RUBÉN AMÓN
Los vecinos y los turistas
que transitan por el barrio romano de Monti no parecen percatarse del muro que
permanece erguido desde hace 2.000 años. Y no era tanto un muro defensivo como
un telón antincendios y una frontera sociológica. Porque el muro de Subura, o
de Suburra, discriminaba la Roma pudiente y adinerada de la Roma precaria. La
propia etimología de Suburra o de Subura proviene de sub urbe, identificando el
área suburbana de la ciudad y sobrentendiendo todas sus peculiaridades
marginales o clandestinas: los bajos fondos, los lugares abyectos y prohibidos.
Horacio escribe que allí moraban las cortesanas y ladraban los perros, no
estando claro si el poeta romano aludía a la antropomorfia de las criaturas
nocturnas. Y al espacio de libertinaje que se había acordado o acotado.
EVA VÁZQUEZ
Ciudad sin dios
Pretendidamente o no, se
había construido en Roma un gran muro social, una línea divisoria de piedra y
de ladrillo que discriminaba la opulencia de la casta capitalina —el Palatino—
de la degradación arrabalera. Roma llegó a reunir a un millón de personas en su
edad imperial y representó una amalgama de etnias, de razas y de culturas que
hicieron de ella un símbolo cosmopolita precursor de cualquier enjambre
contemporáneo.
Trata de serlo y puede que
lo sea Roma en 2017. El epicentro de los peregrinos se ha trasladado al
Vaticano en las antiguas inercias de la idolatría, del mismo modo que el eje
comercial de la capital italiana relaciona a Via del Corso con el afluente
lujosísimo de la Via Condotti en dirección a la Piazza di Spagna y a la cima
escalonada de Trinità di Monti.
Se reúnen en esa calle, Via
Condotti, las boutiques de mayor prestigio. Y se yerguen delante de sus puertas
unos imponentes muros invisibles. Los turistas recelan de cruzarlos, quizá
porque les intimida la mirada desconfiada del guardia de seguridad o porque las
marcas de alta moda se ocupan de mandar al transeúnte toda clase de mensajes
disuasorios: los precios, la escenografía, la altivez de los dependientes,
incluso los mensajes telepáticos —“ni se ocurra entrar, caballero, señora,
señorita”—.
Cruzar la puerta
Ningún obstáculo real ni
legal impide al turista, en realidad, cruzar la puerta de Gucci o de Prada o de
Armani, pero desisten de hacerlo los costaleros porque temen que pueda
acalambrarse una alarma. O porque acompleja la clientela que accede con
naturalidad “palatina”, evocándose la línea divisoria de las clases sociales de
la vieja urbe. Juntos pero separados vivían los antiguos romanos. Separados y
juntos viven en el siglo XXI.
Se diría que el muro de
Subura es un límite conceptual, psicológico, pero vigente desde que el
emperador Augusto decidió levantarlo. Y sus razones originales no obedecieron a
la partición de la ciudad entre ricos y pobres, pero el destino funcional del
muro cortafuegos terminó estableciendo una frontera física y hasta mental.
Ocurre en las grandes ciudades. Sucede en los espacios de ambigua comunión
urbana donde una clase social yergue un muro invisible que distancia el hábitat
de los escalones inferiores. Y quien dice un muro dice una alfombra roja o el
perímetro “blindado” de un puerto de la Costa Azul donde atracan los yates de
lujo.
Se anonadan los turistas
con un helado en la mano y curiosean sin atreverse a colonizar el espacio
legítimo de la dársena. Porque prevalece un código “suburbano” no impuesto pero
sí vigente que las clases sociales han convertido en armisticio y en regla de
convivencia. Un buen ejemplo se reproduce cada verano y durante 40 días en el
Festival de Salzburgo. La sede de las óperas y los conciertos ocupa el lateral
de una gran avenida que más bien parece un rió de asfalto. Y no solo por el
color azulado del pavimento, sino porque el escenario urbano precipita el
esquema de las dos riberas. Una la ocupan los melómanos y los sujetos
adinerados; la otra concentra a los turistas y a los curiosos, como si tuvieran
delante un espectáculo gratuito de pirotecnia social al que solo pueden acceder
desde posiciones contemplativas.
Y no hay que mojarse para
cruzar la acera. El ejercicio de hacerlo —cruzar— es tan sencillo como caminar,
echarse andar, proponerse la melé con los ricachones, pero se percibe que a
unos y a otros ribereños les disuade de hacerlo la impresión de exponerse a
unas empalagosas arenas movedizas.
En los dos sentidos
¿A quién aísla realmente el
síndrome de Subura? Una buena respuesta la proporciona El ángel exterminador,
de Luis Buñuel, precisamente en la angustia y la claustrofobia de unos señores
de la alta sociedad que son incapaces de salir de la casa a la que han sido
invitados.
Y nada le impide hacerlo,
pero el delirio contagioso que les detiene de asomarse al exterior engendra un
progresivo deterioro de las conductas sociales, hasta el extremo de convertir a
los aristócratas en salvajes. Se venga de ellos Buñuel convirtiéndolos en
polizones de La balsa de la Medusa, de Géricault, aunque no puede decirse que
la película aspire a un ejercicio moralizador ni a un escarmiento social
específico.
No los persiguió tampoco el
emperador Augusto cuando levantó el muro de Subura. Podía atravesarse en las
dos direcciones —del foro al suburbio, del suburbio al foro—, pero el régimen
de tolerancia no quiere decir que fluyera el contacto las clases sociales. No
era lo mismo acceder al mármol refulgente de la Roma patricia que dejarse caer
en el suburbio de las perdiciones. Y de la supervivencia, pues el barrio en
cuestión proponía una suerte de desafío adaptativo entre las condiciones
insalubres, la ausencia de la ley y la proliferación del matonismo. Entrar se
podía entrar; salir exigía instinto y audacia.
Las leyendas antiguas
sostienen que Nerón atravesaba el muro para conocer a sus vecinos de incógnito.
O que Mesalina lo hacía para buscar a los sementales superdotados. De hecho, la
relación entre Subura y el libertinaje explica que el barrio romano haya dado
nombre a una serie televisiva ambientada en la mafia contemporánea. Porque
Subura no es un lugar; es una idea y es un muro invisible. Y un barrio chic y
pijo en la Roma estilizada de 2017.
LA VICTORIA DE UN VECINO
OBSTINADO
La planta y la estética del
foro de Augusto se resienten de una irregularidad que afea el equilibrio del
espacio urbanístico. No fue un error del geómetra ni del arquitecto, sino una
demostración inmemorial de la obstinación de un vecino que se resistió a vender
su casa al emperador.
Semejante ejercicio de
resistencia caracteriza un vértice del muro de Subura y malogra la estética
general, pero beneficia la noción del Derecho romano. Ni siquiera Augusto con
su poder, su dinero y su capacidad de intimidación disuadió al obcecado vecino,
quien se negó a vender su propiedad, a diferencia de cuanto hicieron los dueños
de los terrenos colindantes.
Augusto no los expropió;
los compró. Y respetó al súbdito resistente porque entendía que la credibilidad
de la ley pasaba porque tenía que acatarla él mismo, estuviera o no revestido
de prebendas imperiales.
Transcurridos 2.000 años,
todavía alcanzan a erguirse varias de las columnas que delimitan el templo de
Marte Vengador. Augusto no escatimó en el adjetivo porque se trataba de vengar
a todos los romanos que participaron de la conspiración urdida contra Julio
César.
https://elpais.com/cultura/2017/08/10/actualidad/1502389031_301607.html
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