Solista:
Sergei Redkin, piano. Orquesta: Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky Director:
Valery Gergiev. Sala Sinfónica
Ciclo: La
Filarmónica. Organizador: La Filarmónica Sociedad de Conciertos
Programa
N. Rimski-Kórsakov
(1844- 1908): El cuento del zar Saltán
S. Rachmaninov
(1873-1943) : Rapsodia sobre un tema de Paganini, Op. 43
A. Liadov (1855-1914)
: El lago encantado, Op. 62
S. Rachmaninov: Danzas
sinfónicas, Op. 45
La Filarmónica
Sociedad de conciertos, en su quinto aniversario, convoca nuevamente a la
Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo, con artistas de referencia
que han vivido el desarrollo del proyecto consolidado de estos amantes de la
música clásica desde sus inicios.
Precioso, sugerente
programa que el director de la formación rusa plasma como posiblemente solo él
sepa o pueda hacerlo. Este repertorio tan especial se convierte en sus manos,
que siempre dialogan con un cuerpo entregado a la catedral sonora que fabrica
con sus músicos, en una joya rara. Un cofre antiguo lleno de cajitas chinas que
se van abriendo y cerrando.
Perfecta coherencia
en unos compositores que tal vez, no hayan sido lo suficientemente escuchados y
tocados en las salas importantes de Occidente. Verdaderos canales de
comunicación de la antigua madre Rusia, que trasfunde su esencia de una manera
en verdad visual, aunque no siempre se trate de la interpretación de música
programática.
Y así, por las
partituras desarrolladas por una orquesta en estado de gracia completamente
entregada a un maestro que la ama pero la disciplina con rigor, discurre lo
mejor y más oceánico de la tradición de la zarina alemana Catalina y Pedro el
grande, del Museo del Hermitage y las cúpulas de cebolla, el trineo con que el
Doctor Zhivago, se abría paso con Lara camino de Peredélkino.
Escuchar estas obras
es retrotraerse a Ana Karénina o a los personajes de Guerra y Paz, a todo lo
que rescatamos siempre para el inconsciente colectivo de la cultura rusa, compleja,
paradójica, secular y grandiosa, ávida de espacio y de tiempo.
Sutil, elegante pero
sin hacer concesiones con una batuta en miniatura, por llamarla de alguna
manera, el maestro Gergiev, acatarrado, aunque no se note, expolea a sus
intérpretes con onomatopeyas, chasquidos de la lengua, exclamaciones, que se
distinguen porque esta vez La Filarmónica me obsequió con una tercera fila del
patio de butacas maravillosa, pero que empastan a la perfección sin
distorsionar, con los tutti de la orquesta.
Monumental
desarrollo de Rimsky-Korsakov en la Suite de El cuento del Zar Saltán op. 57,
la décima de las quince óperas del compositor, compuesta para conmemorar el
centenario del nacimiento de Alexander Pushkin, basado en un relato homónimo de
este escritor.
La Rapsodia sobre un
tema de Paganini en la menor, op. 43, hace referencia al último de sus 24
Caprichos para violín solo op. 1, que ya había inspirado a compositores como
Lutolawski modernamente, o antes, a Brahms y a Liszt.
La comunión que se
establece entre el joven pianista Sergei Redkin y la orquesta, es inefable. Muy
difícil técnicamente esta obra para un músico, aunque esté bien fogueado en el
fraseo, la expresividad y una agilidad que en nada merma la comunicación de las
emociones y los sentimientos. Valery Gergiev no resultó un maestro que cuida de
sus discípulos aventajados y se limitó a estar pendiente sin cobijar de forma
paternalista al pianista, que se bastó solo para cosechar un sinnúmero de
aplausos. Y hubo propina, la Vocalise op. 34 nº 14 también de Rachmaninov. Un
hallazgo, de verdad.
El Lago encantado de
Anatoli Liadov en re bemol mayor, op. 62 (1909) nos transportó efectivamente a
territorios acuáticos, oníricos, con un encuadre delicado digno de los
impresionistas y un descubrimiento para algunos.
La Danzas Sinfónicas
de Rachmaninov op. 45 (1940) pusieron fin a la parte anunciada del concierto.
Más cascadas de sonidos, de intensidades, de contención apasionada. Momentos
suspendidos en un tiempo irreal donde la sala se convierte en un vibrante navío
de sonidos.
Gergiev respira con
fuerza, gesticula, mueve sus manos expresivas, da taconazos casi castrenses,
enfundado en su traje de etiqueta, imprime su fuerza titánica a una orquesta
amplia que suena como un inmenso campanario ancestral y la velada se funde en bravos mientras se
clausura definitivamente con el final de El pájaro de fuego de Stravinsky. Este
hombre es una fuerza desata de la naturaleza que comparte su don.
Pedagógicas y útiles
como siempre las indicaciones de la Filarmónica referidas al comportamiento en
la sala durante el concierto (el público del Auditorio lo olvida a menudo) y
eficaz como suele el programa de mano de Juan Manuel Viana.
El Auditorio con el
aforo completo, como nunca, el público enfervorecido, in crescendo, acompañando
las evoluciones de esta experiencia sinestésica. Fue mítico, fue completo y un renovado
privilegio.
Alicia Perris
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