JUAN TALLÓN
El Grand Hôtel du
Cap-Martin, en los Alpes marítimos franceses, que recreó F. Scott Fitzgerald en
su novela 'Suave es la noche', de 1934. La imagen es una postal de 1920.
Hoteles, pensiones o
moteles en mitad de la nada son consustanciales a la novela desde hace siglos.
Envuelven la acción, alimentan la intriga. Miles de personajes no tendrían sin
ese techo un lugar donde refugiarse, ni aventuras que correr, ni soledad
bastante, ni quizá secretos, ni un paraíso o un infierno al que descender. El
hotel aporta lo que el escritor argentino Eduardo Berti denomina “territorio
favorable”, en el que tienen lugar los “indispensables encuentros” de una
trama. Los hoteles son símbolo de refugio, enigma, hogar, huida, infidelidad o
crimen. En un hotel de Ruán, Emma Bovary y Leon Dupuis se dejan llevar en una
electrizante aventura. Rodion Raskolnikov, en uno de los gestos culminantes de
la novela rusa Crimen y castigo, mata a su casera en la pensión donde le
alquila un cuarto inmundo. Hospedado en un hotel de playa, Seymour Glass saca
una pistola de la maleta mientras su novia duerme y nos deja helados. Junta
Larsen llega un día a la Santa María de Onetti e ingresa en el hotel Berna,
donde se bebe y conspira. Gustav von Aschenbach se aloja en el Hotel des Bains
a punto de enamorarse y morir en Venecia. Hoteles, hoteles y más hoteles.
El hotel es un complot
contra la vida rutinaria, y “epicentro y unidad de lugar para un mosaico
narrativo”, y puede decirse que “cada escritor hace de su hotel un emblema
personal”, afirma Berti a propósito de Vidas de hotel, volumen publicado en la
editorial Adriana Hidalgo, donde se recoge una treintena de relatos ambientados
en hoteles. Henry James, Maupassant, Julio Cortázar, Dino Buzzati, Ricardo
Piglia, Katherine Mansfield, James Joyce, Somerset Maugham, Roald Dahl, Chéjov
o Scott Fitzgerald son algunos de sus autores.
Berti hace coincidir el
esplendor de los hoteles modernos, pensados para viajeros acomodados, con la
publicación en 1878 de El hotel encantado, de Wilkie Collins. A partir de
entonces la narrativa ya no se detendría, llenándose de hoteles de todas las
clases. El marinero Billy Bones, y el cofre en el que porta el mapa del tesoro,
se hospeda en la vulgar posada del almirante Benbow. Marcel Proust se inventa
un lujoso Gran Hotel al pie de la playa de Balbec, en Normandía. “En la apacible
costa de la Riviera francesa, a mitad de camino aproximadamente entre Marsella
y la frontera con Italia, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado”, así
comienza Suave es la noche, de Scott Fitzgerald, que convierte el Hôtel des
Étrangers y la “brillante alfombra tostada que era su playa” en el enclave
desde el que ahondar en la clase alta estadounidense y la caída de uno de sus
triunfadores.
Joseph Roth condensa en las
plantas del Savoy a una sociedad entera. En La habitación diecinueve, Doris
Lessing retrata a un ama de casa harta de su familia, que cada día se hospeda
durante dos horas en un hotelito de Londres. En los hoteles en los que se
registran los personajes de También esto pasará, de Milena Busquets, se bebe,
se hace el amor y se abandona a los amantes, como ocurriría en un hogar común.
Celeste 65, la nueva novela de José C. Vales, transcurre durante los años
sesenta en el Hotel Negresco, de Niza, en un ambiente pop y glamuroso. Stephen
King, que en las vacaciones de 1974 se hospedó en el hotel Stanley (Colorado),
aprovechó esa experiencia para años después imaginar el hotel Overlook y en
torno a él escribir El resplandor.
Piglia sostenía que “vivir
en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de ‘tener’ una vida
personal, de no tener, quiero decir, nada personal para contar, salvo los
rastros de los otros”. En 1969, ante la BBC, ya se pronunciaba así Vladímir
Nabokov, que en Lolita sitúa la primera relación entre Humbert Humbert y la
joven protagonista en el hotel El cazador encantado. El escritor de origen ruso
residió parte de su vida en hoteles, al considerar: “Simplifica las cuestiones
postales, elimina el estorbo de la propiedad privada, me fortalece en mi hábito
favorito, el hábito de la libertad”.
El motel Manor House, donde
ha realizado uno de sus últimos reportajes el escritor Gay Talese. GETTY
A veces, un hotel es el
destino, en la acepción de fuerza desconocida, del que no puede escaparse. Le
pasa al protagonista de Hotel Atlántico, de João Gilberto Noll, que apenas se
registra encuentra un cadáver en la escalera, y nada vuelve a ser igual. No es
una novela policiaca pero con un inicio así podría haberlo sido. Determinados
géneros, como la novela negra o las historias de espías, “parecen llevarse
mejor con ciertos ámbitos”, señala Berti. Escritores como George Simenon y
Agatha Christie, o Graham Greene y John Le Carré, supieron dotar a los hoteles
de la atmósfera en la que empujar al límite la intriga y los secretos. Pero
decir secretos es hablar de Gerald Foos, el dueño de un pequeño motel de Denver
que espiaba a sus huéspedes, y que conocimos gracias a uno de los reportajes
más polémicos de Gay Talese.
Emil Cioran anotó en sus
Cuadernos: "Desde hace 25 años vivo en hoteles. Entraña una ventaja: no
estás fijo en ninguna parte, no te apegas a nada, llevas una vida de
transeúnte". En ellos, a veces los problemas se disfrazan de tranquilidad,
como en Gato bajo la lluvia, de Ernest Hemingway, que a primera vista parece un
cuento sobre una pareja recién casada, se supone que feliz, alojada en un hotel
italiano con vistas al mar. En un día desapacible, mirando a través de la
ventana de su habitación, la esposa se encapricha de un gato bajo la lluvia.
Cuando el relato finaliza, el lector comienza a advertir la soledad que siente
la mujer en compañía de su joven marido, y la suposición de felicidad se
tambalea. La vida inesperada acecha en otros cuentos de Hemingway, caso de Los
asesinos, donde Ole Andreson lleva una vida apacible en la pensión Hirsch
cuando aparecen en el pueblo dos forasteros dispuestos a matarlo, sin que se
sepa nunca la razón.
Planeta imaginario
Imagen histórica del hotel
Roma, en Turín, donde se suicidó el escritor Cesare Pavese en 1950. GETTY
Algunos críticos creen que
el cuento La espera, de Jorge Luis Borges es una respuesta al de Hemingway. Un
hombre llamado Villari llega a una posada y se encierra en su habitación
huyendo de otro hombre, también llamado Villari, que lo busca para matarlo.
Encerrado en su habitación sueña una y otra vez con que los criminales que lo
persiguen —y cuyos motivos también aquí son ignorados— lo encuentran. Aunque
quizá no haya hotel más celebre en la obra de Borges que el hotel de Adrogué,
donde se encuentra un tomo de una extraña enciclopedia que habla de la
existencia de un planeta imaginario, llamado Tlön, al que la tierra se acabará
pareciendo. Menos especulativos, pero también fascinantes, son los hoteles de
otro escritor argentino como Julio Cortázar. Abundan los hoteles en Rayuela.
La primera vez que la Maga
y Oliveira hicieron el amor fue en uno de la rue Valette, un día de llovizna
que “andaban por ahí vagando y parándose en los portales” de París. Uno de los
instantes más disparatados de Los autonautas de la cosmopista se produce la
primera noche que Cortázar y Carol Dunlop tienen ocasión de dormir en un motel
de la autopista entre París y Marsella. Felices de haber encontrado habitación,
tras demasiadas noches durmiendo en su Volkswagen Combi, buscaron dos
botellitas de whisky. Julio probó el suyo y supo “que había caído en una vieja,
repetida trampa”, urdida por un antiguo huésped que bebió el whisky y rellenó
la botella con su orina, para no pagarlo. Cortázar se enjuagó la boca y abrió
una botellita de Martini, mientras deseaba que el autor de la broma “se
estrellara en cualquier lugar de la autopista”.[…].
COMO EN SU PROPIA CASA, O
MEJOR
Los hoteles forman parte de
la obra, pero también de la vida de muchos escritores. Cortázar escribió
Rayuela durante una larga estancia en una habitación del hotel Esmeralda, en la
rue Saint Julien-le-Pauvre. En 1951, también en París, apareció por el hotel La
Louisiane el escritor egipcio Albert Cossery, y allí se quedó hasta su muerte,
en 2008. Escribía no más de dos frases a la semana, y sobrevivía gracias a una
modesta suma que le enviaba la editorial Gallimard, así como de intercambiar
cuadros que le regalaban sus amigos artistas. Por los pasillos y el hall de
aquel hotel vio pasar a Miles Davis, Chet Baker, Albert Camus, Simone de
Beauvoir, Sartre o Keith Haring. El escritor chileno Andrés Felipe Solano
cuenta que Quentin Tarantino, también huésped habitual, “se inspiró en los
angostos corredores y las alfombras vino tinto y crema de este hotel para
iluminar un par de escenas de Pulp Fiction”.
El idilio entre París y los
escritores hizo del Lutetia un punto habitual de encuentro. “Difícil, sino
imposible, que un escritor de paso no termine tomando algo en la siempre
majestuosa cafetería del hotel”, recuerda Berti. Rilke, en 1913; André Gide en
1921; Nina Berberova, en 1926, o James Joyce, en 1939, acompañado por Samuel
Beckett, que le ayudó a transportar decenas de libros, escogieron el Lutetia
“como refugio para el descanso o la inspiración”.
Algunos de los hoteles más
prestigiosos del mundo lo son porque entre sus huéspedes han tenido a
escritores y artistas. Es el caso del Chelsea o el Algonquin de Nueva York. La
leyenda del primero se inició con Mark Twain y continuó con Dylan Thomas,
Sherwood Anderson, Arthur Miller, Gore Vidal, Thomas Wolfe, Arthur C. Clarke,
Tennessee Williams, Ginsberg, Burroughs, Peggy Biderman o Bukowski. Apuntalaron
su leyenda Jimi Hendrix, Janis Joplin, Leonard Cohen o Cartier-Bresson. En
ciertos casos, como los de Dylan Thomas o Wolfe, el hotel dispuso su nombre en
una placa. Brendan Behan, que se encerró en una de sus habitaciones para
escribir sus mejores páginas sobre la ciudad, señala en Mi Nueva York:
"Elogiar la maravillosa obra de Dylan Thomas sería una impertinencia,
aunque debo decir que queda oscurecida por sus aventuras en el terreno de la
bebida, si es que uno quiere llamar aventura a la bebida. Sin embargo, el Chelsea
le trata como a un gran artista, y yo espero que el Sr. Bard, el propietario, y
su hijo Stanley […]reserven un espacio en la placa para mí”.
El Algonquin, menos
agitado, tuvo una fuerte presencia femenina, con visitantes como Gertrude
Stein, Marion Anderson, Simone de Beauvoir o Dorothy Parker. El Ritz de París,
al que Scott Fitzgerald o Hemingway otorgaron categoría de hogar, es otro de
los más célebres, junto al Roma de Turín, que acogió a Salgari, Primo Levi,
Italo Calvino o Cesare Pavese, quien en 1950 se suicidó en la habitación 346.
https://elpais.com/cultura/2017/08/11/actualidad/1502468854_033554.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario