, ¿voz vaz a eztad ziempde,
ziempde con ezte nene?”; la mamá responde: “¡Sí, hijito, mamá va a estar
siempre, siempre con este nene!”, y pocos cuadros después, el niño, ya viejo,
llora desolado frente a la tumba de su madre pensando: “¡Mentidoza!”); la desilusión
que agría a las parejas; el abuso de poder que enrarece las relaciones con
padres y maestros; la guerra y el hambre como expresión extrema de la miseria
humana.
–¿Se le siguen ocurriendo cosas?
–No. Me las censuro. Me hace muy
mal que se me ocurran cosas y saber que no las puedo dibujar. Estoy todo el
tiempo frenándome la imaginación.
–¿Cuál es el diagnóstico de lo que
le sucede en la vista?
–Glaucoma. Uno va perdiendo primero
visión lateral y termina viendo la vida por un cañito. Y llega un momento en
que ya ni por un cañito. Yo no distingo ni contrastes ni diferencias de color.
Vivo en un mundo fuera de foco. Voy a un lugar y me presentan a alguien y no
distingo qué cara tiene. Mi propia cara en el espejo no la veo. Es muy
desagradable. Bah, angustiante. Ver que se te va borrando el mundo. Es muy feo.
Lo charlo mucho con Alicia y voy a una psiquiatra que…
Tengo un
estilo que cuando quiero algo no impongo nada pero, no sé cómo, logro
conseguirlo. Un déspota encubierto”
Hace una pausa y dice, con ímpetu
extraño:
–Porque yo me siento mal de no
dibujar más. Muy mal. La psiquiatra lo que me dijo los otros días es: “Usted
dice que no trabaja más, pero todo esto de ir a homenajes y premios y a
exposiciones de amigos lo tiene que tomar como que ahora es su trabajo”. Es la
primera vez que esta mujer me dice algo que me deja pensando. Pero me siento
mal de no dibujar. Este pañito verde que ves acá…
Levanta el paño verde que
está sobre el escritorio.
–… es porque yo me pongo a dibujar
algo y si es sobre fondo blanco no veo dónde termina la hoja. Es una porquería,
bah. El mundo es muy raro sin poder dibujar. Es muy frustrante. Muy feo.
–¿Pensaba que iba a ser así?
–No. Yo creí que iba a dibujar
mientras viviera. Nunca se me ocurrió esta limitación.
–¿Cómo es la vida cotidiana?
–Muy desperdiciada. Porque no sé
bien cómo hacer. Estoy tan limitado por la mala visión que la vida cotidiana
que tengo no… No sé.
Hace un silencio largo y finalmente
dice:
–Bueno, chiquita…
Por el pasillo se escuchan los
pasos de Alicia, que entra al estudio.
–¿Quieren tomar algo? –pregunta.
Quino saca un fajo de
correspondencia y empieza a pasar los sobres, uno tras otro.
–Creo que ya terminamos, ¿no,
chiquita?
Después, mientras camina rumbo al
ascensor, dice que es una suerte no tener que preparar un discurso para recibir
el Príncipe de Asturias. Alicia pregunta, sobresaltada:
–¿Tenés que preparar un discurso?
–No, no –dice él–. No hay que hacer
nada.
–El ascensor no viene –dice Alicia,
mirando por el hueco.
–¿Pusiste la mano? Si viene
vientito…
Alicia pone la mano. Pregunta, otra
vez:
–¿Seguro que no tenés que dar un
discurso?
–No, no. Y si tengo que decir algo,
me paro ahí, levanto el puño izquierdo y digo: “¡Viva la República!”.
http://elpais.com/elpais/2014/10/17/eps/1413566259_284551.html
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