ANDREA AGUILAR
Imagen del despacho en Princeton de Albert Einstein tomada en 1955, apenas unas horas después de la muerte del físico. RALPH MORSE LIFE PICTURE COLLECTION / GETTY
Larga vida al desorden La utopía de la oficina perfecta
"Si un escritorio
abarrotado es síntoma de una mente abarrotada, ¿de qué es síntoma, entonces, un
escritorio vacío?”. Esta cita ha sido recurrentemente atribuida al premio Nobel
de Física Albert Einstein y, aunque resulta embarazoso decir esto, estimado
padre de la física cuántica, lo que a menudo se esconde debajo de una mesa
atiborrada son kilos de culpa, y lo que emana de un escritorio limpio y despejado
es un aire de superioridad moral.Ser ordenado es lo correcto, lo socialmente
aceptado. El orden es una omnipresente obsesión contemporánea que ha llenado
las tiendas de secciones de organizadores para cocinas, dormitorios, espacios
de trabajo; y los teléfonos y ordenadores de aplicaciones que facilitan la
tarea de sistematizar el caos que inunda nuestros días. Pero ¿el orden de
verdad nos hace mejores?
Un grupo de psicólogos de
la Universidad de Minnesota, dirigidos por Kathleen Vohs, realizaron en 2013
varios experimentos y descubrieron que en un ambiente ordenado los
participantes en la prueba donaban más dinero a causas humanitarias, y optaban
por comer manzanas en lugar de dulces. El orden, efectivamente, favorecía las
buenas acciones. Aquellos que se encontraban en un cuarto desordenado, con
papeles por el suelo y material de oficina desperdigado, se lanzaban a por las
barras de chocolate y se mostraban más roñosos.
El desorden favorece la
creatividad. No hace falta ser un científico ni un artista para que el caos te
inspire
Y sin embargo, el tan
denostado desorden que nos reconcome favorece la creatividad. Un ejemplo obvio
serían los caóticos estudios del escultor Calder o el pintor Francis Bacon, dos
casos particularmente llamativos. Pero no hace falta ser un eminente científico
ni un artista para que el desorden te inspire. Así lo probaron Vohs y sus
investigadores en un segundo experimento. Esta vez los participantes debían
proponer nuevos usos para pelotas de pimpón. “Quienes estaban en un cuarto
desordenado encontraron más soluciones y notablemente más originales”, señala
en una entrevista Vohs. “El desorden implica una libertad respecto a un patrón
establecido y esto va de la mano con la creatividad”.
Su equipo nunca llegó a
investigar en qué punto el barullo es tal que colapsa la dinámica creativa, ni
en qué momento el monumental lío impide cualquier avance, pero las patologías
asociadas al orden (el trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad, y sus
contrarios, el síndrome de Diógenes y síndrome de acumulación compulsiva)
escapan a las conductas comunes.
Dijo el poeta Wallace
Stevens que “un orden violento es desorden; y un gran desorden es orden”. Si
organizar es una pulsión irrefrenable, el caos es una tendencia inevitable. En
física, el desorden inherente a un sistema se llama entropía. Es el segundo
principio de la termodinámica. Abocados al aparente caos, ¿nuestra atracción
por el orden es una mera cuestión estética?
La belleza formal de una
mesa atiborrada no es fácilmente defendible. Pero lo que sí ha quedado probado
es que ese escenario favorece la consecución de objetivos. Según un estudio de
los investigadores holandeses Bob M. Fennis y Jacob H. Wiebenga en 2015, el
desorden vuelve acuciante la necesidad de completar una tarea, de concluir y
alcanzar así algún tipo de orden. Es muy probable que un escritorio desordenado
aumente la presión para terminar el trabajo, aunque uno no sea consciente de
ello. A la fuerza ahorcan.
Quienes acumulan pilas de
papel permiten que el orden ocurra de manera orgánica y encuentran lo
importante antes que quienes los archivan
Están obreros y capataces,
jefes y curritos, chapuzas y concienzudos, Bartlebys, como el protagonista del
cuento de Melville, que siempre miran para otro lado, y esforzados empleados
del mes. Y a la larga lista de distintas clasificaciones de trabajadores se
sumó a mediados de los años ochenta, gracias al profesor del MIT Thomas Malone,
una diferenciación fundamental entre oficinistas: los apiladores (pilers)
frente a los archivadores (filers). Un vistazo rápido a los escritorios de casi
cualquier centro de trabajo permite categorizar a los empleados en uno de estos
dos grupos.
Los métodos de los
archivadores pueden variar, aumentando la visibilidad del material mediante
colores en las carpetas, organizándolas atendiendo a criterios temporales. El
economista japonés Yukio Noguchi, creador del “método superorganizado”, propuso
usar sobres, anotar en la lengüeta su contenido y colocar los últimos que han
sido usados siempre verticalmente en el lado izquierdo). La idea central es que
todo quede ordenado y, sobre todo, que el usuario ordene.
Los apiladores, por el
contrario, acumulan pilas en sus mesas y dejan que el orden ocurra de manera
orgánica. Los papeles más relevantes y necesarios inevitablemente acabarán en
la parte más alta del montón. Así quedó probado en la investigación de Steve
Whittaker y Julia Hirshberg de 2001, que trató de determinar qué sistema
funcionaba mejor. Los apiladores, más rápidos en las mudanzas y a la hora de
localizar los documentos importantes (estaban casi siempre en lo más alto de la
montaña de papeles), se impusieron a los archivadores, sepultados estos bajo el
peso de excesivos e inútiles archivos. El desorden, como la belleza, está
muchas veces en el ojo de quien lo contempla. Quienes defienden que su caos
tiene estructura, no mienten.
“Un escritorio desordenado
no es en absoluto tan caótico como parece a primera vista. Hay una tendencia
natural hacia un sistema de organización”, escribe el periodista del Financial
Times Tim Harford en El poder del desorden (Conecta). “Los despachos
desordenados están llenos de pistas sobre los recientes patrones de trabajo, y
estas pistas nos pueden ayudar a trabajar con eficiencia. Por supuesto, es
intolerable trabajar en medio del desorden de otro, ya que estas pistas sutiles
nos resultan irrelevantes. Son señales de tráfico del viaje de otra persona”.
Archivarlo todo no es una
buena solución, porque la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente
porque impide la limpieza
A principios de la década
de los noventa el brillante publicitario Jay Chiat decidió atacar la raíz del
problema. Ni apiladores, ni archivadores: las nuevas oficinas de su legendaria
agencia Chiat/Day no tendrían muros de partición, ni cubículos, ni escritorios,
tampoco ordenadores de mesa, ni teléfonos fijos. Cualquier objeto personal
tendría que ser guardado en un casillero. A los empleados se les entregaría un
teléfono y un portátil al llegar, y todo esto favorecería la creación de un
“espacio de trabajo en equipo”. El plan fracasó: la gente llegaba a la oficina
y como no sabía dónde ponerse se marchaba; en caso de quedarse, no encontraba
un lugar donde sentarse; los casilleros resultaron ser demasiado pequeños, y
más de uno acabó por almacenar los papeles en el maletero de su coche. El
número de portátiles y teléfonos no era suficiente, así que muchos madrugaban
para hacerse con ellos y luego regresaban a sus casas para dormir un par de
horas más; en otras ocasiones, secuestraban las herramientas un par de días.
Los empleados se dispersaban. Los jefes no lograban dar con ellos. En 1998 el
experimento quedó clausurado, pero los ecos de aquel plan de “oficina virtual”
aún se oyen por todo el mundo.
De vuelta al escritorio, lo
cierto es que el éxito de los apiladores ha traspasado el papel y trascendido
al ámbito informático. El diseño de las memorias de los ordenadores sigue su
misma pauta, a través de los cachés que priorizan determinados datos frente a
otros. La fórmula más efectiva resulta ser el viejo algoritmo LRU (Least
Recently Used, lo menos usado recientemente). Cuando un caché está lleno se
vacía mandando a otro más remoto la información que no ha sido usada
recientemente: es decir, cae paulatinamente a la base de la pila.
También está probado que guardar
los correos electrónicos recibidos en infinidad de carpetas lleva mucho más
tiempo que el uso de un motor de búsqueda. Archivarlo todo no acaba de ser una
buena solución, en parte porque la categorización puede ser demasiado
intrincada, o simplemente porque impide la limpieza.
Atención: el orden no es
siempre sinónimo de limpieza, a veces es una primorosa clasificación de basura.
Y aquí es donde hay que dar una bienvenida triunfal a la japonesa Marie Kondo,
máxima gurú de la organización, autora del superventas mundial La magia del
orden, y a su ejército internacional de konversas. Según declaraba la menuda
reina del orden, su sueño es “organizar el mundo”. Y esto pasa por desprenderse
de todo aquello que no nos transmite alegría o gozo. Han leído bien, además de
evangelizar sobre la óptima manera de doblar y almacenar, Kondo propone
emprender una limpieza profunda sosteniendo cada objeto o prenda y
reflexionando sobre qué nos transmite. Si no es alegría habrá que despedirse
con honores de ello.
El psicólogo suizo Jean Piaget en su despacho en 1979. FOUNDATION
JEAN PIAGET
Así que lo contrario de la
alegría no es la tristeza, sino el caos acumulativo que nos lastra. La
periodista de The New York Times Taffy Brodesser-Akner explicaba en un artículo
reciente que una devota konversa, cuando terminó de dar un repaso a la japonesa
a su casa y sintiendo que aún no estaba alegre del todo, sostuvo en sus brazos
a su novio, y como no pasó el kondotest de la alegría, se deshizo de él.
A pesar de su éxito, Kondo
forma parte de una robusta tradición. En Japón existen al menos 30 asociaciones
profesionales de organizadores. En EE UU solo hay una, pero con más de 3.500
asociados. Y aunque sea con retraso, el orden profesionalizado cunde también en
nuestras latitudes: la Asociación de Organizadores Profesionales de España
(AOPE), fundada este año, cuenta con 50 miembros.
Hay algo vergonzante en un
maletero atestado de periódicos viejos, pares de zapatos en desuso, botellas de
plástico pendientes de ser recicladas, balones desinflados o paraguas. Si la
ecléctica mezcla avanza hacia el interior del automóvil, las incómodas miradas
de los pasajeros empeoran considerablemente las cosas. Lo mismo ocurre al abrir
una cartera atestada de facturas y papeles para tratar de encontrar la tarjeta
de crédito: por esa cremallera-grieta asoma un caos que se topa con el estupor
del prójimo y miradas condescendientes. Aunque cierto caos favorece felices
coincidencias azarosas —ahí están la dejadez de Alexander Fleming, el moho y el
descubrimiento de la penicilina—, el desorden resulta embarazoso.
Está mal visto, juzgado con
frecuencia como una tara, genera mess stress (estrés del lío)… Sin embargo, ¿es
el orden realmente eficiente? ¿La superioridad de los ordenados proviene de una
eficacia probada? El catedrático de la Escuela de Negocios de la Universidad de
Columbia Eric Abrahamson, y el periodista David H. Freedman analizaron la
cuestión en Elogio del desorden (Ediciones Gestión). Aplicaron parámetros
económicos, y demostraron que el orden, con escandalosa frecuencia, no trae
cuenta. “La organización y el orden tienen un coste”, apuntan. “Es una regla
económica; puede que el tiempo o los recursos que uno invierta en ordenar no compensen.
Organizar no siempre es rentable. O por ponerlo de otra manera, a menudo la
tolerancia con un cierto nivel de lío y desorden supone un ahorro notable.
Aunque el desorden beneficioso no es siempre la regla, tampoco es una rara
excepción”. Defienden que, en contra del sentido común, organizaciones,
personas e instituciones “moderadamente desorganizadas” resultan ser “más
eficientes, resistentes y creativas”.
En la encuesta que
realizaron mientras escribían el libro, Abrahamson y Freedman descubrieron que
dos tercios de los 260 entrevistados se sentían culpables o avergonzados por su
desorden, y un 59% reconocía pensar peor, o directamente lo peor, de alguien
desordenado. “El orden para la mayoría de nosotros es un fin en sí mismo.
Cuando la gente está ansiosa por la desorganización de su casa u oficina, con
frecuencia no es porque les cause problemas, sino porque asumen que deberían
ser más organizados”.
El psicólogo suizo Jean
Piaget supo categorizar los periodos de desarrollo cognitivo en los seres
humanos, pero fue claramente incapaz de ordenar su despacho en el que parece
que estaba acorralado por montañas de libros y papeles. Preguntado al respecto
aclaró: “Bergson señaló que no existe tal cosa como el desorden, sino dos tipos
de orden, geométrico y vital. El mío es claramente vital”. Desordenados del
mundo, pongan orden ante tanta crítica y no se dejen intimidar.
ORDEN PÚBLICO
A. A.
La “teoría de las ventanas
rotas”, desarrollada por el psicólogo de la Universidad de Stanford Philip
Zimbardo y popularizada en los ochenta por los sociólogos James Q. Wilson and
George L. Kelling, fue aplicada en Nueva York y otras ciudades estadounidenses
para combatir el crimen. El nudo central de esta teoría es que un vecindario
con ventanas rotas resulta más propicio para cometer delitos: la degradación
del ambiente transmite la idea de que se pueden transgredir las normas y
alienta el vandalismo, el “desorden” público. Más allá del aumento de policías
en las calles, si se arreglan las ventanas rápidamente (o las casas quemadas)
el mensaje es que allí rige la ley y el orden. Aunque la tesis de las ventanas
ha sido rebatida desde distintos frentes —que apuntan a la recuperación
económica de Nueva York en los noventa como la verdadera causa del descenso de
la criminalidad, y señalan la relación entre causalidad y correlación como un
importante fallo en el razonamiento teórico—, sigue siendo un hito en el ámbito
de las políticas de orden público.
https://elpais.com/elpais/2017/08/11/ciencia/1502461120_549629.html
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