A propósito del Día del Libro, el escritor se pregunta por los
planes de lectura de los partidos, por qué leemos tan poco, las dificultades de
encontrar libros españoles en Iberoamérica o al revés, y la incapacidad de
política por alcanzar un pacto en Educación
Una joven compra un libro durante la diada de Sant Jordi.
Leer es elegir, y por tanto el lector es antes que nada un elector.
Y cuando se juntan -como en Sant Jordi- son legión (que es otra palabra que
procede de la misma raíz). El imaginativo José Bergamín, que llegó a hacer del
ingenio su propia horca y acabó justificando el terrorismo de ETA (una prueba
evidente de que leer mucho durante toda una vida tampoco tiene porqué hacer más
sabio a nadie), inventó una preciosa etimología para la palabra religión. Decía
que no precedía de religare sino de relegere: es decir, planteaba la religión
como una relectura del mundo, el mundo es lo que es, y al reinterpretarse
producía un sentido -es decir, un principio y un fin- que era la religión. Que
sea una etimología inventada no le quita, sino todo lo contrario, potencia, y
puede que no sirva para explicar qué es la religión, pero sí que sirve para
explicar qué es la literatura -entendiendo ésta con toda la flexibilidad
posible, es decir desde el Gilgamesh al libro de Pedro Sánchez escrito por
Irene Lozano, que no sé cómo habrá redactado el libro del presidente, pero es
una excelente prosista como demuestra en sus Lecciones para el inconformista
aturdido...
No es que todo en el mundo exista para acabar convertido en un
libro, como con tanto optimismo esperaba Mallarmé, sino justo lo contrario:
todo libro lo que espera es existir lo suficiente como para acabar
convirtiéndose en mundo. Un libro tiene forma de sepultura y ciertamente lo es,
pero se trata de una sepultura singular que en cualquier momento puede liberar
la vida que contenga con el sólo afán de un solo lector que lo elija y al
abrirlo le diga: levántate y habla. "Desocupado lector...", empezaba
Cervantes el prólogo al Quijote. No cabía mejor palabra: desocupado. En efecto,
leer es ocuparse, o sea, llenarse de algo, encargarse de algo.
Como electores que somos podríamos asomarnos, ya que estamos en
campaña, a los programas de los partidos a ver cuáles son sus planes, qué
proponen, qué dicen de los lectores, del libro, del mundo editorial -que en 10
años ha perdido un 26 por ciento de facturación, entre otras razones porque las
bibliotecas públicas apenas compran libros. Tardaremos poco porque apenas
gastan un renglón que no sea para acogerse al abrigo de lugares comunes y
buenas intenciones en formato riego de dinero al tuntún, planes de fomento de
la lectura que se saldarán con un par de anuncios de televisión y ayudas al
sector que, a buen seguro, se las repartirá según la inevitable consigna que
rige nuestro mundo cultural: "Lo de todos para los míos".
El otro día se preguntaba el poeta Juan Marqués cuántos lectores
habituales habría en España y de ellos cuántos consideraban que leer libros es
lo que se hace cuando no se tiene mejor plan. Una buena pregunta para la que,
lamentablemente, no tengo una respuesta. A ese tipo de lectores -que podríamos
llamar sencillamente "lectores de verdad"- el Barómetro de la Lectura
del Gremio de Editores lo llama "lectores premium" y en las encuestas
europeas se les denomina, con mayor tino, "lectores ávidos". Por
supuesto nuestra legión de lectores ávidos es una de las más menguadas de
Europa, pero en cualquier caso estoy completamente seguro de que los lectores
habituales que haya ahora mismo en España multiplicarían por tres o por cuatro
a los que había hace 50 años. Contra las pesimistas quejas recurrentes que se
blasonan en los repetidísimos ya nadie lee y los libros no le importan ya a
nadie, cabe discutir si, en primer lugar, hubo alguna vez en que importaran lo
suficiente y, en segundo lugar, si hubo en nuestra historia algún momento en
que la legión de lectores fuera lo suficientemente nutrida como para que
mereciéramos ser considerados un país lector.
En los años 20 del siglo pasado el poeta y polemista peruano
Alberto Hidalgo anduvo por España y en su testimonio dejó dicho el secreto de
porqué se mantenía sana la industria editorial española: los editores tenían el
buen olfato de mandar la mitad de sus ediciones a América.
Ilustración Luis S. Parejo
Por inconcebible que parezca, esa asignatura pendiente -es decir,
la de conectar de manera eficaz los mercados de uno y otro lado del Atlántico-
lo seguirá estando sin que nadie parezca interesado en resolverla. Se diría que
es como si el mercado editorial español tuviera un bajón de azúcar y no se le
ocurriese acercarse a la confitería que tiene enfrente. El editor Claudio Lópe
Lamadrid, seguro de que América era la respuesta, la solución, la oportunidad,
llevaba años en esas lides cuando murió. Todavía hoy es imposible para un
bolsillo de Perú o México hacerse con libros españoles, si no se publican allí,
por el incremento extraordinario del precio de venta. ¿A ninguno de los
partidos políticos que escriben cultura y libro con mayúsculas se les ha
ocurrido que facilitar los servicios postales mediante acuerdos con las
distintas repúblicas americanas abriría una puerta a otra legión de lectores?
El otro día tuve que enviar un par de libros a Chile y aquí tengo el ticket: 52
euros en el envío. La incomunicación no es patrimonio nuestro: es tan difícil
conseguir un libro mexicano en Perú como un libro peruano en México. España
todavía es quien sanciona y promueve prestigios, de modo que para que un autor
colombiano alcance a ser leído en México, antes debe ser aprobado y
promocionado en Madrid o Barcelona. Así que no es raro ir a Bogotá, preguntar a
quién hay que leer y encontrarse con nombres que nada le dicen a uno porque aún
no han sido editados en España. Y no es raro preguntar en un aula de
Tegucigalpa qué autores españoles conocen y encontrarse con un casi inverosímil
Torcuato Luca de Tena. Darle la espalda a América nos sale, ciertamente, muy
caro.
Otro punto inevitable es el de la educación: la incapacidad
política para alcanzar un pacto eficaz que no baraje cada legislatura
ocurrencias e identidades, es índice de que esperar de esas alturas cualquier
apuesta beneficiosa es pedirle peras al olmo. Pero los lectores ávidos, los
premium, los lectores de verdad, saben a ciencia cierta que su religión es
exigente e invencible y tan libre que pone ante él un vasto abanico de posibilidades
donde ir creando su propia biografía. Toda biblioteca es el autorretrato de un
desocupado lector que se ha pasado la vida ocupándose, es decir, llenándose
pero también encargándose. Toda biblioteca es también un cementerio lleno de
sepulturas, en efecto, pero cada una de esas sepulturas sigue guardando algo
vivo, unas veces merecerá la pena devolver la vida a lo que estaba guardado
allí y otra muchas no. Pero en eso consiste el juego de elegir, el de leer. Así
que, desocupado lector, ocúpate... No porque sea el día del libro, sino porque
sí, por buscar el disfrute, el misterio, el combate de ideas, la risa o el
terror. Tú sabrás. Eres tú el que elige.
Juan Bonilla es escritor. Sus últimas obra son La novela del
buscador de libros (Fundación José Manuel Lara) y Totalidad sexual del cosmos
(Seix Barral).
https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2019/04/23/5cbdf728fc6c83cc708b45eb.html
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