Antonio Lucas
Modigliani, Picasso y André
Salmon frente al Café de la Rotonde, Paris. JEAN COCTEAU
Se publica el libro de
André Salmon que repasa la figura del pintor italiano
Llegó a París desde la
Toscana con maneras de burgués y un carnet de dibujos pinzado bajo el sobaco.
Había que estar en París, gran cocedero del arte. Aquella ciudad que entre el
arranque del siglo XX y hasta la Segunda Guerra Mundial inventó una de las esquinas
de la modernidad y despeinó Europa con un ventarrón de vanguardias. Había que
estar en París. El joven Amedeo Modigliani (1884-1920) se hizo a sí mismo ese
encargo, vivir aquello como si no hubiese en el mundo otra opción. Quería ser
pintor. Tenía 21 años. Era judío y de buenos modales. Atesoraba un talento aún
inédito y se ceñía trajes de buen paño con chaleco a juego. Alto, apuesto,
callado. Salió de casa en 1906 con un dinero que le dio su madre y cuando llegó
al destino pajariteó por los barrios de artistas hasta que recaló en
Montmartre, en una casa cercana al Bateau-Lavoir, donde andaba Picasso junto a
un planetario de poetas fundando (aún sin saberlo) una nueva astronomía.
En aquella tribu luciferina
destacaba el escritor André Salmon (junto al opiómano y cabalista Max Jacob, el
extraordinario Apollinaire, el flaco Cocteau, la riquísima Gertrude Stein, que
les echaba de comer...). Aquel hombre alto con algo de jefe de expedición clavó
la atención en el pintor italiano, siempre apartado, siempre con chicas,
siempre a lo suyo en algún tabernazo. Salmon asistió en primera fila al ascenso
y (velocísima) caída de Modigliani. Desde los primeros pasos huroneando
alrededor de la galería/galpón de Ambroise Vollard (donde acumulaban polvo los
primeros picassos, piezas de Matisse, de Cézanne, de los impresionistas y de
todo aquello que sirviese para hacer fortuna) hasta los días finales de delirio
o el entierro de príncipe desahuciado que le propiciaron sus amigos para vengar
tanta miseria. Modigliani se dejaba ver, pero casi nadie lo quiso mirar.
Empezando por Vollard, negociante implacable con andar de elefante, que fijó la
atención ya demasiado tarde.París era una rueda de fuego y el joven pintor
estaba dispuesto a dejarse inmolar. André Salmon fue el primero en darse
cuenta. Y el más audaz para saber contarlo. Antes, mucho antes de que
Modigliani fuese icono de la pintura contemporánea, comenzó a armar una
biografía que sólo tomó sentido según el protagonista fue abriendo infiernos a
su paso. Su manual de abismos. Hasta quedarse a vivir en uno de ellos. El libro
de Salmon lleva un título casi vulgar, La apasionada vida de Modigliani. Lo
recupera ahora la editorial Acantilado. Y sale de un ensayo previo: El
vagabundo de Montparnasse: vida y muerte del pintor A. Modigliani, publicado
por Salmon en 1939."Modigliani llevaba poco tiempo en París, pero en una
sola tarde había visto y estudiado todo lo que se exponía en las galerías
Georges Petit, Durand-Ruel, Vollard y Clovis Sagot. Aunque nunca dijo qué
pensaba de todo aquello... Todavía no era un gran bebedor, pero sintió que
necesitaba un vasito de tinto para reflexionar sobre cosas tan complejas. Le
obsesionaba un cuervo de Picasso. Era como si aquel cuervo le picoteara la
cabeza... Modigliani había visto una vez a Picasso, de lejos, en las
inmediaciones de la place de Clichy", escribe Salmon. Picasso era un
malagueño de 25 años que despertaba curiosidad y espanto en los otros artistas.
Iba por la vida a una velocidad inesperada. Se hacía sitio en el arte desde
donde nadie antes lo había logrado. El primer vasito de vino fue el kilómetro 0
del desbarrancadero vital en el que fue cayendo Modigliani, como aquel
personaje de El bebedor de Hans Fallada. No vendía [pero en 2015 su obra
Desnudo acostado alcanzó los 158 millones de euros en subasta]. No despertaba
curiosidad. No había encontrado aún la voz de su pintura y sólo acumulaba
fortuna entre las modelos de taller, que no sabían (ni querían) escapar de la
jurisdicción de aquel italiano con ramalazos prematuros de galán vencido.
"El único en aquel París que sabía vestir", dijo Picasso.La única
exposición que tuvo en la ciudad, en la galería Berthe Weill (1917), fue
suspendida el día de la inauguración por el escándalo que desataron sus desnudos.
Modigliani había encontrado una identidad en la pintura. Retratos de mujeres de
cuello infinito. Cuello rosado. Ojos vacíos. Cabeza de almendra. Asumidas desde
una sensualidad de líneas suaves. Una delicadeza que a la vez tenía ráfagas de
convulsión. Acumuló tantas amantes como borracheras. Cada vez más monumentales.
Con Maurice Utrillo entró en las nubes de hachís. Consigo mismo, en la absenta
a destajo. Cuando más ebrio mejor recitaba de memoria a Dante, antes de caer
aplastado por su propia desesperación. Su intoxicación comenzó, de algún modo,
el mismo día en que pisó París. Pocas biografías tan malogradas. Pocos seres
tan dotados para lo nuevo y tan incapaces para asentarse. Tuvo un ángel atento
en el italiano Manuel Ortiz de Zárate, que le compraba carbón una vez a la
semana. Modigliani quemaba sus dibujos para calentarse. O los regalaba en los
cafés. O los rompía por cualquier inseguridad imprevista. La desesperación no
tenía más cima que él. Vivía en un círculo diabólico donde sólo lo acompañaba
la paciente Jeanne Hébuterne, a la que conoció en un baile de disfraces cuando
ella tenía 19 años. En los últimos años vivieron en un chiscón infecto. La
dulce Jeanne se cultivaba por amor en el abismo. Modigliani pintaba cuando las
resacas dejaban un hueco entre daño y daño. Tan sólo dos coleccionistas le
ayudaron: Paul Guillaume y Zborowski. Lo demás fue miseria. Miseria y
malditismo. La bohemia había quedado atrás. Y el pintor sumó la tuberculosis a
la masa de su sangre. Según la destrucción lo acecha, su talento se hace más
visible y poderoso. "Pero, ¿de qué moría aquel enfermo terriblemente
deteriorado por el alcohol y el hachís, extenuado además por demasiadas comidas
miserables, por demasiadas incomodidades y también por terribles violencias del
espíritu, desde las horas de cruel meditación hasta los instantes de cólera
salvaje?", escribe André Salmon. Por tuberculosis y meningitis.Ortiz de
Zárate, tras varios días sin tener noticia de Amedeo y de Jeanne, decidió echar
la puerta del estudio abajo. Y ahí estaban. Rodeados de botellas de vino vacías
y latas de sardinas. Jeanne embarazada de ocho meses. "Bella y pura hasta
dar miedo". Él seminconsciente, tronadísimo. Jeanne retratándolo a lápiz.
Él diciéndole que se sumase al viaje del cielo, donde sería su modelo. "Su
amigo Kisling conservaría en la memoria el terrible grito, el más desgarrador,
el más estridente, pero un único grito. El que ha podido lanzar una mujer ante
el cuerpo casi sin vida de su hombre". Modigliani llegó al hospital el 24
de enero de 1920 con aura de mendigo. Murió esa misma noche. Su entierro fue el
más fastuoso del momento en París, financiado por los amigos. Amantes,
pintores, músicos, poetas, actores, acompañaron el cadáver hasta el cementerio
Père-Lachaise de París. El marchante Ambroise Vollard se acercó pocos días
después del entierro a una galería de la Rue La Boétie. Colgaba dentro un
desnudo pintado por Modigliani. Recordaba que por uno de esos cuadros pedían,
poco tiempo atrás, 300 francos. Iba a la caza. Estaba dispuesto a pagar hasta
3.000. El galerista le dio la medida de su error: "Caballero, la tela está
valorada en 300.000". Modigliani había muerto una semana antes. Jeanne se
arrojó por el balcón, con el hijo en el vientre, pocos días después. Es la
historia de un triunfo. Del revés.
http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2017/06/28/5952b6b446163f31038b4642.html
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