‘El Padrino’,
‘Rayuela’, el ‘Drácula’ de Bram Stocker. La literatura y el cine están llenos
de personajes que emigran. Pero la ficción actual, además, huye de la xenofobia
de otras épocas
Los vampiros son anfitriones muy hospitalarios. Al
abrir la puerta a sus invitados,Drácula dice:
“Entren libremente”. El conde tenía buenos abogados para asesorarse, y con esa
expresión se curaba en salud, pues sus víctimas no podrían alegar que habían
sido raptadas. Ellas solitas se habían metido en el castillo. Sin embargo,
cuando el propio Drácula emigró de polizón en la bodega de un carguero (quizá
acuciado por las cuentas de un castillo y unas fincas rústicas en una Rumania
atrasada que solo generaban pérdidas), los londinenses no aceptaron sus
costumbres de morder cuellos ni su deambular noctívago. Le tenían miedo, al
pobre conde, y no pararon hasta expulsarle del país. Londres era un lugar
civilizado sin sitio para bárbaros del este de Europa. ¿Se puede leer la novela Drácula,
de Bram Stocker (1897), como un relato de xenofobia y racismo en la Inglaterra
victoriana? Basta con ponerle un filtro de psicoanálisis, como haría el
filósofo Slavoj Zizek, y pensar de forma simbólica. Drácula se convierte así en
el Otro, el que viene del extranjero para destruir todo lo bueno y santo.
Otro ejemplo digno de análisis: en los cuentos de H. P. Lovecraft,
los trabajadores irlandeses e italianos que rompían la armonía en Nueva
Inglaterra a comienzos del siglo XX se convertían en monstruos marinos.
La literatura y el cine están
llenos de personajes que se marchan de su país y luchan por vivir en otro, sin
que estos sean necesariamente bestias sobrenaturales. Se podría tirar del hilo
hasta la Odisea, si se acepta que Ulises fue el primer emigrante de
ficción, sin olvidar que el Antiguo Testamento está lleno de refugiados sin
refugio que cruzan mares y vagan por el desierto, y de mujeres que se
convierten en sal al echar un vistazo a la ciudad que abandonan. Pero los
relatos que penetran en la sensibilidad del siglo XXI, por suerte, no son
xenófobos ni se centran en los miedos de la sociedad anfitriona, sino que
adoptan el punto de vista del migrante. Con alguna excepción, como la película Caché (2005), donde Michael Haneke explora la culpa
del racista, el resto narra cómo los foráneos superan las dificultades y el
estigma de ser el Otro. Hay todo un subgénero en el cine europeo sobre los
llamados inmigrantes de segunda generación, sobre todo en Francia y en Reino
Unido, con éxitos de taquilla comoFatima (2015) o la ya casi
clásica Quiero ser como Beckham (2002).
Quizá no ha habido una cultura más obsesionada con
las migraciones que la de Estados Unidos, donde son mito fundacional y destino
manifiesto, a pesar de los muros y de las amenazas de Donald Trump. Pocos
planos condensan mejor esa obsesión por el éxodo que los créditos iniciales de
la segunda parte de El Padrino(1974), donde un Vito Corleone niño,
recién llegado a Ellis Island, contempla el perfil de Manhattan mientras suena
la música de Nino Rota.
Más allá de otros clásicos, como Las uvas
de la ira, de John Steinbeck (1939), oAmérica, América, de Elia
Kazan (1963), el tema sigue vigente y vivísimo. El escritor Vicente Luis Mora
desmenuzó en un estudio algunos libros recientes sobre la frontera y la
identidad en Estados Unidos, destacando títulos de autores latinoamericanos
como Norte, de Edmundo Paz Soldán (2011); Missing, de
Alberto Fuguet (2011), o Señales que precederán al fin del mundo,
de Yuri Herrera (2009), pero dentro de Estados Unidos abundan los intentos por
reconstruir la gran novela americana de la inmigración. Entre los de última
hora sobresaleAmericanah (2013), de la muy mediática Chimamanda
Ngozi Adiche, más conocida quizá por su charla TED sobre feminismo y sus
intervenciones televisivas anti-Trump en la última campaña electoral.
No ha habido una cultura más
obsesionada con las migraciones que Estados Unidos, donde son mito fundacional
y destino manifiesto
Ngozi Adiche, nigeriana nacida en 1977, es la gran
esperanza negra de la narrativa en inglés. Con Americanahcompuso
una historia de ida y vuelta entre Nigeria y Estados Unidos protagonizada, como
las buenas tragedias, por dos amantes, Obinze e Ifemelu. La aventura empieza en
una peluquería para negros. Ifemelu, becaria en Princeton, decide volver a
Lagos, y antes de viajar se arregla las trenzas de su espesa melena para borrar
de su cabeza todo recuerdo neoyorquino. A través de 600 páginas, los
protagonistas afrontan prejuicios y dilemas de clase, de aspiraciones sociales
y de conflictos con la tradición, para acabar atrapados en una paradoja: sus
identidades se anulan entre sí. Cuando quieren ser nigerianos, se convierten en
elitistas que hablan un inglés demasiado formal, y cuando quieren ser
cosmopolitas y celebrar su mundo de acogida, son expulsados hacia lo africano
(no ya lo nigeriano, que es demasiado específico para la xenofobia ambiental) y
hacia sus raíces familiares, en las que buscan un refugio imposible.
Esa intemperie del emigrante, suspendido entre
varios mundos sin pertenecer a ninguno y azuzado por identidades que le son
propias y extrañas a la vez, es la tensión que permite pasar del relato épico
del viaje a la intimidad lírica del desarraigado. Por eso son tan atractivas
estas narraciones, porque en ellas tiembla la pequeña historia sobre el telón
de la grande, como en las mejores novelas clásicas.
Esa intemperie del emigrante, entre
dos mundos sin pertenecer a ninguno, permite pasar de la épica a la lírica del
desarraigado
En español, quizá han sido los argentinos los más
prolíficos, combinando sus mitos fundacionales con los caminos de vuelta de los
exilios y emigraciones recientes. Una de las grandes novelas escritas en
castellano,Rayuela, de Julio Cortázar (1963), es la historia de unos
inmigrantes latinoamericanos en París, trasuntos del autor y de sus amigos y
amores. Y una de las rarezas más afortunadas sobre migraciones y desarraigos se
escribió en Argentina, pero en polaco: Trans-Atlántico, de Witold
Gombrowicz (1953).
En España son pocas aún las novelas sobre
migrantes. Más allá de ejemplos aislados (entre otros), como Nunca pasa
nada, de José Ovejero (2007), o La piel de la frontera, de
Francesc Serés (2015), no ha aparecido una gran obra que, tal vez, solo puede
ser escrita por alguien nacido fuera de España. Un título con vocación de friso
total lo escribió un francés que ya casi parece español, a fuerza de vivir en
Barcelona: Calle de los ladrones, de Mathias Enard (2013), la
historia de un marroquí de Tánger que termina en el Raval, pasando por
Algeciras.
Todos, sin embargo, se resumen en ese plano fijo
de Vito Corleone sobre el fondo de Manhattan, como un Big Bang de
todas las historias por escribir. O como el vampiro que está a punto de
escurrirse en la ciudad.
Sergio del Molino es autor del ensayo ‘La España
vacía’ (Turner).
http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/14/actualidad/1484410547_472116.html
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